Desde siempre en la predicación y en los comentarios a la Sagrada Escritura, la lepra ha sido considerada como la expresión física de la fealdad y el horror que es el estado de pecado. Sin embargo, mientras la lepra del cuerpo es tan repugnante y tan temida, la del alma pasa casi inadvertida. Según la Ley de Moisés, la lepra era una impureza contagiosa, por lo que el leproso era aislado del resto de la gente hasta que pudiera curarse. Se creía también que la lepra era causada por el pecado. Por eso, los leprosos eran considerados impuros de cuerpo y de alma. Todos los demás daban la espalda a los leprosos. Menos Jesús.
Son varias las curaciones de leprosos que realiza el Señor. Una de ellas es la del leproso que vemos en el Evangelio, quien se acerca a Jesús y, de rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme” Y, Jesús, “extendiendo la mano, lo tocó le dijo: “¡Sí, quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. ¡Qué grande fe la de este pobre leproso! Y ¡qué audacia! No tuvo temor de acercarse al Maestro. No tuvo temor de que le diera la espalda.
La fe cierta no razona, no se detiene. Quien tiene fe sabe que Dios puede hacer todo lo que quiere. Para Dios hacer algo, sólo necesita desearlo. Por eso el pobre leproso se le acerca al Señor con tanta convicción. Por eso el Señor le responde con la misma convicción: “¡Sí quiero: Sana!” Nos dice el Evangelista que Jesús “se compadeció”, “tuvo lástima” del leproso.
Tiene el Señor lástima de la lepra que carcome el cuerpo. Por eso la cura. Pero más lástima y más compasión tiene aún Jesús de la lepra del pecado que carcome el alma. Por eso toma sobre sí nuestros pecados para salvarnos, apareciendo El también “despreciado y evitado por los hombres, como un leproso” (Is. 53, 3-40). Es la descripción que hace el profeta Isaías cuando anuncia la Pasión del Mesías.
Un momento importante en la conversión de San Francisco fue cuando se encontró con un leproso, después que en la oración había recibido un mensaje: “A través de lo amargo encontrarás lo dulce”. Y Francisco sin dudar da el paso de vencer la natural repugnancia hacia el leproso… y al tratarlo con misericordia libera su propio corazón. Ojalá que nosotros también sepamos ir al encuentro del otro… aunque para nosotros sea como un “leproso” por alguna cosa negativa que tenga, lo cual nos parezca repugnante. Bienaventurados los misericordiosos, porque serán tratados por Dios con misericordia.
Recordemos que con la misma vara que midamos a los demás, seremos medidos.
P.Fr. Fernando Rodiguez O.F.M.
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