El Sacramento de Penitencia no está dirigido hacia el pasado. Su verdadero sentido lo encontramos cuando entendemos que todo él, está enfocado hacia el futuro. Nos arrepentimos y confesamos nuestras culpas con un objetivo muy preciso: para volver a vivir nuestra vida cristiana, por eso se nos pide propósito de enmienda.
Definitivamente, mientras no estamos decididos a abandonar nuestras posiciones de pecado, no nos debemos confesar. Con Dios no se juega. El no es alguien que se pueda contentar con un acto exterior. Mira lo más profundo de nuestro ser y sabe nuestro interior mejor que nosotros mismos.
Aquí otra vez encontramos la necesidad de la oración: hay ocasiones en que no sabemos decidirnos por orgullo, por debilidad, por egoísmo, por ligereza. Más aún, a veces aunque queremos, todo nuestro ser reclama, porque el decidirnos por Dios puede en ocasiones significar un verdadero drama y el aniquilamiento de cosas o situaciones cuidadosamente montadas y conservadas durante años. Es evidente, que nosotros mismos no somos capaces de decidirnos. Debemos orar. Si el Señor nos ha llevado ya hasta aquí, le hemos de hacer confianza, estando ciertos de que afirmará nuestra debilidad y su Amor triunfará de nuestra miseria.
Démonos cuenta que esta exigencia, que parece sumamente dura, se compagina perfectamente con nuestra debilidad. No se nos pide que nunca volvamos a pecar; se nos exige solamente el deseo verdadero de ser fieles y la sinceridad completa en nuestro rechazo del pecado y en nuestro retorno a Dios. Al comenzar esta idea, hablábamos de "posiciones de pecado", es decir, del no cambiar de actitud. Es posible que volvamos a caer, es posible que volvamos a pegarnos a la misma esclavitud; para evitar eso debemos seguir hacia adelante con cuidado y cogidos de la mano del Señor; pero eso no nos debe preocupar. Lo único que importa es arrancar de cuajo nuestra complicidad con el mal, vaciándonos completamente de ella.
Si nuestro arrepentimiento fue sincero, el deseo de cambiar también lo será. Por eso, al prepararnos a confesar, debemos ver hacia delante. ¿Cómo vamos a actuar?, ¿Qué es lo que Dios nos pide cambiar?, ¿De dónde surgió nuestro pecado?, ¿Cuáles son las circunstancias que hemos buscado o provocado para pecar?, ¿Hasta qué punto podemos apartar tal o cual ocasión? Al recibir el Sacramento, Dios está nuevamente con nosotros. No lo olvidemos. Es delante de Él, con su cooperación divina, pidiéndole su Luz y su Fuerza, como debemos mirar hacia el futuro, meditando delante de Él, qué vamos a hacer y cómo debemos obrar.
Esto va a suponer esfuerzos, sacrificios, y, empleemos la palabra, Penitencia. Es algo que no nos gusta y que no queremos ni siquiera oír mencionar. Con todo, es necesario que abramos los ojos a la realidad. El desorden y el pecado nos dominan en muchas ocasiones, prácticamente nos dejamos llevar en todo, por lo más fácil y la línea de menor resistencia.
En el plan humano, una actitud así, nolleva a nada: para hacer algo en la vida se necesita esfuerzo. En el Reino de Dios, las cosas también suceden así. Si queremos ser cristianos, debemos aceptar el sacrificio y la penitencia como medios necesarios para dominar nuestras potencias de pecado y acercarnos a Dios.
Los mismos pecados que confesamos tienen en nosotros múltiples complicidades, el desorden y la debilidad, el orgullo y el egoísmo no desaparecen del todo con el perdón. Sería infantil suponerlo y todos tenemos suficiente experiencia para saber que las cosas no son así. Aún cuando nuestro arrepentimiento haya sido sincero, seguimos ligados a nuestro pasado y las acciones malas que hemos hecho, nos han dejado verdaderamente marcados. La única manera de conservar el Amor de Dios en el futuro, es liberarnos de esos lazos que nos atan a nuestros propios pecados, es decir, romper con ello, mortificarnos. Es el único camino para conservar el Amor de Dios. Si no nos interesa conservarlo podemos entonces preguntarnos si nuestro arrepentimiento fue sincero.
El Sacramento de la Penitencia es fuente de alegría. Todos sabemos lo que es la paz de la buena conciencia. No es cosa fácil conservarla, como no es fácil en esta vida, nada de lo que vale la pena. Esa paz y esa alegría es el cumplimento de la palabra del Señor: "Mi paz os dejo, mi paz os doy" (Juan 14,27). Cuando Él está con nosotros y podemos volver hacia Él nuestro rostro, en la confianza de la amistad y en la seguridad del Amor, nada puede turbarnos, ni siquiera la muerte, porque la muerte se convierte entonces en la puerta y el comienzo de la Verdadera Vida.
Fuente: La Confesión Folleto EVC No. 252
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