Cada tarde comía de la limosna o de los pedazos de pan que alguna persona caritativa le acercaba.
Sin embargo, a pesar de su aspecto
y de la forma de pasar sus días, Pedro era considerado por todos, el
hombre más sabio del pueblo, quizás no tanto por su inteligencia, sino
por todo aquello que había vivido.
Una
mañana soleada, el rey en persona apareció en la plaza. Rodeado de
guardias, caminaba entre los puestos de frutas y baratijas buscando nada
en concreto.
Riéndose de los mercaderes y de los compradores, casi tropezó con Pedro, que dormitaba a la sombra de una encina.
Alguien
le contó que estaba frente al más pobre de sus súbditos, pero también
frente a uno de los hombres más respetados por su sabiduría.
El rey, divertido, se acercó al mendigo y le dijo:
“Si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro.” Pedro lo miró, casi despectivamente, y le dijo:
“Puede quedarse usted con su moneda… ¿Para qué la querría yo? ¿Cuál es su pregunta?”
Y el rey se sintió desafiado por la respuesta y en lugar de una pregunta banal, se despachó con una cuestión que hacía días lo angustiaba y que no podía resolver.
Un problema de bienes y recursos que sus consejeros no habían podido solucionar. La respuesta de Pedro fue justa y creativa.
El rey se sorprendió; dejó su moneda a los pies del mendigo y siguió su camino por el mercado, meditando sobre lo sucedido.
Al día
siguiente el rey volvió a aparecer en el mercado. Ya no paseaba entre
los mercaderes, fue directo a donde Pedro descansaba, esta vez bajo un
olivar.
Otra vez el rey hizo una pregunta y otra vez Pedro la respondió rápida y sabiamente.
El soberano volvió a sorprenderse de tanta lucidez. Con humildad se quitó las sandalias y se sentó en el suelo frente a Pedro.
“Pedro, te necesito,” le dijo.
“Estoy agobiado por las decisiones que como rey debo tomar. No quiero
perjudicar a mi pueblo y tampoco ser un mal soberano. Te pido que vengas
al palacio y seas mi asesor.
Te prometo que no te faltará nada,
que serás respetado y que podrás partir cuando quieras… por favor.” Por
compasión, por servicio o por sorpresa, el caso es que Pedro, después
de pensar unos minutos, aceptó la propuesta del rey.
Esa misma tarde llegó Pedro al palacio, en donde inmediatamente le fue asignado un lujoso cuarto a escasos doscientos metros de la alcoba real.
En la
habitación, una tina de esencias y con agua tibia lo esperaba. Durante
las siguientes semanas, las consultas del rey se hicieron habituales.
Todos los
días, a la mañana y a la tarde, el monarca mandaba llamar a su nuevo
asesor para consultarle sobre los problemas del reino, sobre su propia
vida o sobre sus dudas espirituales. Pedro siempre contestaba con
claridad y precisión.
El recién llegado se transformó en el interlocutor favorito del rey.
A los tres meses de su estancia ya no había medida, decisión o fallo que el monarca no consultara con su preciado asesor.
Obviamente
esto desencadenó los celos de todos los cortesanos que veían en el
mendigo-consultor una amenaza para su propia influencia y un perjuicio
para sus intereses materiales.
Un día todos los demás asesores pidieron audiencia con el rey.
Muy circunspectos y con gravedad le dijeron.
“No puede ser” dijo el rey. “No lo creo.”
“Puedes confirmarlo con tus propios ojos,” dijeron todos.
“Cada
tarde a eso de las cinco, Pedro se escabulle del palacio hasta el ala
Sur y en un cuarto oculto se reúne a escondidas, no sabemos con quién.
Le hemos preguntado a dónde iba alguna de esas tardes y ha contestado
con evasivas. Esa actitud terminó de alertarnos sobre su conspiración.”
El rey se sintió defraudado y dolido. Debía confirmar esas versiones.
Esa tarde
a las cinco, aguardaba oculto en el recodo de una escalera. Desde allí
vio cómo, en efecto, Pedro llegaba a la puerta, miraba hacia los lados y
con la llave que colgaba de su cuello abría la puerta de madera y se
escabullía sigilosamente dentro del cuarto.
“¿Lo viste?” gritaron los cortesanos, “lo viste?”
Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta.
“¿Quién es?” dijo Pedro desde adentro.
“Soy yo, el rey,” dijo el soberano.
“Ábreme la puerta.”
Pedro
abrió la puerta. No había nadie allí, salvo Pedro. Ninguna puerta, o
ventana, ninguna puerta secreta, ningún mueble que permitiera ocultar a
alguien. Sólo había en el suelo un plato de madera desgastado; en un
rincón una vara de caminante y un crucifijo; en el centro del cuarto,
una túnica raída colgando de un gancho del techo.
“¿Estás conspirando contra mí, Pedro?” preguntó el rey.
“¿Cómo se le ocurre, majestad?” contestó Pedro.
“De ninguna forma, ¿por qué lo haría?”
“Pero
vienes aquí cada tarde en secreto. ¿Qué es lo que buscas si no te ves
con nadie? ¿Para qué vienes a este cuchitril a escondidas?”
Pedro sonrió y se acercó a la túnica raída que pendía del techo.
La acarició y le dijo al rey:
“Hace sólo seis meses cuando llegué, lo único que tenía era esta túnica, este plato y esta vara de madera” dijo Pedro.
“Ahora me
siento tan cómodo en la ropa que visto, es tan confortable la cama en
la que duermo, es tan halagador el respeto que usted me da y tan
fascinante el poder que regala mi lugar a su lado…
Por eso vengo cada día para estar seguro de no olvidarme de dónde vine y quién soy, y vengo a agradecérselo al Señor.”
Anónimo
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