Mucho se ha solido hablar del amor de san
Francisco a María; y muchos han sido los que en tono encendido lo han
celebrado (1). Las más de las veces los que han tratado el tema se han
limitado a reunir con más o menos sentido crítico lo que las
diversas tradiciones franciscanas nos han legado acerca de la devoción
mariana del santo. Como es natural, en estos trabajos se ha podido atribuir a
Francisco lo que generaciones posteriores de buen grado hubieran querido ver en
él para poder ensalzarlo (2). A esto se ha de añadir que con
frecuencia se ha considerado demasiado aisladamente la devoción mariana
del santo. Ni se trataba de situarla en el conjunto de la vida espiritual de
san Francisco, ni se buscaban en la vida de la Iglesia las raíces de una
devoción que se hundía en tiempos más remotos que los de
Bernardo de Claraval (3). Por todo ello, puede parecer conveniente dedicar una
particular atención a la piedad mariana del santo de Asís
(4).
Este estudio no se propone «a
priori» metas muy elevadas, porque se ha de reconocer honradamente que san
Francisco no fue teólogo de escuela. No se puede, por consiguiente,
esperar de él expresiones claramente formuladas a nivel de escuela
teológica acerca de María. Carece de sentido pretenderlo de un
santo sin letras. También en éste, como en otros campos,
Francisco es hijo de su tiempo, fuertemente condicionado por la vida espiritual
y religiosa contemporánea. A través de la predicación y
con una fe absoluta va él asimilando las verdades acerca de la Madre de
Dios; sobre ellas va creciendo su piedad mariana.
Por testimonios unánimes de sus
biógrafos, sabemos que Francisco era amartelado devoto de la Virgen, y
que su devoción era superior a la corriente. Su piedad mariana no era
producto de la ciencia de los libros, sino de la oración y la
meditación cada vez más profunda del misterio de María y
del puesto excepcional que ella ocupa en la obra de la salvación
(5).
Lo que él dijo e hizo como fruto de
esa oración y devoción, lleva un sello tan personal y está
acuñado de tal forma con su originalidad espiritual, que aún hoy
se merece una atención especial.
I. Estructura teológica de la devoción
mariana de San Francisco
«Rodeaba de amor indecible a la madre
de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la
majestad» (2 Cel 198), «y por habernos alcanzado misericordia»
(LM 9,3).
Estas sencillas palabras
de sus biógrafos expresan el motivo más profundo de la
devoción de san Francisco a la Virgen.
Puesto que la encarnación del Hijo
de Dios constituía el fundamento de toda su vida espiritual, y a lo
largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las
huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor agradecido a la mujer
que no sólo nos trajo a Dios en forma humana, sino que hizo
«hermano nuestro al Señor de la majestad» (6). Esto
hacía que ella estuviera en íntima relación con la obra de
nuestra redención; y le agradecemos el que por su medio hayamos
conseguido la misericordia de Dios.
Francisco expresa esta gratitud en su gran
Credo, cuando, al proclamar las obras de salvación, dice:
«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y
justo, Señor rey del cielo y de la tierra, te damos gracias por ti
mismo... Por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él,
verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen
beatísima santa María» (1 R 23,1-3).
Aquí, «el homenaje que el
hombre rinde a la majestad divina desde lo más profundo de su ser»,
característica de la antigua edad media, se funde en desbordante
plenitud con el amor reconocido del hombre atraído a la intimidad de
Dios. Otro tanto sucede en el salmo navideño que Francisco, a tono con
la piedad sálmica de la primera edad media, compuso valiéndose de
los himnos redactados por los cantores del Antiguo Testamento: «Glorificad
a Dios, nuestra ayuda; cantad al Señor, Dios vivo y verdadero, con voz
de alegría. Porque el Señor es excelso, terrible, rey grande
sobre toda la tierra. Porque el santísimo Padre del cielo, nuestro rey
antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto, y nació de
la bienaventurada Virgen santa María. Él me invocó:
"Tú eres mi Padre"; y yo lo haré mi primogénito,
el más excelso de los reyes de la tierra» (7).
Con alabanza desbordante de alegría,
Francisco da gracias al Padre celestial por el don de la maternidad divina
concedido a María. Este es el primero y más importante motivo de
su devoción mariana: «Escuchad, hermanos míos; si la
bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en
su santísimo seno...» (CtaO 21). En aquella época campeaba
por sus respetos la herejía cátara, que, aferrada a su principio
dualista, explicaba la encarnación del Hijo de Dios en sentido docetista
y, por consiguiente, anulaba la participación de María en la obra
de la salvación. Para manifestar su oposición a la
herejía, Francisco, devoto de María, no se cansaba de proclamar,
con extrema claridad, la verdad de la maternidad divina real de María:
«Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso,
anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo
altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen
María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra
humanidad y fragilidad» (8). Y en el Saludo a la bienaventurada Virgen
María celebra esta verdadera y real maternidad con frases siempre
nuevas, dirigiéndose a ella de un modo exquisitamente concreto y
expresivo, llamándola: «palacio de Dios»,
«tabernáculo de Dios», «casa de Dios»,
«vestidura de Dios», «esclava de Dios», «Madre de
Dios» (9).
Estos calificativos, tan altamente
realistas, nos dan a comprender con qué celo tan grande defiende
ortodoxamente Francisco la figura auténtica de María en una
cristiandad tan fuertemente amenazada por la herejía.
No estará de más recordar
aquí que el santo no trató de combatir la herejía con la
lucha o la confrontación, sino con la oración. Tal vez
también en esto seguía el mismo principio que estableció
respecto al honor de Dios: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o
blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que
es bendito por los siglos» (1 R 17,19).
Cosa sorprendente: la mayor parte de las
afirmaciones de Francisco sobre la Madre de Dios se encuentran en sus oraciones
y cantos espirituales. A su aire, sigue con sencillez y simplicidad la
exhortación del Apóstol: «No os dejéis vencer por el
mal, sino venced el mal con el bien» (Rom 12,21).
Tal vez esto explique su exquisita
predilección por la fiesta de navidad y su amor al misterio
navideño: «Con preferencia a las demás solemnidades,
celebraba con inefable alegría la del nacimiento del niño
Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho
niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre
humana» (10).
Esta «preferencia» parece
advertirse también en su ya mencionado salmo de navidad: «En aquel
día, el Señor Dios envió su misericordia, y en la noche su
canto. Este es el día que hizo el Señor; alegrémonos y
gocémonos en él. Porque se nos ha dado un niño
santísimo amado y nació por nosotros fuera de casa y fue colocado
en un pesebre, porque no había sitio en la posada. Gloria al
Señor Dios de las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena
voluntad. Alégrese el cielo y exulte la tierra, conmuévase el mar
y cuanto lo llena; se gozarán los campos y todo lo que hay en ellos.
Cantadle un cántico nuevo, cante al Señor toda la tierra»
(11).
Pero Francisco da todavía un paso
más importante. En la conocida celebración de la navidad en
Greccio trata de explicar a los fieles con evidencia tangible este misterio, y
habla profundamente emocionado del Niño de Belén (véase el
relato completo en 1 Cel 84-86). A este propósito es de una claridad
meridiana la conclusión del relato de Tomás de Celano: «Un
varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un
niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el
santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño». Y
prosigue: «No carece esta visión de sentido, puesto que el
niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones,
resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen
quedó grabada en los corazones enamorados» (12). Mediante el amor
que él tenía al Hijo de Dios hecho hombre y a su Madre la Virgen,
y que lo hizo patente precisamente ese día, encendió en muchos
corazones el amor que se había enfriado por completo. Lo que hizo en
Greccio y cuanto manifestó en muchos detalles de su pensamiento y
comportamiento (cf. 2 Cel 199-200), no era más que la
concretización de su principio general: «Tenemos que amar mucho el
amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196).
Si intentamos con todo cuidado explicar la
siempre válida significación de este primer rasgo fundamental de
la devoción mariana de Francisco, tendremos primero que subrayar que
él no ve a María aisladamente, separadamente del misterio de su
maternidad divina, que es la que justifica la importancia de María en el
cristianismo. Para san Francisco la veneración de la Virgen quiere decir
colocar en su lugar preciso el misterio divino-humano de Cristo. Hasta
podría tal vez decirse, para salvar ortodoxamente este misterio, que
«se ha hecho nuestro hermano el Señor de la majestad». Por
otro lado, bien podemos añadir que, al subrayar con vigor la maternidad
física de María respecto de Dios, se está sin más
afirmando el Jesucristo histórico, que, no pudiendo según la
Escritura ser disociado del Jesús resucitado y glorificado, está
presente y actúa operante en la vida cristiana, en la oración, y
en el seguimiento. Por eso, la devoción de Francisco a María
carecía de toda abstracción y era todo menos conocimiento
conceptual; ella brota siempre y fundamentalmente de algo que es palpable por
concreto e histórico, y, por consiguiente, de la revelación de
Dios que se manifiesta en hechos tangibles y concretos de la historia de la
salvación. Será esto precisamente lo que posibilitará a la
devoción mariana de Francisco su influencia viva en el futuro de la
Iglesia.
http://www.franciscanos.org/virgen/kesser.html
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