Hay textos cuyas palabras hacen sentir más miedo que la posibilidad de la hoja en blanco. Este texto es así.
Empezaré por decir que jamás vi a un hombre tan entero y tan rendido al mismo tiempo, ese hombre era mi padre.
Con un ejército de hormigas rojas que llevaban ansiedad pegajosa
marchando en mi cabeza, me levanté una mañana sabiendo que le quedaba
poco tiempo de vida y que mi vida sumaba mucho tiempo de no verlo.
Treinta años.
Hoy mientras corría miré a un hombre proteger a su hijo de la lluvia
en la fila para entrar a la escuela. Es una imagen que me conmueve. Y
esta vez elijo reparar en los padres —no en las madres. Cuánta
fragilidad en esos hombres que se empeñan en tejer un vínculo contra
viento y marea, cuánta entereza, cuánto fuego marcial aprendiendo a
soplar bajito.
Descubrí hasta qué punto ignoraba todo de él aquella mañana de las
hormigas rojas que intenté escribirle una carta y me pregunté si mi papá
sabría leer.
Dice Paul Auster en La invención de la soledad sobre su padre un
frase demoledora. “Mi recuerdo más temprano: su ausencia. Durante los
primeros años de vida, él se iba a trabajar por la mañana temprano,
antes de que yo me despertara, y volvía a casa mucho después de que me
acostara. Yo era el niño de mamá y vivía en su órbita”.
Esa madre exigiría del padre presencia y afecto pero también que
resolviera la vida material, que fuera el perro de adelante, que no
llegara tarde a la oficina ni a la fiesta de cumpleaños, que luego de
doce horas de trabajo regresara a casa comportándose como el príncipe de
la masculinidad que ella estaba convencida de merecer. Ah, los errores
personales que convertimos en credo, en causa social, en discurso de
avanzada, en argumento de la ofensa permanente.
Con dos dedos de frente podemos entender que también los hombres
enfrentan dictatoriales exigencias de género, que el mundo se empeña en
desarmarlos al tiempo que les exige una entereza a prueba de balas
(literalmente). Y es que se espera de ellos que sean empáticos sin ser
vulnerables, que cooperen con las tareas pero qué fastidio que sean tan
torpes y haya que relevarlos al primer minuto para mostrarles cómo se
hace porque siempre habrá incuestionables madres eficientes bombardeando
la “inutilidad” de sus parejas.
Crecí escuchando —como muchos hijos de padre ausente, que él era el
cabrón pero también el débil, el verdugo pero el fracasado, el que no
estaba porque cuando estuvo no estuvo a la altura y por eso hubo que
pedirle que se fuera de la casa. En fin, el que por más que haga nunca
dará el ancho ni el alto ni el grueso del halo (y el falo) súper
protector y evolucionado que la tiranía femenina exige de los hombres.
Sí, dije tiranía femenina. No lo retiro. Y me hago cargo.
Y los años pasan y creces sin saber cómo acomodar ese tiroteo de
mensajes sobre tu padre que es un pendejo, egoísta y bueno para nada
como-todos-los-hombres. Y pasan más años y tu madre empieza a aflojar el
discurso porque, bueno, tiene que admitir que ella lo eligió.
Y entre un discurso y otro está tu memoria, tu pedacito de verdad, tu
territorio de identidad que permanece y a ti parece que no fue tan de
la chingada como ella lo cuenta. Y ahí están las fotos, y los recuerdos
de los que se habla en las sobremesas, y tu propio recuerdo de aquel día
que esperó por ti más de seis horas hasta que tu madre lo dejó verte, o
de aquel otro que te recibió empapado porque salió a comprar los
ingredientes para preparar la comida porque él también te amaba aa su
modo, y quería protegerte. Y se esforzó por vincularse pero no dio el
ancho ni el alto ni el cómo ni el así se hará porque yo soy su madre.
Y —perdonen el spoiler, luego pasan más años y ahora que tu padre
murió exactamente como lo anticipaste, tu madre por fin se quiebra y un
día te dice que él “no siempre fue malo” y te cuenta las historias
luminosas que debió contarte décadas antes. Y cuando ya perdiste la suma
de los años y has visto a tus hermanos, amigos y parejas esforzarse
hasta lo indecible por estar cerca de sus hijos al ritmo de “así no se
hace, egoísta, bueno para nada…” pues carajo. Que lo innombrable no
puede ser el padre. Ojalá las mujeres que lo hacen, repararan en el
mensaje de mutilación que transmiten.
Como dice Humberto Maturana: nuestro maravilloso cerebro no crece en
la manipulación, crece en la convivencia y el camino que seguimos
depende de nuestro capital emocional.
¿Qué ganan quitándole la mitad del capital emocional positivo a quien
está aprendiendo el mundo? ¿Qué adelantan heredando a sus hijos la
imagen de un padre defectuoso para parecer ustedes más enteras por
contraste?
Si rotos estamos todos. Y por eso podemos amarnos que el amor entre
dos enteros no es amor sino diploma de egos. (El que tenga apertura
mental que entienda y el que no, que se ofenda).
Digo que el amor también se enseña y se construye tan humano o
artificiosamente divino como decidamos. Que a nadie le hace mal
detenerse a mirar el otro lado de la historia. Que resulta sintomático
—de tantas cosas— que este país no esté paralizado por el día del padre
pero ante las santas madrecitas siempre veremos hincarse a Dios y al
Diablo.
@AlmaDeliaMC
http://www.sinembargo.mx/16-06-2018/3429650
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