viernes, 6 de noviembre de 2015

El Lobo de Gubio.


En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra... Así comienza el capítulo 21 de las Florecillas de San Francisco. 

Mucho se ha escrito sobre la historicidad de este episodio de la vida del Santo de Asís, pero sin duda estamos ante otra de las páginas más conocidas de su vida, llena de luz y de sugerencias para nosotros hoy, independientemente de los resultados de la aludida crítica histórica. En el fondo de este sugestivo relato está el problema de cómo enfrentarse al mal, cómo hacer realidad la profecía de Isaías:“Habitará el lobo junto al cordero”. Así, aunque muchas veces esta utopía no llegue a realizarse, este relato franciscano afianza la esperanza de que todo empeño por construir la paz, por llegar a la pacificación de los que se consideran enemigos, merece la pena

Francisco, en vez de armarse contra el enemigo –así hacían los habitantes de Gubbio-, conecta con sus entrañas, “siente compasión de la gente del pueblo”, y empuña su única arma: Cristo. Así puede dirigirse al lobo con verdad, dejando patente que está haciendo daño a hombres y animales y que eso le hace merecedor de la muerte. Francisco no enmascara la realidad, sino que la afronta con toda su crudeza, para poner de manifiesto que incluso las situaciones más conflictivas pueden hallar salida: el cambio de actitudes, la confianza en el cambio del otro, el perdón ofrecido y aceptado, y los gestos concretos para mostrar que el cambio es real. 

La violencia del lobo había generado la violencia defensiva de los habitantes de la ciudad. Es el eterno círculo vicioso del mal que genera más maldad. Francisco intuye el origen del mal, por eso puede colaborar para desenmascararlo. Francisco supera el miedo y se coloca cara a cara ante el enemigo común e irracional –el mal siempre lo es-; tras poner el nombre justo a las diversas actitudes de los que intervienen en el conflicto, busca un pacto posible, da los pasos necesarios, busca aquello que garantice su cumplimiento y lo actúa. 

Cuánta luz aporta esta florecilla para las relaciones sociales y las relaciones personales, incluso para las relaciones dentro de las mismas familias. Los conflictos son muchas veces inevitables. La experiencia de Francisco nos enseña que tienen salida, que se pueden superar, que incluso pueden servir para elevar el grado de una relación. Tras la superación del conflicto, puede nacer una nueva relación de profunda amistad. A esto apunta esta florecilla, a la necesidad de creer que los conflictos bien superados a la luz del evangelio generan relaciones más estrechas, hacen posible una verdadera paz nacida del perdón; creer en la posibilidad de que el otro puede cambiar y, en el fondo, ayudarme a cambiar también a mí.

Mi paz os dejo, mi paz os doy
(Juan 14, 27)

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