sábado, 22 de mayo de 2010

Nuestro trato con el Espíritu Santo


Nuestro trato con el Espíritu Santo


En el alma del cristiano en gracia está la presencia de las tres Personas de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Sin embargo, esta inefable presencia se atribuye de modo singular a la 
Tercera Persona, a quien la liturgia de estos días nos ha invitado a 
tratar con más intimidad conforme nos encaminamos hacia la fiesta de 
Pentecostés. 

“El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando 
todo lo que os he dicho”, dice el Señor en el Evangelio (Juan 14, 26). 

Esta es una promesa que el Señor hizo en diversas ocasiones (Juan 14, 15-17; 
15, 36; 16, 7-14; Mateo 10, 20)
, como subrayando la enorme 
trascendencia que tendría para toda la Iglesia, para 
el mundo, para cada 
uno de quienes le íbamos a seguir. 

No se trata de un don pasajero limitado al tiempo en que se reciben los sacramentos o a otro 
momento determinado, sino de un Don estable, permanente: “en los 
corazones de los fieles habita el Espíritu Santo como en un templo” 
(Concilio Vaticano II). 

Es el dulce Huésped del alma, y cuanto más crece el cristiano en obras buenas, cuanto más se purifica, tanto 
más se complace el Espíritu Santo en habitar en él y en darle nuevas 
gracias para su santificación y para el apostolado. 

El Espíritu Santo está en el alma del cristiano en gracia, para configurarnos con 
Cristo, para que cada vez nos parezcamos más a Él, para movernos al 
cumplimiento de la voluntad de Dios y colaborar con Él. 

El Espíritu Santo viene como remedio de nuestra flaqueza, y haciendo suya 
nuestra causa aboga por nosotros con gemidos inenarrables (Romanos 8, 
26) ante el Padre. 

Cumple ahora su oficio de guiar, proteger y vivificar a la Iglesia porque, como comentaba el Papa Pablo VI, dos son 
los elementos que Cristo ha prometido y otorgado, aunque diversamente, 
para continuar su obra: El apostolado y el Espíritu. 

“El apostolado actúa externa y objetivamente; forma 
el cuerpo, por así 
decirlo, material de la Iglesia, le confiere sus estructuras visibles y 
sociales; mientras el Espíritu Santo actúa internamente, dentro de cada 
una de las personas, como también sobre la entera comunidad, animando, 
vivificando, santificando” (Discurso de apertura de la 3ª Sesión del 
Concilio Vaticano II, 14 de noviembre de 1964). 


¿Por qué sentirnos solos, si el Santo Espíritu nos acompaña? 

¿Por qué vivir inseguros o angustiados, aunque sea un solo día de nuestra 
existencia, si el Paráclito está pendiente de nosotros y de nuestras 
cosas? 

¿Por qué ir alocadamente detrás de la felicidad aparente, si no hay mayor gozo que el trato con este dulce Huésped que habita en 
nosotros? 

Pidamos a la Virgen María, templo y sagrario de la Santísima Trinidad, que nos enseñe a comprender esta dichosísima 
realidad, pues nuestra vida sería entonces muy diferente: 

¡Qué distinto sería nuestro porte y nuestra conversación incluso en 
circunstancias y ambientes difíciles, si fuéramos conscientes de que 
somos templos de Dios, templos del Espíritu Santo! 

Fr. Fernando Rodriguez O.F.M.

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