Una mañana de invierno, un hombre que salía a pasear cada día por
la playa se sorprendió al ver miles de estrellas de mar sobre la arena,
prácticamente estaba cubierta toda la orilla.
Se entristeció al observar el gran desastre, pues sabía que esas
estrellas apenas podían vivir unos minutos fuera del agua. Resignado,
comenzó a caminar con cuidado de no pisarlas, pensando en lo fugaz que
es la vida, en lo rápido que puede acabar todo.
A los pocos minutos, distinguió a lo lejos una pequeña figura que se
movía velozmente entre la arena y el agua. En un principio pensó que
podía tratarse de algún pequeño animal, pero al aproximarse descubrió
que, en realidad, era una niña que no paraba de correr de un lado para
otro: de la orilla a la arena, de la arena a la orilla.
El hombre decidió acercarse un poco más para investigar qué ocurría:
-Hola -saludó.
-Hola -le respondió la niña.
-¿Qué haces corriendo de aquí para allá? -le preguntó con curiosidad.
La niña se detuvo durante unos instantes, cogió aire y le miró a los ojos.
-¿No lo ves? -contestó sorprendida- Estoy devolviendo las estrellas al mar para que no se mueran.
El hombre asintió con lástima.
-Sí, ya lo veo, pero no te das cuenta de que hay miles de estrellas en
la arena, por muy rápido que vayas jamás podrás salvarlas a todas… tu
esfuerzo no tiene sentido.
La niña se agachó, cogió una estrella que estaba a sus pies y la lanzó con fuerza al mar.
-Para esta sí que ha tenido sentido.
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