jueves, 1 de agosto de 2013

INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA 2 DE AGOSTO


San Francisco de Asís y sus primeros seguidores tuvieron como hogar la Porciúncula en Asís, Italia. En ese lugar San Francisco pidió a Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los Ángeles, el gran perdón o «indulgencia de la Porciúncula», que luego fue confirmada por el Papa Honorio III a partir del 2 de agosto de 1216. Allí murió Francisco.
Luego se construyó la Basílica Santa María de los Ángeles con la pequeña Porciúncula adentro.
Cada año una multitud de fieles acude allí para recibir el «Perdón de Asís» o la «Indulgencia de la Porciúncula». Para ello deberán visitar desde mediodía del 1 de agosto a medianoche del día siguiente (fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles) la iglesia de la Porciúncula en Asís o cualquier iglesia franciscana o iglesia catedral o parroquial. Pero a partir de un decreto de la Penitenciaría Apostólica del 15 de julio de 1988 se puede ganar la indulgencia en La Porciúncula durante todo el año, una sola vez al día. El Perdón de Asís se puede obtener para uno mismo o por los difuntos. Las condiciones son las prescritas para las indulgencias plenarias.
La Historia cuenta que Francisco estaba en oración y contemplación en la Porciúncula cuando de improviso la capilla se llenó de luz y vio sobre el altar a Cristo revestido de luz y a la derecha a su Madre, rodeados de una multitud de Ángeles. Con el rostro en tierra Francisco adoró a su Señor en silencio.
Ellos le preguntaron qué deseaba para la salvación de las almas y Francisco contestó: «Santísimo Padre, aunque yo soy un pobre pecador te ruego que a todos los que, arrepentidos de sus pecados y confesados, vengan a visitar esta iglesia, les concedas amplio y generoso perdón, con una completa remisión de todas las culpas». «Lo que pides, hermano Francisco, es grande –le dijo el Señor–, pero de mayores cosas eres digno, y mayores tendrás. Por lo tanto accedo a tu petición, pero con la condición de que pidas de mi parte a mi vicario en la tierra esta indulgencia».
Entonces Francisco fue de inmediato al Papa Honorio III, le relató la visión que había tenido, el pontífice le escuchó con atención y después de algunas objeciones, le dio su aprobación. Y le preguntó a Francisco: «¿Cuántos años de indulgencia quieres?». El «Pobrecillo» de Asís respondió: «Padre Santo, ¡no pido años, sino almas!». Y Cuando Francisco se iba el pontífice le preguntó: «¿No quieres ningún documento?». y Francisco le contestó: «¡Santo Padre, me basta su palabra!». «Si esta indulgencia es obra de Dios, Él verá cómo dar a conocer su obra; yo no necesito ningún documento; el papel debe ser la Santísima Virgen María, Cristo el notario y los Ángeles los testigos».
Al celebrarse la dedicación de la capilla Francisco dijo a la multitud: «Quiero mandaros a todos al paraíso anunciándoos la indulgencia que me ha sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la remisión de todos sus pecados».

PALABRAS DE JUAN PABLO II
Palabras con que comenzaba el mensaje de Juan Pablo II en 1999, dirigido al Ministro General de la Orden Franciscana, en la reapertura de la Basílica y de la capilla de la Porciúncula.
“San Francisco de Asís pidió a Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los Ángeles, el gran perdón o «indulgencia de la Porciúncula», confirmada por mi venerado predecesor el Papa Honorio III a partir del 2 de agosto de 1216. Desde entonces empezó la actividad misionera que llevó a Francisco y a sus frailes a algunos países musulmanes y a varias naciones de Europa. Allí, por último, el Santo acogió cantando a «nuestra hermana la muerte corporal»(Cántico de las criaturas).
De la experiencia del Poverello de Asís, la iglesita de la Porciúncula conserva y difunde un mensaje y una gracia peculiares, que perduran todavía hoy y constituyen un fuerte llamamiento espiritual para cuantos se sienten atraídos por su ejemplo. A este propósito, es significativo el testimonio de Simone Weil, hija de Israel fascinada por Cristo: «Mientras estaba sola en la capillita románica de Santa María de los Ángeles, incomparable milagro de pureza, donde san Francisco rezó tan a menudo, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a arrodillarme»  (Autobiografía espiritual).
La Porciúncula es uno de los lugares más venerados del franciscanismo, no sólo muy entrañable para la Orden de los Frailes Menores, sino también para todos los cristianos que allí, cautivados por la intensidad de las memorias históricas, reciben luz y estímulo para una renovación de vida, con vistas a una fe más enraizada y a un amor más auténtico. Por tanto, me complace subrayar el mensaje específico que proviene de la Porciúncula y de la indulgencia vinculada a ella”

LA INDULGENCIA
Sitiado Asís por las tropas de Perusa, el día 2 de Agosto se interrumpió el ataque, para que los peregrinos pudieran entrar en la villa para obtener la indulgencia.Cuenta Doña Emilia de Pardo Bazán en su “Vida de San Francisco” que:
Gregorio XV, hizo extensivo el jubileo de la Porciúncula a todas las iglesias franciscanas del mundo.
Según Fray Pánfilo de Magliano, la indulgencia fue concedida el año 1216, y en 1217 la proclamación solemne de la Porciúncula por siete obispos. La víspera del solemne día llamaba a los fieles la Campana de la Predicación; se cubría el campo de toldos y enramadas y acampaban al raso los peregrinos. Al lucir el nuevo sol se verificaba la ceremonia de la absolución, descrita por el Dante, en el canto IX del Purgatorio.
La «indulgencia de la Porciúncula» pudo al principio ganarse sólo en la capilla de la Porciúncula entre la tarde del 1 de agosto y el ocaso del 2 de agosto. El 5 de agosto de 1480 (o 1481), el papa Sixto IV la extendió a todas las iglesias de la primera orden y la segunda de los franciscanos. El 4 de julio de 1622, este privilegio se extendió por Gregorio XV a todos los creyentes que, después de la confesión y la recepción de la Sagrada Comunión, visitaran tales iglesias en el día señalado. El 12 de octubre de 1622, Gregorio XV garantizó el mismo privilegio a todas las iglesias de los capuchinos. El papa Urbano VIII la concedió a todas las iglesias de la Tercera orden regular el 13 de enero de 1643, y Clemente X a todas las iglesias de los conventuales el 3 de octubre de 1670. Otros papas posteriores la extendieron a todas las iglesias relacionadas de cualquier manera con la orden franciscana, incluso a iglesias en las que la tercera orden celebrase reuniones.
La indulgencia de la Porciúncula resultó confirmada por la constitución apostólica «Indulgentiarum Doctrina» (1967) del Concilio Vaticano II.
Condiciones:
1) visitar una de las iglesias mencionadas, rezando la oración del Señor y el Símbolo de la fe (Padrenuestro y Credo);< br />
2) confesarse, comulgar y rezar por las intenciones del Papa, por ejemplo, un Padrenuestro con Avemaría y Gloria; estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después, pero conviene que la comunión y la oración por el Papa se realicen en el día en que se gana la Indulgencia.

¿QUÉ OCURRIÓ EN LA PORCIÚNCULA?
Una noche, en el monte cercano a la Porciúncula, ardía Francisco de Asís en ansias de la salud de las almas, rogando con eficacia por los pecadores. Apareciósele un celeste mensajero, y le ordenó bajar del monte a su iglesia predilecta, Santa María de los Ángeles. Al llegar a ella, entre claridades vivísimas y resplandecientes, vio a Jesucristo, a su Madre y a multitud de beatos espíritus que les asistían. Confuso y atónito, oyó la voz de Jesús, que le decía:
– Pues tantos son tus afanes por la salvación de las almas, pide, Francisco, pide.
Francisco pidió una indulgencia latísima y plenaria, que se ganase con sólo entrar confesado y contrito en aquella milagrosa capilla de los Ángeles.
– Mucho pides, Francisco -respondió la voz divina-; pero accedo contento. Acude a mi Vicario, que confirme mi gracia.
A la puerta esperaban los compañeros de Francisco, sin pasar adelante por temer a los extraños resplandores y las voces nunca oídas. Al salir Francisco le rodearon, y les refirió la visión; al rayar el alba, tomó el camino de Perusa, llevando consigo al cortés y afable Maseo de Marignano. A la sazón estaba en Perusa Honorio III, el propagador del Cristianismo por las regiones septentrionales, que debía unir su nombre a la aprobación de la regla de la insigne Orden dominicana.
– Padre Santo -dijo el de Asís al antes Cardenal Cencio-, en honor de María Virgen he reparado hace poco una iglesia; hoy vengo a solicitar para ella indulgencia, sin gravamen de limosnas.
– No es costumbre obrar así -contestó sorprendido Honorio-; pero dime cuántos años e indulgencias pides.
– Padre Santo -replicó Francisco-, lo que pido no son años, sino almas; almas que se laven y regeneren en las ondas de la indulgencia, como en otro Jordán.
– No puede conceder esto la Iglesia romana -objetó el Papa.
– Señor -replicó Francisco-, no soy yo, sino Jesucristo, quien os lo ruega.
En esta frase hubo tal calor, que ablandó el ánimo de Honorio, moviéndole a decir tres veces:
– Me place, me place, me place otorgar lo que deseas.
Intervinieron los Cardenales allí presentes, exclamando:
– Considerad, señor, que al conceder tal indulgencia, anuláis las de Ultramar y menoscabáis la de los apóstoles Pedro y Pablo. ¿Quién querrá tomar la cruz para conseguir en Palestina, a costa de trabajos y peligros, lo que pueda en Asís obtener descansadamente?
– Concedida está la indulgencia -contestó el Papa-, y no he de volverme atrás; pero regularé su goce.
Y llamó a Francisco:
– Otorgo, pues -le dijo-, que cuantos entren contritos y confesados en Santa María de los Ángeles sean absueltos de culpa y pena; esto todos los años perpetuamente, mas sólo en el espacio de un día natural, desde las primeras vísperas, inclusa la noche, hasta el toque de vísperas de la jornada siguiente.
Oídas las últimas palabras de Honorio, bajó Francisco la cabeza en señal de aprobación, y sin despegar los labios salió de la cámara.
– ¿Adónde vas, hombre sencillo? -gritó el Papa-. ¿Qué garantía o documento te llevas de la indulgencia?
– Bástame -respondió el penitente- lo que oí; si la obra es divina, Dios se manifestará en ella. No he menester más instrumento; sirva de escritura la Virgen, sea Cristo el notario y testigos los ángeles.
Con esto se volvió de Perusa a Asís. Llegando al ameno valle que llaman del Collado, en Collestrada, sintió impulsos de afecto, y se desvió de sus compañeros para desahogar su corazón en ríos de lágrimas; al volver de aquel estado de plenitud, de gozo y de reconocimiento, llamó a Maseo a voces:
– ¡Maseo, hermano! -exclamó-. De parte de Dios te digo que la indulgencia que obtuve del Pontífice está confirmada en los cielos.
No obstante, corría el tiempo sin que Honorio, ocupado en atender a las Cruzadas, a la lucha con los maniqueos y a la pacificación de Italia, formalizase los despachos autorizando la proclamación de la otorgada indulgencia; el retraso atribulaba a Francisco. En mitad de una fría noche de enero se encontraba abismado en rezos y contemplaciones. Impensadamente le asaltó una sugestión violentísima; pensó que obraba mal, que faltaba a su deber trasnochando, macerándose y extenuándose a fuerza de vigilias, siendo un hombre cuya vida era tan esencial para el sostenimiento y prosperidad de su Orden.
Discurrió que tanta penitencia pararía en enflaquecer y enajenar su razón, tocando en las lindes del suicidio, y le entró congoja. Para desechar esta tentación, nacida quizás del propio cansancio y debilidad de su cuerpo, se levantó, se desnudó el hábito, corrió desde su celda al obscuro monte, y no pareciéndole mortificación bastante el frío cruel, se arrojó sobre una zarza, revolcándose en ella. Manaba sangre de su desgarrada piel, y se cubría el zarzal de blancas y purpúreas rosas, fragantes, turgentes, frescas, como las de mayo. Exhalaba suave aroma la mata recién florida, y las hojas verdes, salpicadas con la sangre del Santo, se tachonaban de pintas bermejas o gotas de carmín.
Una zona de blanca y fulgurosa luz radió disipando las tinieblas, y Francisco se encontró rodeado de innumerables ángeles:

Francisco se levantó transportado y caminó entre un ambiente luminoso. En torno suyo revoloteaban como mariposas de fuego los serafines, y esplendían, cual luciérnagas magníficas, las aladas cabezas de los querubines; el monte se abrasaba todo sin consumirse en aquel sobrenatural foco de luz; resonaban acordes de deliciosa melodía; el suelo estaba cubierto de ricas alfombras y tapices de flores, sedas y oro; sobre su propio cuerpo veía Francisco una veste cándida, transparente como el cristal, relumbradora como los astros. Cogió Francisco de la zarza florida doce rosas blancas y doce rojas, entrando en la capilla.
– Ven a la iglesia; te aguardan Cristo y su Madre -cantaban a coro sus inefables voces.
También deslumbraba el humilde recinto. Le bañaban ríos de claridad semejantes a oro líquido; envueltos en aureolas más inflamadas aún y en brillantes nubes de gloria, estaban Cristo y su Madre, con innumerables milicias celestiales, constelaciones de espíritus. Francisco cayó de rodillas, y fijo el pensamiento en sus constantes ansias, impetró la realización de la suspirada indu
lgencia, como si la vista de las hermosuras del cielo le impulsase a desear con más ardor que se abriesen sus puertas para el hombre.
María se inclinó hacia su hijo, y éste habló así:
– Por mi madre te otorgo lo que solicitas; y sea el día aquel en que mi apóstol Pedro, encarcelado por Herodes, vio milagrosamente caer sus cadenas [1 de agosto].
– ¿Cómo, Señor -preguntó Francisco-, haré notoria a los hombres tu voluntad?
– Ve a Roma -repuso- como la primera vez; notifica mi mandamiento a mi Vicario; llévale por vía de testimonio rosas de las que has visto brotar en la zarza; yo moveré su corazón y tu anhelo será cumplido.
Francisco se levantó; entonaron los coros de ángeles el Te Deum, y con último acorde de vaga y deleitosa armonía se extinguió la música, desvaneciéndose la aparición.
Fue Francisco a Roma con Bernardo de Quintaval, Ángel de Rieti, Pedro Catáneo y fray León, la ovejuela de Dios. Se presentó al Papa llevando en sus manos tres rosas encarnadas y tres blancas de las del prodigio, número designado en honra de la Trinidad. Intimó a Honorio de parte de Cristo que la indulgencia había de ser en la fiesta de San Pedro ad Víncula. Le ofreció las rosas, frescas, lozanas y fragantes, que se burlaban del erizado invierno. Se reunió el Consistorio, y ante las flores que representaban en enero la material resurrección de la primavera, fue confirmada la indulgencia, resurrección del espíritu regenerado por la gracia.
Escribió el Papa a los obispos circunvecinos de la Porciúncula, citándoles para que se reunieran en Asís el primer día de Agosto, a fin de promulgar la indulgencia solemnemente. «En el día convenido -escribe uno de los cronistas del suceso-, concurrieron allí puntuales; con ellos gran multitud de las regiones comarcanas acudió también a la solemnidad. Apareció Francisco en un palco prevenido al efecto, con los siete obispos a su lado, y después de ferviente plática sobre la indulgencia obtenida, terminó diciendo que en el mismo día y todos los años perpetuamente, quien confesado y contrito entrase en aquella iglesia, lograría plena remisión de sus pecados. Oyendo los obispos a Francisco anunciar indulgencia semejante, se indignaron, exclamando que si bien tenían orden de hacer la voluntad de Francisco, no lograban creer que fuese la intención del Papa promulgar el indulto perpetuamente; en consecuencia se adelantó el obispo de Asís resuelto a proclamarlo por diez años solos; pero en vez de esto repitió involuntariamente las palabras mismas que Francisco había pronunciado; unos después de otros, pensando cada cual corregir al anterior, reprodujeron los obispos el primer anuncio. De esto fueron testigos muchos, tanto de Perusa cuanto de las inmediatas villas».
Así quedó solemnemente publicada y promulgada la gran indulgencia de la Porciúncula, rival por el concurso y la importancia de los más célebres jubileos de la Edad Media. A su misma extraordinaria amplitud se atribuye que ninguno de los primeros biógrafos del Santo de Asís haga mención explícita de ella, ni de las circunstancias que la precedieron. Cuando se cifraba en las Cruzadas la esperanza de la Europa y del cristianismo, sería imprudente e impolítico del todo, según observaban los Cardenales, esparcir el rumor de que los peregrinos de Asís lograban iguales gracias que los palmeros de Jerusalén. Hasta disposiciones de los Concilios vedaban cuanto pudiese en algún modo impedir o dilatar las Cruzadas. Por muchos años, pues, fue sólo conocida oralmente la indulgencia de la Porciúncula, y hasta medio siglo después del tránsito de Francisco no hallamos el primer documento auténtico de Benito de Arezzo
SIGNOS DE LOS TIEMPOS.

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