Cuenta la doctora Elisabeth Lukas (alemana, discípula dilecta del médico y filósofo Víktor Frankl), que por mucho que indagó, exploró y buscó en todo el mundo, no encontró un solo tratado acerca del valor terapéutico y sanador de la palabra gracias. No se refiere Lukas, según lo aclara, a la formalidad o al automatismo conque empleamos el “gracias” de acuerdo con las buenas costumbres, sino a un agradecimiento activo y vivencial. Unas gracias en el que un Yo y un Tú hacen un contacto esencial y crean un momento trascendente en la trayectoria de ambos. Se trataría, en fin, de una verdadera acción de Gracias, en sentido literal. No un agradecimiento recitado, declamado, sino convertido en acto.
Si la doctora Lukas hubiese continuado con su indagación (no me consta que no lo haya hecho) se habría encontrado, quizás, conque tampoco existe mucha literatura ni demasiada indagación rigurosa acerca de una formulación similar de nociones como perdón y amor. En pleno conflicto con el campo, la Presidenta de la Nación, en uno de sus monólogos autistas, descalificadores hacia cualquier pensamiento diferente del suyo, dijo, al pasar, en un tono que en mis oídos sonó irónico, “pido perdón si alguien se ofendió” y, a continuación, volvió a herir a aquellos a quienes pedía disculpas. Lo hizo al referirse a la actividad de los mismos (la agropecuaria) con un notable desconocimiento del tema. En ese pedido no había un destinatario claro ni un reconocimiento de cuál era la ofensa (si pido perdón es porque sé cómo lastimé). Decía el gran filósofo existencialista israelí Martín Buber que el monólogo es un vínculo que una persona establece con un fin meramente utilitario. El diálogo, en cambio, señalaba Buber, es una relación en la que cada persona confirma el valor de la otra. Es decir, la registra, le da entidad. Es muy difícil pedir perdón cuando se está instalado en un monólogo. En realidad, no es difícil pedirlo, pero es casi imposible convertirlo en una “acción de Perdón”, como Lukas hablaba de las acciones de Gracias.
Decir “gracias”, pedir “perdón” y declarar “te amo” son, a poco que se observe, tres de las cosas más fáciles del mundo. Lo que resulta de veras difícil, lo que da valor y trascendencia a nuestros actos es convertir esas declaraciones en acciones. Pasar del sustantivo al verbo. Y, sobre todo, conjugar el verbo en el tiempo adecuado. La gratitud es tal cuando se convierte en acciones del agradecido, en hechos concretos, en gestos y actitudes que cruzan el puente del vínculo y, al hacerlo, consolidan ese puente. El amor es tal cuando se manifiesta en actos de amor que le lleguen al amado de un modo en el que éste los reciba como una palpable realización del sentimiento. Pero esos actos no quedan librados a la discreción del que ama. Es necesario que éste tome contacto real (visual, auditivo, emocional) con el amado, que lo reconozca y lo respete. Sólo así podrá saber qué necesita como amor el amado y se nutrirá el vínculo afectivo. Otro tanto ocurre con el perdón. Es fácil decir “perdón” y continuar lacerando, ya sea conciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente. El antídoto posible contra esto es, si de veras reconocemos la herida que hemos causado, convertir aquel enunciado en un acto de reparación. Pero, nuevamente, si he dañado a alguien no será reparador lo que yo considere como tal, sino lo que la herida necesite para sanar. Una vez más, esto requiere que el otro (el lastimado) sea tenido en cuenta, sea escuchado, y que su perspectiva sea respetada aunque no coincida con la mía. Si puedo hacer esto con sinceridad, aún me espera un riesgo. El de que, desde el lugar de aquel a quien herí, mi ofensa no tenga reparación posible. Y también con esto a veces hay que aprender a vivir y a continuar trabajando por un vínculo. Considerar las gracias, el amor y el perdón sólo en mis propios términos y darlos por expresados a partir de eso, me convierte en un monologuista, excluye al otro, empobrece o cancela los vínculos y, en definitiva, me deja aislado en un escenario de sordos y ciegos sustantivos. Agradecer. Amar. Reparar. Acaso se trate de los tres verbos más poderosos en la construcción, el mantenimiento y el enriquecimiento de las relaciones humanas en todos sus niveles, desde los más íntimos y privados hasta los más públicos y sociales. Verbos cuyo aprendizaje requiere responsabilidad, sensibilidad, humildad, empatía y compromiso. Verbos sin cuya conjugación el escenario humano se empobrece hasta la indigencia espiritual, emocional y afectiva. Verbos que cuando son remplazados por el mero sustantivo (gracias, amor, disculpas) lejos de crear confianza y acercamiento en los vínculos, nos alejan a los unos de los otros, nos convierten casi inadvertidamente en medios el uno del otro, nos hacen olvidar que una persona debiera ser siempre para la otra un fin en sí mismo. Estos conceptos se amplifican cuando la acción de uno o unos pocos lastima a muchos. Allí ya no hay espacio para el sustantivo. Es el tiempo del verbo. O sólo quedará el monólogo, el vínculo utilitario, la ruptura de la trama humana. Perdón, otra palabra que, en boca de un político en funciones, queda vacía de contenido.
por Sergio Sinay
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