Muchas veces no encontramos a Dios en nuestra vida cotidiana, sencillamente porque esperamos al Dios que no existe, y aquel al que nos encontramos nos parece de poca categoría para llamarle así. Esperamos encontrarnos a un Dios que no es el de Jesús, el verdadero Dios. Es algo parecido a lo que les sucedió a muchos, ilustres y piadosos de Israel cuando apareció Jesús: no le reconocieron por que no daba la talla de Mesías, el Mesías no podía ser él, el hijo del carpintero de Nazaret (Lc 4, 22).
Seguimos esperando a un Dios aparatoso, triunfal, espectacular, apabullante e innegable... O seguimos esperando a un Dios que nos resuelva los problemas, que nos libre de los malos tragos, que se anticipe a nuestros sufrimientos para evitarlos...
Seguimos esperando a un Dios que conceda privilegios a quienes creen en Él... Y ese no es el Dios que se manifestó en Jesús, que nos dijo en Jesús quién y cómo era; esa no es la lógica del Dios que entra en la historia por ese portillo que es Belén y muere fuera de la ciudad; ese no es el Dios que «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos» (Flp 2,7).
Dios, cuando lo es de verdad, es, humilde. Cuando se encarna se hace, por ello, limitado; cuando resucita es, por ello mismo, irreconocible con ojos terrenos. Y su presencia, cuando es verdadera, es también humilde. No esperemos ni revelaciones ni manifestaciones portentosas; no esperemos vemos liberados mágicamente de las angustias y los sufrimientos de la vida; no creamos que encontrar a Dios en lo cotidiano es como vivir flotando en una especie de nube. Nada de eso. ¿Qué nos cabe, pues, esperar? Cosas muy sencillas, pero muy divinas: semillas de vida en campos de muerte, vivir humanamente el dolor, palabras de esperanza donde uno no esperaría escucharlas nunca, dignidad increíble en los despreciados del mundo, capacidad de gratuidad más de la nunca pensada, fuerza para decir no y luchar contra lo que nos dan por evidente, paciencia ante la manifestación humillante, lucidez bañada en misericordia, gusto por lo/s pequeño/s, atrevimiento para mirar a los ojos... ¿Es poco? No esperéis encontrar más. En cualquier caso, regalos impagables para nuestra vida, mucho más de lo que tienen millones de seres humanos, lo suficiente para salvamos.
VAMOS ABSORTOS EN NOSOTROS MISMOS
Otras veces no encontramos a Dios porque vamos tan embebidos y tan absortos en nosotros mismos que no le podemos encontrar ni a Él ni a nadie. Y quisiera que este ir absortos en nosotros mismos no se interpretara sólo, ni principalmente, en clave moral, como egoísmo. Sin excluirla, es, sobre todo, en otros dos sentidos como lo quiero plantear.
En primer lugar, quiero referirme a la manera como vivimos o cómo nos afectan los problemas de toda índole que la vida nos presenta y de los cuales necesariamente nos hemos de hacer cargo. Hay ocasiones en que los vivimos de modo que ocupan totalmente nuestro campo de visión, nuestro horizonte vital y ya no tenemos ojos ni capacidad de ver otra cosa.
Es importante saber poner distancia entre nosotros y nuestros problemas. Alguna distancia, aunque sea pequeña, es la que me permite ver; si pongo directamente los ojos sobre algo, difícilmente lo percibiré. La distancia entre mi y mis problemas es la que me da la libertad de actuación ante ellos y, sobre todo, el espacio que dejo, para que a(A)lguien pueda intervenir. El combate cuerpo a cuerpo entre nosotros y nuestros problemas tiene mal pronóstico; las más de las veces, sólo en la medida en que dejo intervenir a un tercero puedo vencer.
Buscar a Dios es presentarle ese espacio, esa tierra de nadie, que soy capaz de dejar entre yo y mis problemas y pedirle que El la ocupe. Dios no me va a sustituir a mí: voy a ser yo quien tenga que afrontar el asunto. Tampoco Dios va a convertir el problema en aire: va a seguir existiendo en toda su crudeza y con todas sus demandas. Pero dejar tiempo a la escucha de su palabra me abre a ángulos nuevos, cuestiona certezas adquiridas, pone en crisis conductas habituales, genera en mí actitudes distintas, hace aflorar posibilidades sumergidas. Y eso es encontrar a Dios en los problemas: ni dejar de tenerlos, ni convertirme en «Superman», sino percibir en medio de ellos, y a veces de modo muy insospechado, respuestas que sé que no son sólo mías.
Y ese ir absortos en nosotros mismos, que nos dificulta encontrar a Dios en la vida, tiene mucho que ver también con la carencia de interlocutores con nosotros mismos, de personas a las que, compartiendo nuestra experiencia vital, damos auténtica cancha para que nos digan en profundidad, Tendemos mucho a un cierto autismo de «yo me lo guiso, yo me lo como», en parte por el individualismo ambiental, en parte por la falta de personas y espacios de auténtica comunicación gratuita, en parte por la notoria banalización y superficialidad de las relaciones efectivas, incluso de las más íntimas. Al faltarnos una palabra distinta desde fuera, nos ahogamos en el ambiente, cada vez más cerrado, de nuestras propias palabras y discursos. Y si perdemos capacidad de escuchar palabras nos incapacitamos para .escuchar la Palabra, y si no dejamos la puerta de nuestra vida abierta a otros, le estamos también negando la entrada al Otro que es Dios.
Hay preguntas que todos nos debiéramos hacer: ¿con quién comparto lo más hondo de mi vida, de mis preocupaciones?, ¿con quién o ante quién expreso mis convicciones y mis vivencias íntimas?, ¿quién me acompaña en mis búsquedas humanas y creyentes? No es posible caminar en solitario como cristianos; el caminar cristiano requiere siempre compañía. De otra persona, de un grupo, de una comunidad... Muchas veces no encontramos a Dios porque buscamos en solitario. Y cuando uno se empecina en buscar en solitario sucede que muchas veces se empecina también en ir por donde no debe. Pedro necesitó que Juan le dijese «Es el Señor» (Jn 21,7) para descubrir allí donde sólo veía.
Documento orientado a adolescentes.
El contenido es de Teología, pensada como descubrimiento de la existencia de Dios en el mundo
y su incidencia en las personas.
(fuente: www.donbosco.es )
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