PORTICO AL CIELO

sábado, 17 de noviembre de 2012

La Música Sacra en el año de la Fé.



No es desconocido el gran interés que Benedicto XVI ha mostrado siempre respecto a la música sacra, así como las severas críticas que desde sus tiempos de cardenal ha vertido respecto al pésimo estado en que ha quedado sumida a música litúrgica católica en las últimas décadas.
Quiero traer aquí el discurso que dirigió el pasado sábado 10 de noviembre a los asistentes al congreso de Scholae Cantorum, organizado por la asociación italiana Santa Cecilia. Me apoyaré para ello en la traducción española elaborada por H. Sergio Mora para Zenit, introduciendo a lo largo del texto diversos comentarios.
En esta alocución el Papa no sólo ha recordado una vez más los principios fundamentales que deben guiar a la música sacra, sino que ha introducido la cuestión en el más amplio ámbito del Año de la Fe:
Este congreso se ubica intencionalmente en ocasión del 50º aniversario del Concilio Vaticano II. Y con satisfacción he visto que la Asociación Santa Cecilia quiso así llamar vuestra atención a la enseñanza de la Constitución Conciliar sobre la liturgia, particularmente allí -en el sexto capítulo- que trata sobre la música sacra.
En este aniversario, como ustedes bien saben, he querido para toda la Iglesia un Año de la Fe especial, con el fin de promover entre todos los bautizados la profundización de la fe y el compromiso común de una nueva evangelización.
Por lo tanto, al encontrarles me gustaría destacar brevemente que la música sacra puede, sobre todo, promover la fe y también colaborar en la nueva evangelización.
Esta última idea es especialmente interesante por cuanto desmiente un prejuicio bastante extendido en estos últimos años que ha llevado a desconfiar de la belleza musical en la liturgia, mirándola de soslayo como a una especie de agente doble cuyo natural atractivo para la sensibilidad humana amenaza de continuo con desviar la atención de los fieles. Consecuencia de esto es que una grandísima parte de la música litúrgica nacida y utilizada en el culto católico durante siglos es ahora rechazada como música de concierto por no pocos católicos, víctimas de la muy deficiente pastoral que a este respecto ha prevalecido durante tantos años. Hay que decir que esta desviación, como tantas otras, tiene su origen en plumas teológicas muy ilustres.
En todo caso, y dejando aparte los excesos que naturalmente se han dado a lo largo de la historia y que era necesario corregir, tal planteamiento supone en su radicalidad una ruptura con la tradición de la Iglesia, y una triste aproximación a las fobias de calvinistas y puritanos ingleses durante el siglo XVI. 
No se puede ocultar sin embargo que la influencia de la música sobre el alma en oración ha sido objeto de reflexión desde antiguo. Benedicto XVI no olvida referirse a San Agustín, una de las voces decisivas en esta cuestión:
Sobre la fe, es natural pensar en el caso personal de san Agustín -uno de los grandes Padres de la Iglesia, que vivió entre el cuarto y el quinto siglo después de Cristo- a cuya conversión contribuyó significativamente y sin lugar a dudas, el haber escuchado el canto de los salmos, con himnos y liturgias presididas por san Ambrosio.
Si bien de hecho la fe nace del escuchar la Palabra de Dios –hay que escuchar por supuesto no sólo con los sentidos, sino hacer que de los sentidos pase a la mente y al corazón- no hay duda que la música y en particular el canto, pueden conferir a la recitación de los salmos y cánticos bíblicos mayor fuerza comunicativa.
Entre los carismas de san Ambrosio figuraba justamente una gran sensibilidad y capacidad musical, y él una vez ordenado obispo de Milán, puso este don al servicio de la fe y de la evangelización.
El testimonio de san Agustín, que en ese momento era profesor en Milán y buscaba a Dios, buscaba la fe, en este sentido es muy significativo. En el libro X de las Confesiones, su autobiografía, él escribe: “Cuando me vienen en mente las lágrimas que los cantos de la Iglesia me arrancaron a los inicios de mi fe reconquistada, y la conmoción que aún hoy me suscita no sólo el canto, sino también las palabras cantadas, si cantadas con una voz clara y con la debida modulación, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta práctica” (33, 50).
La experiencia de los himnos ambrosianos era tan fuerte que Agustín los llevó grabados en la memoria y los citó a menudo en sus obras. Más aún, escribió una obra sobre música, De Musica.
San Agustín era un hombre de gran sensibilidad musical, y las dudas sobre el efecto que la belleza de la música podía producir en su alma durante la oración litúrgica fueron de una intensidad terrible. Finalmente, sin haber alcanzado una completa certeza, se inclinó favorablemente:
Él afirma que no aprueba durante la liturgia cantada la búsqueda de un mero placer sensible, si bien reconoce que la música y el canto bien hechos pueden ayudar a acoger la Palabra de Dios y a probar una emoción saludable.
A partir de entonces, y conforme el nuevo mundo cristiano se va purificando del viejo paganismo, la relación con la belleza creada va siendo cada vez más confiada. Así, el paso que dolorosamente acertó a dar San Agustín abrió el camino a que la liturgia de la Iglesia asumiera definitivamente y en sus justos términos el arte de la música: 
Este testimonio de san Agustín nos ayuda a entender cómo la constitución Sacrosanctum Concilium, en línea con la tradición de la Iglesia, enseña que “el canto sacro unido a las palabras es parte necesaria e integrante de la liturgia solemne” (n º 112 ).
¿Por qué es “necesaria e integrante"? Ciertamente no por razones puramente estéticas, en un sentido superficial, sino porque coopera justamente debido a su belleza, para nutrir y expresar la fe y por lo tanto a la gloria de Dios y a la santificación de los fieles, que es la finalidad de la música sagrada (cf. ibid.).
Precisamente por este motivo, me gustaría darles las gracias por los valiosos servicios proporcionados: la música interpretada no es un accesorio, o simplemente un adorno externo de la liturgia, sino la liturgia misma.
Ustedes ayudan a la asamblea a alabar a Dios, y a hacer descender su palabra en lo profundo del corazón: con el canto rezan y hacen rezar, y participan en el canto y la oración de la liturgia, que abarca toda la creación para glorificar al Creador.
Una vez tratada la relación de la música sacra con fe y con la participación en la oración litúrgica, Benedicto XVI pasa a su utilidad en el marco de la nueva evangelización:
El segundo aspecto que propongo a vuestra consideración es la relación existente entre la música sacra y la nueva evangelización. La constitución conciliar sobre la liturgia recuerda la importancia de la música sacra en la misión ad gentes, e insta a potenciar las tradiciones musicales de los pueblos (cf. n. 119).
También y justamente en los países de antigua evangelización, como Italia, la música sacra -con su gran tradición que le es propia y que constituye nuestra cultura- puede realizar una tarea importante para favorecer el redescubrimiento de Dios, un nuevo acercamiento al mensaje cristiano y a los misterios de la fe.
Es muy interesante que el Papa recuerde que la tradición y cultura musical propias del Occidente cristiano de cara a la liturgia hay que buscarlas en el inmenso tesoro de su música sacra. Curiosamente esas orientaciones del Concilio movieron en su día a muchos católicos occidentales a despreciar su propia tradición para orientarse con no siempre proporcionado afán hacia lenguajes culturales ajenos. 
Más aún: entre nosotros ha habido una alienación todavía más paradójica. La gloriosísima tradición musical del catolicismo español fue arrojada al desván de los trastos viejos para dar paso a unas novedosas tradiciones étnico-litúrgicas: las misas regionales. Así, tenemos la misa navarra en la tierra de José de Vaquedano y Miguel de Irízar, la misa baturra en la tierra aragonesa de Melchor Robledo y Sebastián Aguilera de Heredia, o la misa rociera en el solar andaluz de grandiosos polifonistas como Cristóbal de Morales o Francisco Guerrero. Algo parecido puede decirse respecto a Hispanoamérica, que contó desde el principio de su evangelización con buenos músicos al servicio de la liturgia.
Además de la apelación a la solidez y autenticidad de la propia tradición, Benedicto XVI recordó elprofundo efecto que la belleza musical de la liturgia católica ha producido en muchas personas, acercándolas a la fe:
Pensemos en la famosa experiencia de Paul Claudel, el poeta francés, que se convirtió al escuchar el canto del Magnificat durante las Vísperas de Navidad en la catedral de Notre-Dame de París: “En ese momento –escribe - ocurrió un evento que dominó toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí con una fuerza de adhesión tan grande, con un tal elevamiento de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con una certeza que no dejaba lugar a ninguna especie de duda. Y desde entonces ningún razonamiento, ninguna circunstancia de mi agitada vida ha podido sacudir mi fe ni tocarla”.
Y sin necesidad de incomodar a personajes famosos, pensemos cuántas personas fueron tocadas en lo profundo del alma escuchando música sacra; y más aún cuanto han sido atraídos nuevamente hacia Dios, debido a la belleza de la música litúrgica, como Claudel.
¿Alguien cree que alguna persona sensible puede experimentar algo así al entrar por casualidad en muchas celebraciones litúrgicas actuales? Yo lo dudo mucho. En lo musical -y muchas veces no sólo en lo musical- demasiadas iglesias católicas actuales son foros de fealdad, incapaces de transmitir por los medios naturales creados nada de la belleza y la alegría de Dios.Sabemos que el Espíritu Santo lo puede todo, pero no es cuestión de ponerle tantos obstáculos.Benedicto XVI tiene muy claro el diagnóstico y la receta adecuada:
Y aquí, queridos amigos, ustedes tiene un papel importante: empéñense por mejorar la calidad del canto litúrgico, sin temor de recuperar y valorizar la gran tradición musical de la Iglesia, que en el canto gregoriano y la polifonía tiene sus dos mayores expresiones, como afirmó el Concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 116).
Una vez más lo hemos oído. Es el magisterio de siempre, es la letra y el espíritu del Concilio Vaticano II, es la enseñanza de los Papas, es la verdadera tradición de la Iglesia Católica. Y como el Papa conoce perfectamente cuáles son los palos que impiden a la rueda litúrgico-musical de la Iglesia girar con la debida libertad, corrige un malentendido fundamental y muy extendido:
La participación activa de todo el Pueblo de Dios en la liturgia no consiste sólo en hablar, sino también en escuchar, acoger con los sentidos y con el espíritu la Palabra, y esto vale también para la música sacra. Ustedes que tienen el don del canto, pueden hacer cantar a los corazones de mucha gente durante las celebraciones litúrgicas.
Las palabras finales no tienen desperdicio:
Queridos amigos, espero que en Italia la música litúrgica tienda cada vez más alto, para alabar dignamente al Señor y para mostrar cómo la Iglesia es el lugar donde la belleza es de casa. 
No se podría decir mejor: la Iglesia es el lugar donde la belleza es de casa, la Iglesia es el hogar de la belleza, la belleza ha de ser lo propio de la Iglesia. En la música y en todo lo demás.

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