Las cigarras cantaban en el pinar de alrededor de la ermita. Eran los
primeros días de junio. Hacía mucho calor. Un sol implacable echaba
llamas en el azul deslumbrante del cielo. Los rayos violentos y espesos
caían como una lluvia de fuego. Nada escapaba a este incendio. En el
bosque, las cortezas de los árboles crujían con el calor. Sobre las
cuestas escarpadas de la montaña se secaba la hierba y amarilleaba entre
las rocas calientes. A la orilla del bosque los arbolitos y las plantas
pequeñas, todavía infladas por las lluvias de primavera, bajaban
tristemente la cabeza. Sin embargo, junto al pequeño oratorio, algunos
manzanos cuyas hojas comenzaban a llenarse de frutos, parecían estar muy
bien en medio de este calor. El gran sol, como el fuego, pone a prueba a
los seres. Les obliga a revelarse. Ninguna hinchazón se le resiste. No
deja lugar más que a la madurez. Sólo el árbol que ha anudado sus frutos
se ofrece sin miedo a su brillo y a su ardor.
En las horas más
cálidas del día, le gustaba a Francisco venir bajo los pinos. Escuchaba a
las cigarras y se asociaba interiormente a su canto. Seguía mal de los
ojos, pero su corazón estaba tranquilo. En medio del gran calor gustaba
ya la paz de la tarde.
A veces pensaba en el cercano capítulo de
Pentecostés, en la cantidad de hermanos que en esta ocasión iba a ver
reunidos en Asís. Se imaginaba las dificultades que de nuevo iban a
surgir y mostrarse, más fuertes y más temibles que nunca, en el seno de
su gran familia, pero pensaba en ello ahora, sin la menor turbación, sin
que se le apretara el corazón. Aun los recuerdos penosos que ese
pensamiento traía inevitablemente a su alma no le alteraba su serenidad.
No es que se hubiera hecho indiferente. El amor por los suyos y sus
exigencias no habían cesado de crecer y profundizarse, pero estaba en
paz, para él también la hora de la madurez había llegado. No se cuidaba
de saber si él llevaría muchos frutos, pero velaba para que su fruto no
fuera amargo. Sólo eso importaba. Sabía que todo lo demás le sería dado
por añadidura. Por encima de él las cigarras no dejaban de cantar. Sus
notas estridentes tenían el brillo de la llama; caían de las ramas altas
semejantes a lenguas de fuego.
Francisco estaba sentado en el
pinar cuando vio venir hacia él a través del bosque a un hermano alto,
todavía joven, de andar lento pero decidido. Reconoció al hermano
Tancredo. Francisco se levantó, fue hacia él y lo abrazó.
– ¡Paz a ti! – le dijo – ¡Qué agradable sorpresa me das! ¡Qué calor habrás pasado subiendo!
– Sí, padre – respondió el hermano, secándose la frente y la cara con la manga -, pero no importa.
El hermano levantó la cabeza y suspiró. Francisco le invitó a sentarse a la sombra de los pinos.
– ¿Qué es lo que no marcha bien? Cuenta.
–
Ya lo sabes, padre – dijo Tancredo -. Desde que no estás entre
nosotros, la situación no ha cesado de empeorar. Los hermanos, hablo de
los que quieren permanecer fieles a la regla y a tu ejemplo, están
desanimados y desorientados. Se les dice y se les repite que tú te has
quedado atrás, que es preciso saber adaptarse y, por esto, inspirarse en
la organización de las otras grandes Ordenes y que es necesario formar
sabios que puedan rivalizar con los de otras Ordenes, que la simplicidad
y la pobreza son cosas muy bellas, pero que no hay que exagerarlas y
que, en todo caso, no bastan, que la ciencia, el poder y el dinero son
también indispensables para obrar y para lograr algo. Eso es lo que
dicen.
– Seguramente siguen siendo los mismos los que hablan así – observó simplemente Francisco.
–
Sí, padre. Son los mismo. Tú los conoces. Se les llama los innovadores,
pero han seducido a muchos y la desgracia es que, por reacción contra
ellos, algunos hermanos se dejan ir a toda clase de excentricidades del
peor gusto, bajo pretexto de austeridad y de simplicidad evangélicas.
Por ejemplo, los hermanos que han tenido que ser llamados al orden
recientemente por el obispo de Fondi, porque se descuidaban
completamente y dejaban crecer una barba de largura desmesurada. Otros
han salido de la obediencia y se han casado. No se dan cuenta de que
obrando así desacreditan a todos los hermanos y echan agua al molino de
los innovadores. Ante tales abusos, éstos tienen buena ocasión para
imponer su voluntad; se presentan como defensores de la regla. Cogido
entre estos innovadores y estos excéntricos está el rebañito fiel, que
gime porque está sin pastor. Una verdadera pena. En fin, se acerca el
capítulo de Pentecostés. Es nuestra última esperanza. ¿Vendrás a él,
padre?
– Sí, iré. Pienso incluso ponerme en camino sin tardar – respondió simplemente Francisco.
–
Los hermanos fieles esperan que vas a volver a tomar el gobierno y que
reprimirás los abusos y rechazarás a los recalcitrantes, que ya es hora.
– ¿Crees tú que los otros querrán saber de mí? – preguntó Francisco.
–
Es preciso imponerse, padre, hablándoles claro y fuerte y amenazándoles
con sanciones. Es preciso resistirles de cara. No hay más que ese medio
– volvió a decir Tancredo.
Francisco no respondió. Cantaban las
cigarras. El bosque suspiraba por momentos. Una ligera brisa atravesó el
pinar, levantando un olor fuerte a resina. Francisco se callaba.
Su
mirada estaba fija en el suelo sembrado de agujas y de ramitas secas.
Se puso a pensar que la menor chispa caída al azar sobre esta alfombra
bastaría para abrasar todo el bosque.
– Escucha – dijo Francisco
después de algunos instantes de silencio -. No quiero dejarte en
ilusión. Hablaré claro, puesto que lo deseas. No me consideraría hermano
menor si no estuviese en este estado. Yo soy el superior de mis
hermanos, voy al capítulo, hago allí un sermón, doy mi parecer, y si
cuando he terminado me dicen: “Tú no tienes lo que nos hace falta, eres
iletrado, despreciable; ya no te queremos como superior, porque no
tienes ninguna elocuencia, eres simple y pasado.” Y soy arrojado
vergonzosamente, cargado del desprecio universal. Pues mira: te digo, si
no recibo eso con la misma frente, con la misma alegría interior y
conservando idéntica mi voluntad de santificación, yo no soy, pero de
ningún modo, un hermano menor.
– Muy bien, padre, pero eso no resuelve la cuestión – objetó Tancredo.
– ¿Qué cuestión? – preguntó Francisco.
Tancredo le miró con una cara espantada.
– ¿Qué cuestión? – repitió Francisco.
–
Pues la de la Orden – exclamó Tancredo -. Acabas de describirme tu
estado de alma. Yo te admiro, pero no puedes pararte en ese punto de
vista personal y pensar únicamente en ese punto de vista personal y
pensar únicamente en tu perfección. ¡Están los otros! Tú eres su guía y
su padre. No puedes abandonarlos. Tienen derecho a tu apoyo. Es preciso
no olvidarlos.
– Es verdad, Tancredo. Están los otros. He pensado
muchísimo en esto, créeme – dijo Francisco -, pero no se ayuda a los
hombres a practicar la dulzura y la paciencia evangélicas comenzando por
golpear con el puño a todos los que no son de nuestro parecer, sino más
bien aceptando uno mismo los golpes.
– ¿Y dónde te dejas la
cólera de Dios? – replicó vivamente Tancredo -. Hay cóleras santas.
Cristo hizo restallar el látigo por encima de la cabeza de los
vendedores, y no solamente por encima de sus cabezas, sin duda. A veces
es necesario arrojar a los vendedores del templo. Sí, con pérdida y
ruido. Eso también es imitar a Cristo.
Tancredo había elevado el
tono. Se había animado. Hablaba con furia. Con gestos terminantes. Su
rostro se había enrojecido. Hizo un movimiento para levantarse, pero
Francisco le puso la mano sobre el hombro y lo retuvo.
– Vamos,
hermano Tancredo, escúchame un poco – le dijo con calma -. Si el Señor
quisiera arrojar de delante de su rostro todo lo que hay de impuro y de
indigno, ¿crees que habría muchos que pudiesen encontrar gracia?
Seríamos todos barridos, pobre amigo mío. Nosotros como los otros. No
hay tanta diferencia entre los hombres desde este punto de vista.
Felizmente, a Dios no le gusta hacer limpieza por el vacío. Eso es lo
que nos salva. Ha arrojado una vez a los vendedores del templo. Lo ha
hecho para mostrarnos que El era el dueño de su casa, pero, ya lo
habrás notado, no lo ha hecho más que una sola vez y como jugando,
después de lo cual se ofreció a Sí mismo a los golpes de sus
perseguidores, y nos ha mostrado de ese modo lo que es la paciencia de
Dios. No una impotencia de tratar con rigor, sino una voluntad de amar
que no se retira.
– Sí, padre, pero obrando como dices abandonas
la partida pura y simplemente. La Orden irá a su pérdida y la Iglesia
sufrirá mucho con ello. En lugar de un renuevo no contará sino con una
ruina más. Eso es todo – replicó Tancredo.
– Pues bien: yo te lo
digo. La Orden continuará, a pesar de todo – afirmó Francisco con vigor,
pero sin salir de su calma -. El Señor me ha dado esta seguridad. El
porvenir de la Orden es asunto suyo. Si los hermanos son infieles,
suscitará a otros y es posible que ya hayan nacido. En cuanto a mí, el
Señor no me ha pedido convencer a los hombres a fuerza de elocuencia o
de ciencia, menos aún de obligarlos. Simplemente me ha hecho saber que
yo debía vivir según la forma del santo Evangelio, y cuando me dio
hermanos hice escribir una regla en pocas palabras. El señor Papa me la
confirmó. Entonces estábamos sin pretensiones y sometidos a todos; yo
quiero permanecer en este estado hasta el fin.
– Entonces, ¿hay que dejar que los otros obren a su aire y soportarlo todo sin decir nada? – volvió a decir Tancredo.
–
En cuanto a mí – dijo Francisco -, yo quiero estar sometido a todos los
hombres y a todas las criaturas de este mundo, tanto como desde lo alto
Dios lo permita. Tal es la condición del hermano menor.
– No, en eso verdaderamente yo no te sigo; no te comprendo – dijo Tancredo.
–
No me comprendes – respondió Francisco – porque esta actitud de
humildad y de sumisión te parece cobardía y pasividad, pero se trata de
algo muy distinto. Yo también he estado mucho tiempo sin comprender,
medio abatido en la noche, como un pajarito cogido en la trampa, pero el
Señor tuvo piedad de mí, me ha hecho ver que la más alta actividad del
hombre y su madurez no consiste en la prosecución de una idea, por muy
elevada y muy santa que sea, sino en la aceptación humilde y alegre de
lo que es, de todo lo que es. <<El hombre que sigue su idea permanece
cerrado en sí mismo. No comunica verdaderamente con los otros seres. No
llega a conocer nunca el universo. Le falta el silencio, la profundidad y
la paz. La profundidad de un hombre está en su poder de acogimiento. La
mayor parte de los hombres permanecen aislados en sí mismos, a pesar de
todas las apariencias. Son como insectos que no llegan a despojarse de
su caparazón. Se agitan desesperadamente en el interior de sus límites. A
fin de cuentas, se encuentran como al principio. Creen haber cambiado
algo, pero mueren sin haber visto ni siquiera la luz. No se han
despertado nunca a la realidad. Han vivido en sueños.>>
Tancredo se
callaba. Las palabras de Francisco le parecían tan extrañas… ¿Era
Francisco o él el que soñaba? Le irritaba verse colocado entre los
soñadores. El estaba seguro de sí, de lo que veía y de lo que sentía.
– Pero entonces, ¿todos los que intentan hacer algo en este mundo son soñadores? – dijo después de un momento de silencio.
–
Yo no digo eso – respondió Francisco -, pero pienso que es difícil
aceptar la realidad. Y, a decir verdad, ningún hombre la acepta nunca
totalmente. Queremos siempre añadir un codo a nuestra estatura, de una u
otra manera. Tal es el fin de la mayor parte de nuestras acciones. Aun
cuando pensamos trabajar por el reino de Dios es muchas veces eso lo que
buscamos, hasta que un día tropezando con un fracaso, un fracaso
profundo, no nos queda más que esta sola realidad desmesurada: Dios es.
Descubrimos entonces que no hay más todopoderoso que El, y que El es el
solo Santo, el solo Bueno. El hombre que acepta esta realidad y que se
goza hasta el fondo de ella ha encontrado la paz. Dios es, y eso basta.
Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea
Dios. Sólo el hombre que acepta a Dios de esta manera es capaz es capaz
de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Se hace libre de todo querer
particular. Ninguna otra cosa viene a turbar en él el juego divino de la
creación. Su querer se ha simplificado y al mismo tiempo se hace vasto y
hondo como el mundo. Un simple y puro querer de Dios, que abraza todo,
que acoge todo. Ya nada le separa del acto creador. Está enteramente
abierto a la acción de Dios, que hace de él lo que quiere, que le lleva a
donde quiere, y esta santa obediencia le da acceso a las profundidades
del universo, a la potencia que mueve los astros y que hace abrirse tan
graciosamente las más humildes flores del campo. Ve claro en el
interior del mundo. Descubre esa soberana bondad que está en el origen
de todos los seres y que estará un día toda entera en todos, pero él la
ve ya esparcida y extendida en cada ser. Participa él mismo en la gran
forma de la bondad. Se hace misericordioso, solar, como el Padre, que
hace resplandecer su sol con la misma prodigalidad sobre los buenos y
los malos. ¡Ah, hermano Tancredo!, ¡qué grande es la gloria de Dios! ¡Y
el mundo rezuma de su bondad y de su misericordia!
– Pero en el
mundo – contestó Tancredo – están también la falta y el mal. No podemos
dejar de verlos y en su presencia no tenemos derecho a permanecer
indiferentes. Desgraciados de nosotros si, por nuestro silencio o
nuestra inacción, los malos se endurecen en su malicia y triunfan.
–
Es verdad; no tenemos derecho a permanecer indiferentes ante el mal y
el pecado – respondió Francisco -, pero tampoco debemos irritarnos y
turbarnos. Nuestra turbación y nuestra irritación no pueden más que
herir la caridad en nosotros mismos y en los otros. Nos es preciso
aprender a ver el mal y el pecado como Dios lo ve. Eso es precisamente
lo difícil, porque donde nosotros vemos naturalmente una falta a
condenar y a castigar, Dios ve primeramente una miseria a socorrer. El
Todopoderoso es también el más dulce de los seres, el más paciente.
En Dios no hay ni la menor traza de resentimiento. Cuando su criatura se revuelve contra El y le ofende, sigue siendo a sus ojos su criatura. Podría destruirla, desde luego, pero ¿qué placer puede encontrar Dios en destruir lo que ha hecho con tanto amor? Todo lo que El ha creado tiene raíces tan profundas en El… Es el más desarmado de todos los seres frente a sus criaturas, como una madre ante su hijo. Ahí está el secreto de esta paciencia enorme que, a veces, nos escandaliza. Dios es semejante al padre de familia ante sus hijos ya mayores y ávidos de adquirir su independencia. Queréis marcharos, estáis impacientes por hacer vuestra vida, cada uno por su lado. Bien, pues yo quiero deciros esto antes de que partáis: “Si algún día tenéis un disgusto, si estáis en la miseria, sabed que yo estoy siempre aquí. Mi puerta os está completamente abierta, de día y de noche. Podéis venir siempre, estaréis siempre en vuestra casa y yo haré todo por socorreros. Aunque todas las puertas estuvieran cerradas, la mía siempre os está abierta.” Dios está hecho así, hermano Tancredo. Nadie ama como El, pero nosotros debemos intentar imitarle. Hasta ahora no hemos hecho todavía nada. Empecemos, pues, a hacer algo.
En Dios no hay ni la menor traza de resentimiento. Cuando su criatura se revuelve contra El y le ofende, sigue siendo a sus ojos su criatura. Podría destruirla, desde luego, pero ¿qué placer puede encontrar Dios en destruir lo que ha hecho con tanto amor? Todo lo que El ha creado tiene raíces tan profundas en El… Es el más desarmado de todos los seres frente a sus criaturas, como una madre ante su hijo. Ahí está el secreto de esta paciencia enorme que, a veces, nos escandaliza. Dios es semejante al padre de familia ante sus hijos ya mayores y ávidos de adquirir su independencia. Queréis marcharos, estáis impacientes por hacer vuestra vida, cada uno por su lado. Bien, pues yo quiero deciros esto antes de que partáis: “Si algún día tenéis un disgusto, si estáis en la miseria, sabed que yo estoy siempre aquí. Mi puerta os está completamente abierta, de día y de noche. Podéis venir siempre, estaréis siempre en vuestra casa y yo haré todo por socorreros. Aunque todas las puertas estuvieran cerradas, la mía siempre os está abierta.” Dios está hecho así, hermano Tancredo. Nadie ama como El, pero nosotros debemos intentar imitarle. Hasta ahora no hemos hecho todavía nada. Empecemos, pues, a hacer algo.
Pero ¿por dónde comenzar?; padre, dímelo – preguntó Tancredo.
–
La cosa más urgente – dijo Francisco – es desear tener el Espíritu del
Señor. El solo puede hacernos buenos, profundamente buenos, con una
bondad que es una sola cosa con nuestro ser más profundo.
Se calló un instante y después volvió a decir:
–
El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres, pero ¿has pensado
ya lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es
decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús.” Y no sólo
decírselo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse
con ese hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de
salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba, y que se
despierte así a una nueva conciencia de sí. Eso es anunciarle la Buena
Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad; una
amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y
de estimas profundas. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es
delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la
riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan
el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les
aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio
de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y
sin desprecios, capaces de hacerse realmente amigos. Es nuestra amistad
lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de
Dios y salvados en Jesucristo.
El sol había caído detrás de los
montes y bruscamente había refrescado el aire, el viento se había
levantado y sacudía los árboles, era ya casi de noche y se oía subir de
todas partes el canto ininterrumpido de las cigarras.
http://www.pazybien.es/sabiduria-de-un-pobre-mas-lleno-de-sol-que-el-verano/
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