Esta epístola conlleva igualmente otro aspecto, que completa al precedente, y que el apóstol san Juan, que ha dicho todo porque él ha visto todo, no ha olvidado. Es incluso por eso como comienza su primera epístola y todo su Evangelio está impregnado de ello: «El mensaje que él nos ha hecho oír, y que nosotros os anunciamos ahora, es que Dios el Luz y que en El no hay tiniebla alguna» (1 Juan I,5)
Después de la caída, el hombre camina en las tinieblas, en la mentira, en el error, en la desorientación, en la dispersión; el mundo está bajo el imperio de Satán, Príncipe de las Tinieblas y de la Mentira. El hombre vive en la ilusión de su propia realidad y olvida que su verdadera realidad reside en Dios, en ese Verbo «en quién todo ha sido hecho». Porque Dios es el Ser Total fuera del cual no hay nada: el Todo es inmanente en cada una de las partes, sin lo cual el Todo no sería el Todo, puesto que estaría limitado por una de las partes. Así, la parte no se distingue que según un modo ilusorio del Todo al cual ella pertenece. A partir de eso, conferirle una realidad propia, verlo independientemente del Todo que la contiene, mirarla como una «cosa en si» es la ilusión de las ilusiones, el error, la perdida, la mentira, las tinieblas. Después de la caída, la inteligencia del hombre, privada de la Luz, vive en esa ilusión, se detiene en las apariencias de las cosas, se deja atrapar en la red de sus propios límites y de los límites de las cosas, y no ve más en las cosas y en si mismo la Unica Realidad del Todo, fuera del cual la realidad de las cosas no es más que ilusoria.
La Revelación vino para volver a enseñar al hombre a leer en las cosas y en si mismo el lenguaje divino del Verbo Creador, a reencontrar en ellas y en si su verdadera esencia que es divina. Así Dios es Luz; el Verbo es «la Luz que luce en las tinieblas» y que «ilumina a todo hombre» (Juan I, 5-9); en lenguaje teológico, esta Luz que ilumina la inteligencia del hombre, es la fe, y son también los dones de a Ciencia, de la Inteligencia y de la Sabiduría, siendo esta a la vez Luz y Amor. Bajo la influencia de estos dones, el alma aprende a reencontrar en si y en todas las cosas la verdadera Realidad que es Dios; ella alcanza así la contemplación y todas las cosas le hablan de Dios, de este Verbo que, en cada instante de la eternidad, le confiere la existencia. Ella llega así al conocimiento del misterio, del cual el apóstol afirma que tiene la inteligencia (Ef. III,3): es el misterio del Verbo y de la Creación de todas las cosas en el, el misterio del Verbo Encarnado y de la Restauración de todas las cosas en él: «Reunir todas las cosas en Jesucristo, aquellas que están en los cielos y aquellas que están en la tierra» (Ef. I, 10)
Pero una contemplación tal, una tal visión de Dios supone que el alma a comenzado por desapegarse de todas las cosas, con el fin de reencontrarlas y de contemplarlas en Dios donde ellas tienen su verdadera realidad. Se reencuentra así el desapego y el amor, que, unidos a la contemplación, constituyen la Suprema Sabiduría.
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