miércoles, 28 de agosto de 2013

Un Recordatorio a mis hermanos Sacerdotes



Al ser más bien tirando a pecador, me he confesado infinidad de veces a lo largo de mi vida. Y con todo tipo de curas: 
el santo,
el misericordioso, 
el sabio, 
el imprudente, 
el que está rezando,
el buenazo para el que todo da igual,
el que se toma su tiempo,el sordo,el que te echa la bronca,
el que procesa a los penitentes como churros, 
el jovencillo aterrorizado recién salido del seminario,
el que le molesta que vayas a confesarte si no tienes pecados graves, 
el anciano que ya lo ha oído todo un millón de veces… 
Por todos ellos siento un gran cariño y agradecimiento, ya que han hecho presentes para mí al Padre misericordioso que me esperaba en el camino, a Cristo crucificado que lavaba mis pecados con su sangre y al Espíritu Santo que me daba la gracia para no pecar. Dios los bendiga a todos.
Hay algo, sin embargo, que me gustaría sugerir sobre el elemento más olvidado de la confesión: la penitencia. Por alguna razón, la penitencia se ha convertido en la hermana fea y olvidada del sacramento de la reconciliación.
 
Algunos curas, ni siquiera ponen penitencia. Y los que ponen una penitencia, da la impresión de que tienden a considerarla un trámite, una crucecita en la casilla de “y cumplir la penitencia”. Basta tener en cuenta que, de la infinidad de ocasiones en las que me he confesado, todas las veces menos un puñado me han puesto la misma penitencia: reza un padrenuestro o tres avemarías o un padrenuestro y tres avemarías…
Por supuesto, cualquier penitencia vale para cumplir el mínimo requerido para el sacramento. En ese sentido, uno puede estar tranquilo porque la confesión es válida y se perdonan los pecados, que es sin duda lo más importante. Pero es triste que una herramienta tan eficaz para la vida cristiana se convierta en un simple cumplir el expediente. La Iglesia nos regala con ella, del arca de su Tradición, un medio fantástico de conversión y lo consideramos un mero trámite. Tenemos ante nuestros ojos el ejemplo maravilloso de los que, para purgar sus pecados, se vistieron de saco y ceniza, peregrinaron con riesgo de su vida a Santiago o a Jerusalén, ayunaron, se humillaron, esperaron día y noche a la puerta de las iglesias… y lo despachamos con tres avemarías.
Echo de menos, la verdad, que los confesores se tomen más en serio la penitencia. Eso no quiere decir que tengan que poner como penitencia una peregrinación descalzo a Australia a un penitente que se confiesa de distraerse durante la homilía, pero sí que recuerden el carácter medicinal de la penitencia. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “la absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual” (CEC 1459). El pecador sale del confesionario perdonado, pero aún lleva en su cuerpo y en su vida las heridas del pecado, que la penitencia debe ayudar a sanar. 
Los confesionarios, sin embargo, parecen consultorios de la Seguridad Social con bajo presupuesto y en los que a todos los pacientes se les receta lo mismo: aspirina espiritual (quita el dolor momentaneo , mas no sana la herida de raíz). No importa que tengan dolor de cabeza, un brazo roto o cáncer de páncreas: aspirina. O tres aspirinas. O un paracetamol y tres aspirinas. Es algo sin sentido, que sólo se explica por el hecho de que se ha olvidado la importancia medicinal de la penitencia para sanar las heridas concretas del penitente. También lo dice claramente el Catecismo: “La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos” (CEC 1460). En mi experiencia de más de treinta años confesándome, esto no sucede casi nunca. Y es una pena.
De las cinco o seis veces que no me han puesto padrenuestros y avemarías como penitencia en toda mi vida, recuerdo un caso en que la penitencia fue algo más parecido a lo que debería ser. Me confesé (otra vez) de soberbia y el sacerdote me habló un rato sobre la humildad y me puso penitencia que rezase, muy despacio, el Magníficat, para que aprendiera a los pies de la Virgen lo que es la humildad, para que me sonrojase al ver que la Inmaculada, la Llena de Gracia, la Reina de los Ángeles y de los Santos era capaz de hacerse pequeña ante Dios mientras que yo buscaba ponerme por encima de los demás. Me resultó una penitencia verdaderamente medicinal y apropiada a mi enfermedad particular.
De nuevo, no estoy inventando nada. El Catecismo también da diversas sugerencias sobre esto: la penitencia “puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar” (CEC 1460). En una diócesis que conozco, para el pecado de aborto se acostumbra a imponer la penitencia de ayudar durante cierto tiempo en una residencia para niños enfermos o con problemas. Estoy seguro de que esa penitencia contribuye a que la persona que ha abortado sane y se convierta. Y, como decía antes, antiguamente en la Iglesia se imponían penitencias significativas, a veces muy duras, que ayudasen a la conversión verdadera del pecador.
Temo que el olvido de la importancia de la penitencia sea una de las causas que contribuyen a que, tantas veces, la confesión no conlleve una conversión o incluso a que la gente diga que prefiere “confesarse con Dios”. La penitencia nos saca de la rutina, dificulta que nos confesemos por cumplir y ayuda a conseguir una sanación tanto moral como psicológica.
Ánimo confesores, a echarle un poco de imaginación. Supone un pequeño esfuerzo, pero dará frutos de vida eterna. No podemos desperdiciar esta ayuda maravillosa que nos entrega la Tradición de la Iglesia. Si alguien se confiesa de gula, ¿qué tal un viernes de ayuno? Si se acusa de idolatrar el trabajo, ¿por qué no sacar a sus hijos al parque? Para el comodón, leer la Pasión. Para el apegado al dinero, desprenderse de algo querido y ganar un tesoro en el cielo. Si uno es colérico, copiar entero el Sermón de la Montaña. Si no ha ido a Misa un domingo, ir a misa de diario durante una semana… O cualquier otra cosa que les parezca oportuna, que para eso son confesores y tienen gracia de estado. Pero, por favor, basta ya de aspirinas para todos.

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