“Sí, sí, el matrimonio es una vocación”. “En el matrimonio te puedes
encontrar con Dios y es un camino de santificación”. Escucho a muchos
amigos, casados, repetir estas frases como queriendo convencerse de que
son verdad. Porque, con frecuencia, los casados tenemos la
tentación de pensar que la vida matrimonial y familiar “no es
suficiente”, que “no nos da puntos” que sumen en la cuenta de la vida
espiritual.
Y así, sufrimos porque con las ocupaciones familiares “no rezo lo
suficiente”, o nos encontramos en falta “porque no puedo ir a Misa todos
los días”. Y nos angustiamos pensando que no cumplimos con obligaciones
que, tal vez, no nos corresponden.
Por supuesto que no estoy diciendo que ir a Misa y hacer oración no
sea necesario; pero vivirlo así, en competencia con la vida familiar, en
ocasiones nos crea una tensión que nos impide dedicarnos, de verdad y
con todo el corazón, a lo que el Señor espera de nosotros: querer y cuidar a los que nos ha dado de forma especial, a nuestro cónyuge, hijos, familia…
El Papa Francisco responde a nuestras inquietudes cuando afirma
“una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de
santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio
para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y
comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y más
el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más
pleno” (Amoris Laetitia, 316).
Si nos fijamos un poco más en el matrimonio, podemos apreciar algunos
aspectos que nos pueden ayudar a entender mejor cómo es una vía de
unión con Dios. El matrimonio entre bautizados es un sacramento: un
signo, una “ventana por donde la gloria de Dios entra en la visibilidad
del mundo” (José Granados, “Teología
de la carne”). Esto quiere decir que, a través de la fragilidad de un
hombre y una mujer unidos en matrimonio, Dios se hace presente en el
mundo para manifestarse, para dejarnos ver Quién y cómo es.
Y Dios es amor: un amor que se da a cada hombre
totalmente, sin reservarse nada; un amor que permanece todos los días de
la vida, en lo bueno y en lo malo; un amor fiel, que no se echa atrás
cuando el otro falla; un amor fecundo que da vida. Todas estas
características del amor de Dios son las que definen, también, el amor
matrimonial: una entrega de amor total, indisoluble, fiel, fecundo. De
manera que, al ver cómo se quieren unos esposos cristianos, podemos atisbar cómo nos quiere Dios. Esta es la grandeza a la que estamos llamados los casados: a manifestar en el mundo de hoy la gloria de Dios.
Pero entonces ¿mi cónyuge no es un estorbo para la unión con Dios? Al
contrario, tu marido/tu mujer es el camino por el que te vas a unir
cada vez más con Dios. Para empezar, cuando una pareja se quiere de
verdad y quiere quererse así (siempre, fiel, fecundo, amando al otro con
un amor total) se descubre incapaz: yo querría querer así, pero conozco
mi fragilidad y debilidad y dudo de poder hacerlo. En ese momento, un
creyente solo puede volverse a Alguien que lo puede todo y que es Amor: y
así, el deseo de amar conyugalmente nos hace volvernos hacia
Dios, pedirle que se meta en nuestro matrimonio y que Él nos vaya
llevando a querernos como Él ama.
Esto es lo que hacemos en nuestra boda: poner este amor, que es
nuestro, en sus manos para que Él lo vaya puliendo, perfeccionando,
llevando a plenitud. Y así, viviendo tu vida matrimonial y familiar,
queriendo a los tuyos, en los detalles del día a día, en la paciencia,
en el ir cediendo poco a poco paso al amor frente al egoísmo, incluso en
la debilidad, te vas uniendo a Él y esa vida escondida, pequeña y
aparentemente sin valor manifiesta la gloria de Dios.
María Álvarez de las Asturias
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