SIGNIFICADO DE LA PURIFICACIÓN Y PRESENTACIÓN
Cuando el Señor dio la ley a su pueblo, ordenó que las
mujeres, por algún tiempo después del parto, se abstuviesen de entrar en
el templo, y de tocar cosa alguna de las que fuesen consagradas al
culto. Este tiempo se limitó a cuarenta días siendo hijo lo que
pariesen, y a ochenta siendo hija, con la obligación de que, pasado este
respectivo término, la madre se presentase en el templo y ofreciese al
Señor en holocausto un tierno corderillo en acción de gracias por su
feliz alumbramiento, y un pichón ó una tórtola para expiación del
pecado, es decir, de la impureza legal; pero que, si la recién parida
fuese pobre, en lugar del corderillo ofreciese otra tórtola ú otro
pichón, con los cuales, ofrecidos al Señor por el sacerdote, quedase
purificada.
La parte más importante del rito consistía en la oblación de dos
sacrificios. Uno que se denominaba “sacrificio por el pecado”, cuya
materia siempre era una tórtola o un pichón, y otro “sacrificio de
holocausto”, cuya víctima exigida era, para los ricos, un cordero de un
año, y para los pobres un pichón o una tórtola.
La purificación de las madres tenía lugar por la mañana. Entraría
María por el atrio llamado de las mujeres, se colocaría en la grada más
alta y allí sería rociada con el agua lustral por el sacerdote de turno,
que a la vez recitaría sobre ella unas preces.
Además de la ley que hablaba de la purificación de la madre,
había otra que particularmente se entendía del hijo primogénito. Si el
primer fruto del vientre de la madre fuere hijo, dice la Escritura, le
separaréis para el Señor y se le consagraréis. (Exod., 13). Por esta
ley, todos los primogénitos de los hijos de Israel debían ser dedicados
al ministerio de los altares; pero porque Dios había escogido
para este empleo á los hijos de la tribu de Leví, ordenó que los
primogénitos de las otras tribus, no debiendo servir en el templo,
fuesen presentados al Señor como primicias que se le debían, y que
después fuesen rescatados a precio de dinero.
Hay que advertir que no era necesario llevar a Jerusalén al infante.
Bastaba con que el padre pagase el impuesto al sacerdote de turno, no
antes de los treinta y un días después del nacimiento, para cumplir
religiosamente con lo estatuido en la ley.
Lo dice San Lucas (2,24), y, además, históricamente imaginamos que
San José compraría un par de palomas o tórtolas al administrador del
templo o a alguno de aquellos mercaderes aprovechados cuyas jaulas
serían volteadas un día por Cristo. Los pobres siempre están lo que se
dice de enhorabuena en la vida de Cristo. El sacerdote cortará el cuello
del ave y sin separarlo del cuerpo derramará la sangre al pie del
altar. La paloma que sirvió para el holocausto será quemada sobre las
ascuas del altar de bronce.
SIMEÓN Y ANA
El relato de este hermoso hecho lo podemos leer en San Lucas,
Capítulo 2, vs. 22-39. La Ley de Moisés mandaba que a los 40 días de
nacido un niño fuera presentado en el templo. Hoy dos de febrero se cumplen los 40 días, contando desde el 25 de diciembre, fecha en la que celebramos el nacimiento de Jesús.
En la puerta del templo estaba un sacerdote, el cual recibía a los
padres y al niño y hacía la oración de presentación del pequeño infante
al Señor.
En aquel momento hizo su aparición un personaje muy especial. Su nombre era Simeón. Era un hombre inspirado en el Espíritu Santo.
Es interesante constatar que en tres renglones, San Lucas nombra tres
veces al Espíritu Santo al hablar de Simeón. Se nota que el Divino
Espíritu guiaba a este hombre de Dios.
El Espíritu Santo había prometido a Simeón que no se moriría sin ver al Salvador del mundo,
y ahora al llegar esta pareja de jóvenes esposos con su hijito al
templo, el Espíritu Santo le hizo saber al profeta que aquel pequeño
niño era el Salvador y Redentor.
Simeón emocionado pidió a la Sma. Virgen que le dejara tomar por unos
momentos al Niño Jesús en sus brazos y levantándolo hacia el cielo
proclamó en voz alta dos noticias: una buena y otra triste.
La noticia buena fue la siguiente: que este Niño será iluminador de todas las naciones y que muchísimos se irán en favor de él,
como en una batalla los soldados fieles en favor de su bandera. Y esto
se ha cumplido muy bien. Jesús ha sido el iluminador de todas las
naciones del mundo. Una sola frase de Jesús trae más sabiduría que todas
las enseñanza de los filósofos. Una sola enseñanza de Jesús ayuda más
para ser santo que todos los consejos de los psicólogos.
La noticia triste fue: que muchos rechazarán a Jesús (como en una batalla los enemigos atacan la bandera del adversario)
y que por causa de Jesús la Virgen Santísima tendría que sufrir de tal
manera como si una espada afilada le atravesara el corazón. Ya pronto
comenzarán esos sufrimientos con la huida a Egipto. Después vendrá el
sufrimiento de la pérdida del niño a los 12 años, y más tarde en el
Calvario la Virgen padecerá el atroz martirio de ver morir a su hijo,
asesinado ante sus propios ojos, sin poder ayudarlo ni lograr calmar sus
crueles dolores.
Mientras aquel hombre inspirado habla así de la dignidad del Salvador
y del misterio de nuestra redención, una santa viuda, de edad de
ochenta y cuatro años, llamada Ana, hija de Fanuel, célebre por
el don de profecía y por la santa vida que constantemente observaba
después de la muerte de su marido, con quien había vivido siete años,
entró en el templo, que frecuentaba mucho, y arrebatada del mismo
espíritu y de los mismos ímpetus de gozo que Simeón, comenzó a alabar a
Dios y contar lo que sabía de aquel divino Niño cuantos esperaban la
redención y la salud de Israel.
EL ORIGEN DE LA FIESTA
La fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen es una de las más antiguas que celebra la Iglesia.
El año de 642, en tiempo del emperador Justiniano, se celebraba el día 2
de Febrero, en que se cumplen puntualmente los cuarenta desde el
nacimiento del Niño Dios.
Llamaron los griegos á esta fiesta Hypapante, que quiere decir
Encuentro, por el que tuvieron el viejo San Simeón y Santa Ana
profetisa, hallándose en el templo al mismo tiempo que concurrieron en
él el Hijo de Dios y su Santísima Madre.
San Gelasio I (492-496), Papa que gobernaba la Iglesia treinta años
antes que Justiniano I (527-565) fuese emperador, había ya instituido en
Roma esta fiesta, cuando, para desterrar la de las Lupercales ó
purificaciones profanas, que celebraban los gentiles en el día 13 ó 14
de este mes, instituyó la de la Purificación de la Virgen con la ceremonia de las Candelas,
a fin de borrar con la santidad de nuestros misterios las profanaciones
y las infamias que cometían los paganos en este tiempo llevando
antorchas encendidas, y haciendo muchas impías ceremonias alrededor de
sus templos, á las cuales daban el nombre de Lustraciones.
Creen algunos que el papa San Gelasio I sólo dio mayor solemnidad á
esta fiesta, pretendiendo que, por lo demás, ya se celebraba en la
Iglesia en el tercer siglo.
Lo cierto es que Surio, en la vida del famoso San Teodosio, fundador
de tantos monasterios, que vivía en el año de 430, habla de una fiesta
muy célebre de la Virgen, que se solemnizaba entonces con gran devoción:
había una fiesta en honra de la Virgen Madre de Dios, y, como era muy
solemne, era grande la concurrencia de los fieles a celebrarla. Tanta
verdad es que la devoción á la Santísima Virgen fue desde los primeros
siglos de la Iglesia la devoción favorecida de los fieles, así como lo
es el día de hoy de todos los predestinados.
Unas iglesias le dieron a esta fiesta un marcado carácter
cristológico y otras liturgias resaltaron más el carácter mariano. Hasta
el Concilio Vaticano II se celebraba como fiesta principalmente
mariana, pero desde entonces ha pasado a ser en primer lugar
Cristológica, ya que el principal misterio que se conmemora es la
Presentación de Jesús en el Templo y su manifestación o encuentro con
Simeón.
FIESTA DE LAS LUCES O CANDELARIAS
A mediados del siglo V esta fiesta se conocía como “La
Candelaria” o “Fiesta de las Luces”. La Virgen Maria purificada ha dado
luz a la Luz del Mundo, Jesucristo y en esta fiesta El se manifiesta a
Simeón y Ana.
Se llevan candelas (velas hechas de parafina pura) a bendecir, las cuales simbolizan a Jesús como luz de todos los hombres.
Su nombre proviene del verbo latino candere, que significa brillar
por su blancura, estar blanco o brillante por el calor (compárese con
“incandescencia”), arder, abrasar, se forma en español la palabra
candela; y del griego pyr, que significa fuego (compárese con “pira”),
procede la palabra latina purus /pura, que contiene también la idea de
seleccionar, de elegir. Ambos nombres, pues, encierran la sugestiva idea
de fuego.
No se sabe con certeza cuando empezó a celebrarse la Procesión en
este día. Parece ser que en el siglo X ya se celebraba con solemnidad
esta Procesión y ya empezó a llamarse a la fiesta como Purificación de
la Virgen María. Durante mucho tiempo se dio gran importancia a los
cirios encendidos y después de usados en la procesión eran llevados a
las casas y allí se encendían en algunas necesidades.
El Papa, el clero y el pueblo, con los pies descalzos,
salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas
encendidas, se dirigían desde la iglesia de San Adrián hasta la
estacional de Santa María la Mayor, en donde se celebraba la misa
solemne.
Tras la aparición de la virgen en Canarias, y a su identificación
iconográfica con este acontecimiento bíblico, la fiesta empezó a
celebrare con un carácter mariano en el año 1497, cuando el conquistador
de Tenerife, Alonso Fernández de Lugo celebró la primera Fiesta de Las
Candelas (ya como Virgen María de La Candelaria), coincidiendo con la
Fiesta de la Purificación
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