jueves, 26 de abril de 2018

La sabiduría de un pobre...más lleno del sol que el verano.

Las cigarras cantaban en el pinar de alrededor de la ermita. Eran los primeros días de junio. Hacía mucho calor. Un sol implacable echaba llamas en el azul deslumbrante del cielo. Los rayos violentos y espesos caían como una lluvia de fuego. Nada escapaba a este incendio. En el bosque, las cortezas de los árboles crujían con el calor. Sobre las cuestas escarpadas de la montaña se secaba la hierba y amarilleaba entre las rocas calientes. A la orilla del bosque los arbolitos y las plantas pequeñas, todavía infladas por las lluvias de primavera, bajaban tristemente la cabeza. Sin embargo, junto al pequeño oratorio, algunos manzanos cuyas hojas comenzaban a llenarse de frutos, parecían estar muy bien en medio de este calor. El gran sol, como el fuego, pone a prueba a los seres. Les obliga a revelarse. Ninguna hinchazón se le resiste. No deja lugar más que a la madurez. Sólo el árbol que ha anudado sus frutos se ofrece sin miedo a su brillo y a su ardor.
En las horas más cálidas del día, le gustaba a Francisco venir bajo los pinos. Escuchaba a las cigarras y se asociaba interiormente a su canto. Seguía mal de los ojos, pero su corazón estaba tranquilo. En medio del gran calor gustaba ya la paz de la tarde.
A veces pensaba en el cercano capítulo de Pentecostés, en la cantidad de hermanos que en esta ocasión iba a ver reunidos en Asís. Se imaginaba las dificultades que de nuevo iban a surgir y mostrarse, más fuertes y más temibles que nunca, en el seno de su gran familia, pero pensaba en ello ahora, sin la menor turbación, sin que se le apretara el corazón. Aun los recuerdos penosos que ese pensamiento traía inevitablemente a su alma no le alteraba su serenidad. No es que se hubiera hecho indiferente. El amor por los suyos y sus exigencias no habían cesado de crecer y profundizarse, pero estaba en paz, para él también la hora de la madurez había llegado. No se cuidaba de saber si él llevaría muchos frutos, pero velaba para que su fruto no fuera amargo. Sólo eso importaba. Sabía que todo lo demás le sería dado por añadidura. Por encima de él las cigarras no dejaban de cantar. Sus notas estridentes tenían el brillo de la llama; caían de las ramas altas semejantes a lenguas de fuego.
Francisco estaba sentado en el pinar cuando vio venir hacia él a través del bosque a un hermano alto, todavía joven, de andar lento pero decidido. Reconoció al hermano Tancredo. Francisco se levantó, fue hacia él y lo abrazó.
– ¡Paz a ti! – le dijo – ¡Qué agradable sorpresa me das! ¡Qué calor habrás pasado subiendo!
– Sí, padre – respondió el hermano, secándose la frente y la cara con la manga -, pero no importa.
El hermano levantó la cabeza y suspiró. Francisco le invitó a sentarse a la sombra de los pinos.
– ¿Qué es lo que no marcha bien? Cuenta.
– Ya lo sabes, padre – dijo Tancredo -. Desde que no estás entre nosotros, la situación no ha cesado de empeorar. Los hermanos, hablo de los que quieren permanecer fieles a la regla y a tu ejemplo, están desanimados y desorientados. Se les dice y se les repite que tú te has quedado atrás, que es preciso saber adaptarse y, por esto, inspirarse en la organización de las otras grandes Ordenes y que es necesario formar sabios que puedan rivalizar con los de otras Ordenes, que la simplicidad y la pobreza son cosas muy bellas, pero que no hay que exagerarlas y que, en todo caso, no bastan, que la ciencia, el poder y el dinero son también indispensables para obrar y para lograr algo. Eso es lo que dicen.
– Seguramente siguen siendo los mismos los que hablan así – observó simplemente Francisco.
– Sí, padre. Son los mismo. Tú los conoces. Se les llama los innovadores, pero han seducido  a muchos y la desgracia es que, por reacción contra ellos, algunos hermanos se dejan ir a toda clase de excentricidades del peor gusto, bajo pretexto de austeridad y de simplicidad evangélicas. Por ejemplo, los hermanos que han tenido que ser llamados al orden recientemente por el obispo de Fondi, porque se descuidaban completamente y dejaban crecer una barba de largura desmesurada. Otros han salido de la obediencia y se han casado. No se dan cuenta de que obrando así desacreditan a todos los hermanos y echan agua al molino de los innovadores. Ante tales abusos, éstos tienen buena ocasión para imponer su voluntad; se presentan como defensores de la regla. Cogido entre estos innovadores y estos excéntricos está el rebañito fiel, que gime porque está sin pastor. Una verdadera pena. En fin, se acerca el capítulo de Pentecostés. Es nuestra última esperanza. ¿Vendrás a él, padre?
– Sí, iré. Pienso incluso ponerme en camino sin tardar – respondió simplemente Francisco.
– Los hermanos fieles esperan que vas a volver a tomar el gobierno y que reprimirás los abusos y rechazarás a los recalcitrantes, que ya es hora.
– ¿Crees tú que los otros querrán saber de mí? – preguntó Francisco.
– Es preciso imponerse, padre, hablándoles claro y fuerte y amenazándoles con sanciones. Es preciso resistirles de cara. No hay más que ese medio – volvió a decir Tancredo.
Francisco no respondió. Cantaban las cigarras. El bosque suspiraba por momentos. Una ligera brisa atravesó el pinar, levantando un olor fuerte a resina. Francisco se callaba.
Su mirada estaba fija en el suelo sembrado de agujas y de ramitas secas. Se puso a pensar que la menor chispa caída al azar sobre esta alfombra bastaría para abrasar todo el bosque.
– Escucha – dijo Francisco después de algunos instantes de silencio -. No quiero dejarte en ilusión. Hablaré claro, puesto que lo deseas. No me consideraría hermano menor si no estuviese en este estado. Yo soy el superior de mis hermanos, voy al capítulo, hago allí un sermón, doy mi parecer, y si cuando he terminado me dicen: “Tú no tienes lo que nos hace falta, eres iletrado, despreciable; ya no te queremos como superior, porque no tienes ninguna elocuencia, eres simple y pasado.” Y soy arrojado vergonzosamente, cargado del desprecio universal. Pues mira: te digo, si no recibo eso con la misma frente, con la misma alegría interior y conservando idéntica mi voluntad de santificación, yo no soy, pero de ningún modo, un hermano menor.
– Muy bien, padre, pero eso no resuelve la cuestión – objetó Tancredo.
– ¿Qué cuestión? – preguntó Francisco.
Tancredo le miró con una cara espantada.
– ¿Qué cuestión? – repitió Francisco.
– Pues la de la Orden – exclamó Tancredo -. Acabas de describirme tu estado de alma. Yo te admiro, pero no puedes pararte en ese punto de vista personal y pensar únicamente en ese punto de vista personal y pensar  únicamente en tu perfección. ¡Están los otros! Tú eres su guía y su padre. No puedes abandonarlos. Tienen derecho a tu apoyo. Es preciso no olvidarlos.
– Es verdad, Tancredo. Están los otros. He pensado muchísimo  en esto, créeme – dijo Francisco -, pero no se ayuda a los hombres a practicar la dulzura y la paciencia evangélicas comenzando por golpear con el puño a todos los que no son de nuestro parecer, sino más bien aceptando uno mismo los golpes.
– ¿Y dónde te dejas la cólera de Dios? – replicó vivamente Tancredo -. Hay cóleras santas. Cristo hizo restallar el látigo por encima de la cabeza de los vendedores, y no solamente por encima de sus cabezas, sin duda. A veces es necesario arrojar a los vendedores del templo. Sí, con pérdida y ruido. Eso también es imitar a Cristo.
Tancredo había elevado el tono. Se había animado. Hablaba con furia. Con gestos terminantes. Su rostro se había enrojecido. Hizo un movimiento para levantarse, pero Francisco le puso la mano sobre el hombro y lo retuvo.
– Vamos, hermano Tancredo, escúchame un poco – le dijo con calma -. Si el Señor quisiera arrojar de delante de su rostro todo lo que hay de impuro y de indigno, ¿crees que habría muchos que pudiesen encontrar gracia? Seríamos todos barridos, pobre amigo mío. Nosotros como los otros. No hay tanta diferencia entre los hombres desde este punto de vista. Felizmente, a Dios no le gusta hacer limpieza por el vacío. Eso es lo que nos salva. Ha arrojado una vez a los vendedores del templo. Lo ha hecho para mostrarnos que El era el dueño  de su casa, pero, ya lo habrás notado, no lo ha hecho más que una sola vez y como jugando, después de lo cual se ofreció a Sí mismo a los golpes de sus perseguidores, y nos ha mostrado de ese modo lo que es la paciencia de Dios. No una impotencia de tratar con rigor, sino una voluntad de amar que no se retira.
– Sí, padre, pero obrando como dices abandonas la partida pura y simplemente. La Orden irá a su pérdida y la Iglesia sufrirá mucho con ello. En lugar de un renuevo no contará sino con una ruina más. Eso es todo – replicó Tancredo.
– Pues bien: yo te lo digo. La Orden continuará, a pesar de todo – afirmó Francisco con vigor, pero sin salir de su calma -. El Señor me ha dado esta seguridad. El porvenir de la Orden es asunto suyo. Si los hermanos son infieles, suscitará a otros y es posible que ya hayan nacido. En cuanto a mí, el Señor no me ha pedido convencer a los hombres a fuerza de elocuencia o de ciencia, menos aún de obligarlos. Simplemente me ha hecho saber que yo debía vivir según la forma del santo Evangelio, y cuando me dio hermanos hice escribir una regla en pocas palabras. El señor Papa me la confirmó. Entonces estábamos sin pretensiones y sometidos a todos; yo quiero permanecer en este estado hasta el fin.
– Entonces, ¿hay que dejar que los otros obren a su aire y soportarlo todo sin decir nada? – volvió a decir Tancredo.
– En cuanto a mí – dijo Francisco -, yo quiero estar sometido a todos los hombres y a todas las criaturas de este mundo, tanto como desde lo alto Dios lo permita. Tal es la condición del hermano menor.
– No, en eso verdaderamente yo no te sigo; no te comprendo – dijo Tancredo.
– No me comprendes – respondió Francisco – porque esta actitud de humildad y de sumisión te  parece cobardía y pasividad, pero se trata de algo muy distinto. Yo también he estado mucho tiempo sin comprender, medio abatido en la noche, como un pajarito cogido en la trampa, pero el Señor tuvo piedad de mí, me ha hecho ver que la más alta actividad del hombre y su madurez no consiste en la prosecución de una idea, por muy elevada y muy santa que sea, sino en la aceptación humilde y alegre de lo que es, de todo lo que es. <<El hombre que sigue su idea permanece cerrado en sí mismo. No comunica verdaderamente con los otros seres. No llega a conocer nunca el universo. Le falta el silencio, la profundidad y la paz. La profundidad de un hombre está en su poder de acogimiento. La mayor parte de los hombres permanecen aislados en sí mismos, a pesar de todas las apariencias. Son como insectos que no llegan a despojarse de su caparazón. Se agitan desesperadamente en el interior de sus límites. A fin de cuentas, se encuentran como al principio. Creen haber cambiado algo, pero mueren sin haber visto ni siquiera la luz. No se han despertado nunca a la realidad. Han vivido en sueños.>>
Tancredo se callaba. Las palabras de Francisco le parecían tan extrañas… ¿Era Francisco o él el que soñaba? Le irritaba verse colocado entre los soñadores. El estaba seguro de sí, de lo que veía y de lo que sentía.
– Pero entonces, ¿todos los que intentan hacer algo en este mundo son soñadores? – dijo después de un momento de silencio.
– Yo no digo eso – respondió Francisco -, pero pienso que es difícil aceptar la realidad. Y, a decir verdad, ningún hombre la acepta nunca totalmente. Queremos siempre añadir un codo a nuestra estatura, de una u otra manera. Tal es el fin de la mayor parte de nuestras acciones. Aun cuando pensamos trabajar por el reino de Dios es muchas veces eso lo que buscamos, hasta que un día tropezando con un fracaso, un fracaso profundo, no nos queda más que esta sola realidad desmesurada: Dios es. Descubrimos entonces que no hay más todopoderoso que El, y que El es el solo Santo, el solo Bueno. El hombre que acepta esta realidad y que se goza hasta el fondo de ella ha encontrado la paz. Dios es, y eso basta. Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea Dios. Sólo el hombre que acepta a Dios de esta manera es capaz es capaz de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Se hace libre de todo querer particular. Ninguna otra cosa viene a turbar en él el juego divino de la creación. Su querer se ha simplificado y al mismo tiempo se hace vasto y hondo como el mundo. Un simple y puro querer de Dios, que abraza todo, que acoge todo. Ya nada le separa del acto creador. Está enteramente abierto a la acción de Dios, que hace de él lo que quiere, que le lleva a donde quiere, y esta santa obediencia le da acceso a las profundidades del universo, a la potencia que mueve los astros y  que hace abrirse tan graciosamente las más humildes flores del campo. Ve claro en el interior del mundo. Descubre esa soberana bondad que está en el origen de todos los seres y que estará un día toda entera en todos, pero él la ve ya esparcida y extendida en cada ser. Participa él mismo en la gran forma de la bondad. Se hace misericordioso, solar, como el Padre, que hace resplandecer su sol con la misma prodigalidad sobre los buenos y los malos. ¡Ah, hermano Tancredo!, ¡qué grande es la gloria de Dios! ¡Y el mundo rezuma de su bondad y de su misericordia!
– Pero en el mundo – contestó Tancredo – están también la falta y el mal. No podemos dejar de verlos y en su presencia no tenemos derecho a permanecer indiferentes. Desgraciados de nosotros si, por nuestro silencio o nuestra inacción, los malos se endurecen en su malicia y triunfan.
– Es verdad; no tenemos derecho a permanecer indiferentes ante el mal y el pecado – respondió Francisco -, pero tampoco debemos irritarnos y turbarnos. Nuestra turbación y nuestra irritación no pueden más que herir la caridad en nosotros mismos y en los otros. Nos es preciso aprender a ver el mal y el pecado como Dios lo ve. Eso es precisamente lo difícil, porque donde nosotros vemos naturalmente una falta a condenar y a castigar, Dios ve primeramente una miseria a socorrer. El Todopoderoso es también el más dulce de los seres, el más paciente.
En Dios no hay ni la menor traza de resentimiento. Cuando su  criatura se revuelve  contra El y le ofende, sigue siendo a sus ojos su criatura. Podría destruirla, desde luego, pero ¿qué placer puede encontrar Dios en destruir lo que ha hecho con tanto amor? Todo lo que El ha creado tiene raíces tan profundas en El… Es el más desarmado de todos los seres frente a sus criaturas, como una madre ante su hijo. Ahí está el secreto de esta paciencia enorme que, a veces, nos escandaliza. Dios es semejante al padre de familia ante sus hijos ya mayores y ávidos de adquirir su independencia. Queréis marcharos, estáis impacientes por hacer vuestra vida, cada uno por su lado. Bien, pues yo quiero deciros esto antes de que partáis: “Si algún día tenéis un disgusto, si estáis en la miseria, sabed que yo estoy siempre aquí. Mi puerta os está completamente abierta, de día y de noche. Podéis venir siempre, estaréis siempre en vuestra casa y yo haré todo por socorreros. Aunque todas las puertas estuvieran cerradas, la mía siempre os está abierta.” Dios está hecho así, hermano Tancredo. Nadie ama como El, pero nosotros debemos intentar imitarle. Hasta ahora no hemos hecho todavía nada. Empecemos, pues, a hacer algo.
Pero ¿por dónde comenzar?; padre, dímelo – preguntó Tancredo.
La cosa más urgente – dijo Francisco – es desear tener el Espíritu del Señor. El solo puede hacernos buenos, profundamente buenos, con una bondad que es una sola cosa con nuestro ser más profundo.
Se calló un instante y después volvió a decir:
El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres, pero ¿has pensado ya lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús.” Y no sólo decírselo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse con ese hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba, y que se despierte así a una nueva conciencia de sí. Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad; una amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estimas profundas. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo.
El sol había caído detrás de los montes y bruscamente había refrescado el aire, el viento se había levantado y sacudía los árboles, era ya casi de noche y se oía subir de todas partes el canto ininterrumpido de las cigarras.

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