Para algunas personas, acostumbradas a la prisa, el ruido, el pragmatismo y la “utilidad” de la vida, la existencia de hombres y mujeres que se “retiran del mundo”, como se decía antiguamente, para embarcarse en la búsqueda de Dios y desde la soledad interceder por el mundo, parece absurda.
Los “activistas” difícilmente encuentran el sentido y el valor que pueden tener la vida contemplativa y los monasterios en nuestro tiempo, en el que hay que afrontar muchas y urgentes situaciones de pobreza y de necesidad –material y espiritual–, y “hacen falta manos” para ello.
“¿Por qué ‘encerrarse’ para siempre entre los muros de un monasterio y privar a los demás de la contribución de las propias capacidades y experiencias? ¿Qué eficacia puede tener su oración para solucionar los numerosos problemas concretos que siguen afligiendo a la humanidad?”. Con estas palabras recogía Benedicto XVI esa “especie de reclamo” que se hace a las religiosas y religiosos de clausura y a la vida contemplativa misma.
Monasterios, “manantiales del Espíritu”
El Papa emérito dijo que “estos hermanos y hermanas testimonian silenciosamente que en medio de las vicisitudes diarias, en ocasiones sumamente convulsas, Dios es el único apoyo que nunca se tambalea, roca inquebrantable de fidelidad y de amor”.
Los monasterios, “buscando a Cristo y fijando la mirada en las realidades eternas se convierten en oasis espirituales que indican a la humanidad el primado absoluto de Dios, a través de la adoración continua de esa misteriosa, pero real, presencia divina en el mundo, y de la comunión fraterna vivida en el mandamiento nuevo del amor y del servicio recíproco”.
Estos lugares, “aparentemente inútiles son por el contrario indispensables, como los ‘pulmones’ verdes de una ciudad: son beneficiosos para todos, incluso para los que no los visitan o quizá no saben que existen”.
Los monasterios, “buscando a Cristo y fijando la mirada en las realidades eternas se convierten en oasis espirituales que indican a la humanidad el primado absoluto de Dios, a través de la adoración continua de esa misteriosa, pero real, presencia divina en el mundo, y de la comunión fraterna vivida en el mandamiento nuevo del amor y del servicio recíproco”.
El Papa Francisco ha invitado a las monjas y a los monjes contemplativos a “vivir el Evangelio de forma radical”, “cultivando profundamente la unión esponsal con Cristo””en la espera “de la manifestación gloriosa del Salvador”, porque si se vive la vocación de esta forma, “entonces el monaquismo puede constituir para todas las formas de vida religiosa y de consagración una memoria de lo que es esencial y que tiene el primado en la vida de todo bautizado: buscar a Cristo y no anteponer nada a su amor”.
los últimos Papas han señalado que los monasterios deben ser cada vez más espacios privilegiados de vida ascética, donde se cultive el conocimiento de las Escrituras: “El camino señalado por Dios para esta búsqueda y para alcanzar este amor en su misma Palabra, que se ofrece en las Sagradas Escrituras”.
“Es a partir de esta escucha orante de la Palabra desde donde se eleva en los monasterios una oración silenciosa, que se convierte en testimonio para cuantos son acogidos como si fueran el mismo Cristo en estos lugares de paz”.
La vida interior debe ser vivida por todos los cristianos
También para nosotros es importante saber hacer silencio en nosotros mismos para escuchar la voz de Dios, aunque no seamos monjes; buscar, por así decir, un espacio, donde Dios hable con nosotros.
“La íntima unión con Cristo debe implicar no sólo a los monjes, sino a todos los bautizados –enseña Benedicto XVI–, para no dejarnos absorber totalmente por las actividades, por los problemas y por las preocupaciones de cada día, olvidándonos de que Jesús debe estar verdaderamente en el centro de nuestra vida”.
Ante la difundida exigencia que muchos experimentan de salir de la rutina cotidiana de las grandes aglomeraciones urbanas en búsqueda de espacios propicios para el silencio y la meditación, los monasterios de vida contemplativa se presentan como “oasis” en los que el hombre, peregrino en la tierra, puede recurrir a los manantiales del Espíritu y saciar la sed en medio del camino.
Por Gilberto Hernández García
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