El 17 septiembre celebramos la
impresión de las llagas de San Francisco de Asís. Pocos santos han
tenido tan decisiva influencia en la historia civil y eclesiástica de
todos los tiempos como el Poverello de Asís. Y pocos han vivido las
máximas evangélicas como este hombre que se identificó tanto con
Jesucristo crucificado, que mereció recibir en su cuerpo las señales de
la Pasión.
De acuerdo con sus biógrafos, dos años antes de su muerte, San Francisco se retiró a Toscana con cinco de sus hermanos más cercanos, en el Monte Alvernia, para celebrar la Asunción de la Santísima Virgen y preparar la fiesta de San Miguel Arcángel por cuarenta días de el ayuno. Fue en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Francisco, arrodillado ante su celda, oraba rezando con los brazos abiertos a la espera del amanecer, cuando fue objeto de una gracia excepcional. El Señor crucificado se le apareció en la figura de un serafín de seis alas. Después de pasar tiempo con él en una conversación dulce, partió dejándole impreso en el cuerpo las llagas sagradas.
De acuerdo con sus biógrafos, dos años antes de su muerte, San Francisco se retiró a Toscana con cinco de sus hermanos más cercanos, en el Monte Alvernia, para celebrar la Asunción de la Santísima Virgen y preparar la fiesta de San Miguel Arcángel por cuarenta días de el ayuno. Fue en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Francisco, arrodillado ante su celda, oraba rezando con los brazos abiertos a la espera del amanecer, cuando fue objeto de una gracia excepcional. El Señor crucificado se le apareció en la figura de un serafín de seis alas. Después de pasar tiempo con él en una conversación dulce, partió dejándole impreso en el cuerpo las llagas sagradas.
Por lo tanto, Francisco, que tanto deseaba asemejarse a Cristo, con este rasgo se identificó más a Cristo crucificado.
Al final de su vida, cuando
ya estigmatizado y al borde de suas fuerzas sufría sin tregua, física y
moralmente, alcanza la cumbre de la perfecta alegría y compone el
Cántico de las Criaturas. Hace falta haber entrado de lleno en el
misterio Pascual de muerte y resurreción para poder componer este himno
en el que, la creación entera, reconcilada, encuentra su unidad en Dios.
Todo
lo que hoy experimentamos, aspiración a la libertad, a la paz, a la
vida, a la felicidad, al compartir, al respeto por el hermano y por la
creación, nos ha sido ya propuesto por Francisco de Asís. Por eso, su
mensaje sigue atrayéndonos y nos lleva en seguimiento de Cristo...
La Milagrosa Impresión de las Llagas de San Francisco
El año de 1224 renunció San Francisco el Generalato en manos del Bienaventurado Fray Pedro de Catana, y habiendo mostrado al mundo el poder de Dios en muchas ocasiones, tanto con Sus sermones, como con sus milagros, se retiró al monte Alverna, para pasar en él su Cuaresma de San Miguel; es decir, para entregarse a la soledad, y al ayuno por espacio de cuarenta días, desde la Asunción de la Virgen hasta el último de Septiembre. Está situado este monte en los confines de la Toscana, y es una parte del Apenino, que pertenecía a un Señor del país, llamado Orlando Catanio, y en el año de 1213 se le había cedido a San Francisco, fabricando en él una Iglesia pequeña para el Santo, y algunas celdas para sus Frailes. Retirado, pues, el santo Patriarca a dicho monte, y hallándose un día en lo más fervoroso de su oración, sintió una fuerte inspiración de abrir el libro del Evangelio, persuadido a que había de encontrar en él lo que Dios quería que hiciese. Prosiguió un rato en su oración, y tomando después el libro del altar, mandó a Fray León que le abriese. Era Fray León el único compañero que había llevado consigo a la soledad. Le abrió por tres veces, y en todas salió la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, por donde entendió San Francisco que lo que Dios quería de él era que cada día se hiciese más semejante a Cristo crucificado, aumentando el rigor de la mortificación y de la penitencia
Una mañana, hacia la fiesta de
la Exaltación de la Santa Cruz, que es el día 14 de Septiembre,
hallándose en oración, se sintió tan abrasado en incendios del divino
amor, y con tan inflamados deseos de ser semejante a Cristo crucificado,
que no le parecían bastantes para satisfacerle todas la penitencias del
mundo, ni aun el martirio mismo; cuando de repente vio bajar de lo más alto del Cielo a un Serafín, que en rapidísimo vuelo venia como a dispararse sobre él. Tenía
seis alas encendidas y resplandecientes; dos se elevaban sobre la
cabeza, otras dos estaban extendidas, como en ademan de volar, y las
otras dos cubrían todo su cuerpo. Pero lo más portentoso era que el Serafín parecía estar crucificado, teniendo los pies y las manos clavados en una Cruz. Cada
uno podrá imaginar cuanto sería la admiración y el pasmo; qué afectos
de amor, de gozo, y de compunción excitaría en el corazón de nuestro
Santo la vista de aquel prodigio. Comprendió entonces, dice San
Buenaventura, que su trasformación en imagen viva de Cristo crucificado,
no había de ser por el martirio corporal, sino por la inflamación del
espíritu, y por el abrasado encendimiento del divino amor. Duró
algún tiempo la visión; y habiendo desaparecido, dejó en su corazón una
impresión maravillosa, y al mismo tiempo otra más portentosa en su
cuerpo; porque inmediatamente se comenzaron a manifestar en sus manos y
en sus pies las señales de los clavos, ni más ni menos como las había
visto en la imagen del Serafín crucificado: esto es, las manos y
los pies parecían haber sido clavados por el medio, descubriéndose las
cabezas de los clavos en la parte interior de las manos, y en la
exterior o superior de los pies, y las puntas remachadas a la parte
opuesta de estos y de aquellas. En el costado derecho se manifestaba una
cicatriz roja, como de herida de lanza, saliendo de ella muchas veces
tanta abundancia de sangre, que se humedecían la túnica y los paños
interiores. Y estas son aquellas cicatrices que desde entonces se comenzaron a llamar las llagas.
Se halló en grande aflicción el humilde
Santo, viéndose por una parte que no era posible ocultar largo tiempo a
sus más familiares compañeros estas visibles y maravillosas señales de
la particular bondad del Señor, y temiendo por otra publicar sus
secretos. Llamó, pues, algunos Frailes de los que tenía por más
espirituales, y proponiéndolos la dificultad en términos generales, los
pidió consejo. Uno de ellos, muy versado en los caminos de Dios,
haciendo juicio por el aire, y por las palabras de San Francisco, que
había visto alguna maravilla, y que por su humildad la quería ocultar,
le dijo: Hermano, sábete que Dios no te descubre algunas veces sus
secretos para ti soto, sino también para los demás; por eso debes temer
que algún día seas reprendido por haber enterrado y escondido el
talento. Movido San Francisco de estas palabras, se rindió al
parecer de sus Frailes, y les contó ingenuamente todo lo que había
visto, añadiendo que el que se le apareció, le había
descubierto cosas
que nunca revelaría él a persona viviente. A San Buenaventura le pareció
que nuestro Santo, como otro San Pablo, vio entonces cosas llenas de
misterios, de los cuales a ningún hombre es lícito hablar. Acabados
los cuarenta días, bajó del monte como otro Moisés, inflamado el
rostro; y por más cuidado que puso en ocultar a todos, aun a aquellos
hijos más amados y más familiares suyos, las permanentes señales de tan
insigne favor, cuidó el mismo Señor de manifestarlas por medio de varios
milagros.
Se había extendido por toda la Provincia
de Rieti una enfermedad contagiosa entre el ganado, de la cual morían
muchas reses, tanto ovejunas como vacunas, sin acertarse con el remedio,
y estando durmiendo un gran siervo de Dios, tuvo un sueño en que se le
avisó que fuese a la ermita de los Frailes Menores, donde se hallaba San
Francisco a la sazón, y rociase todo el ganado con el agua en que el
Santo hubiese lavado sus manos y sus pies. Luego que amaneció, se puso
en camino el santo varón para la ermita, y pidiendo secretamente aquella
agua, roció con ella a todas las reses enfermas, que estaban tendidas
por el suelo. Apenas las tocó la primera gota, cuando se levantaron
vigorosas, y corrieron hambrientas a los pastos, cesando de esta manera
toda la enfermedad. El mismo San Buenaventura refiere esta maravilla.
También es hecho constante, añade el mismo Santo, que antes que San
Francisco recibiese del Cielo esta gracia especial, todos los años se
levantaban alrededor del monte Alverna una maligna nube, que
deshaciéndose en granizo, arruinaba los frutos, y desolaba todo el país;
pero desde que el Santo recibió las sagradas llagas, no se volvieron a
ver aquellas maliciosas nubes, y toda aquella comarca lo reconoció por
milagro.
A
pesar del gran cuidado que ponía el siervo de Dios en ocultar aquellas
impresiones y señales de sus sagradas llagas, que el Señor había
estampado en su cuerpo, no pudo estorbar que se viesen las de las manos y
de los pies, aunque después de aquel tiempo andaba siempre calzado, y
casi siempre tenía cubiertas las manos. Vieron las llagas
muchos Religiosos suyos, que sin embargo de ser dignísimos de toda fe
por su eminente santidad, lo aseguraron después con juramento para
quitar el pretexto a toda duda. También las vieron más de una vez
algunos Cardenales, amigos particulares del Santo, y muchos las
celebraron en verso, y en prosa, como lo afirma el mismo San
Buenaventura; el cual añade que asistiendo a un sermón del Papa
Alejandro IV aseguró públicamente el Papa que en vida del Santo había
visto las sagradas llagas con sus mismos ojos: Summus étiam Pontifex
Alexánder, cùm pópulo praedicâret coram multis frátribus, affirmâvit se
dúm Sanctus víveret, stígmata illa sacra suis óculis conspexísse. En
la muerte del Santo, más de cincuenta Frailes, Santa Clara con todas
sus hijas, y una multitud innumerable de seculares de todas condiciones,
satisficieron su piadosa curiosidad, viendo con sus ojos, y tocando muy
despacio con sus manos las sagradas llagas impresas en el santo cuerpo,
como lo dice también el mismo Seráfico Doctor.
En cuanto a la llaga del costado, la
ocultó el Santo con tanto cuidado mientras vivió, que ninguno se la pudo
ver sino cogiéndole por sorpresa. Un hermano que le asistía, y se
llamaba Fray Juan de Lodi, se valió para esto de un piadoso artificio,
persuadiendo al Santo que se quitase la túnica interior para limpiarla y
con cuya ocasión no sólo vio dicha llaga, sino que metiendo en ella los
dedos, le causó un vivísimo dolor. Otros, dos Religiosos contentaron su
devota curiosidad con semejante artificio; y cuando faltaran estas
pruebas de la certidumbre de este hecho, seria evidente testimonio de él
la sangre de que estaba teñida la túnica y los paños interiores. Pero,
muerto el Santo, también fue vista muy a satisfacción esta milagrosa
llaga por muchas personas, de manera, que en las vidas de los Santos se
encontrarán pocos sucesos más bien averiguados y comprobados, que el de
las llagas de San Francisco.
San
Buenaventura, que escribió la vida del Santo treinta o treinta y cinco
años después de su muerte, dice que todos los que vieron y tocaron estas
llagas, reconocieron que los clavos se habían formado milagrosamente de
la carne, y tan adherentes a ella, que cuando los movían, o los
apretaban por un lado, se descubrían más por el opuesto, a manera de
nervios endurecidos, compuestos de una sola pieza. Los clavos eran
negros, como de hierro; pero la llaga del costado se conservaba siempre
roja, y rasgada en figura redonda como especie de rosa. Cierto
Caballero, llamado Gerónimo, hombre de capacidad, de observación, y muy
acreditado, dificultando el asenso a esta maravilla, la examinó a
presencia de muchos, con mayor indagación que todos los demás: movió los
clavos, tocó con sus propias manos los pies, las manos, y el costado
del santo cuerpo, y quedó tan convencido de la verdad, que después fue
uno de los testigos, y la depuso auténticamente con solemne juramento.
Pero cuando no fuese bastante este cúmulo de pruebas y de testigos, lo
sería el haberlo asegurado en sus Bulas dos grandes Pontífices, y que la
Iglesia haya establecido una fiesta particular que se celebra hoy en
todo el mundo cristiano, para celebrar la memoria de esta maravilla.




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