Fue en ocasión que San Antonio se hallaba en Rímini, donde había una gran muchedumbre de herejes [cátaros]. Durante muchos días había tratado de conducirlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la verdad, predicándoles y disputando con ellos sobre la fe de Jesucristo y de la Sagrada Escritura. Pero ellos no sólo no aceptaron sus santos razonamientos, sino que, endurecidos y obstinados, no quisieron ni siquiera escucharle; por lo que un día San Antonio, por divina inspiración, se dirigió a la desembocadura del río junto al mar y, colocándose en la orilla entre el mar y el río, comenzó a decir a los peces como predicándoles:
—Oíd la palabra de Dios, peces del mar y del río, ya que esos infieles herejes rehúsan escucharla.
No bien hubo dicho esto, acudió inmediatamente hacia él, en la orilla, tanta muchedumbre de peces grandes, pequeños y medianos como jamás se habían visto, en tan gran número, en todo aquel mar ni en el río. Y todos, con la cabeza fuera del agua, estaban atentos mirando al rostro de San Antonio con gran calma, mansedumbre y orden: en primer término, cerca de la orilla, los más diminutos; detrás, los de tamaño medio, y más adentro, donde la profundidad era mayor, los peces mayores. Cuando todos los peces se hubieron colocado en ese orden y en esa disposición, comenzó San Antonio a predicar solemnemente, diciéndoles:
—Peces hermanos míos: estáis muy obligados a dar gracias, según vuestra posibilidad, a vuestro Creador, que os ha dado tan noble elemento para vuestra habitación, porque tenéis a vuestro placer el agua dulce y el agua salada; os ha dado muchos refugios para esquivar las tempestades. Os ha dado, además, el elemento claro y transparente, y alimento con que sustentaros. Y Dios, vuestro creador cortés y benigno, cuando os creó, os puso el mandato de crecer y multiplicaros y os dio su bendición. Después, al sobrevenir el diluvio universal, todos los demás animales murieron; sólo a vosotros os conservó sin daño. Por añadidura, os ha dado las aletas para poder ir a donde os agrada. A vosotros fue encomendado, por disposición de Dios, poner a salvo al profeta Jonás, echándolo a tierra después de tres días sano y salvo. Vosotros ofrecisteis el censo a nuestro Señor Jesucristo cuando, pobre como era, no venía con qué pagar. Después servisteis de alimento al rey eterno Jesucristo, por misterio singular, antes y después de la resurrección. Por todo ello estáis muy obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho objeto de tantos beneficios, más que a las demás creaturas.
A estas y semejantes palabras y enseñanzas de San Antonio, comenzaron los peces a abrir la boca e inclinar la cabeza, alabando a Dios con esos y otros gestos de reverencia. Entonces, San Antonio, a la vista de tanta reverencia de los peces hacia Dios, su creador, lleno de alegría de espíritu, dijo en alta voz:
—Bendito sea el eterno Dios, porque los peces de las aguas le honran más que los hombres herejes, y los animales irracionales escuchan su palabra mejor que los hombres infieles.
Y cuanto más predicaba San Antonio, más crecía la muchedumbre de peces, sin que ninguno se marchara del lugar que había ocupado.
Ante semejante milagro comenzó a acudir el pueblo de la ciudad, y vinieron también los dichos herejes; viendo éstos un milagro tan maravilloso y manifiesto, cayeron de rodillas a los pies de San Antonio con el corazón compungido, dispuestos a escuchar la predicación. Entonces, San Antonio comenzó a predicar sobre la fe católica; y lo hizo con tanta nobleza, que convirtió a todos aquellos herejes y los hizo volver a la verdadera fe de Jesucristo; y todos los fieles quedaron confortados y fortalecidos en la fe. Hecho esto, San Antonio licenció a los peces con la bendición de Dios y todos partieron con admirables demostraciones de alegría; lo mismo hizo el pueblo.
Después, San Antonio se detuvo en Rímini muchos días, predicando y haciendo fruto espiritual en las almas.
En alabanza de Cristo. Amén.
Florecillas de San Francisco de Asís, capítulo XL.
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