La Eucaristía
designa una doble realidad. Por un lado, el Santo Sacrificio de la Misa,
actualización y presencia del mismo sacrificio de la cruz. Por otro, el
sacramento de la presencia de Cristo bajo los signos de pan y vino, consagrados
en el rito de la celebración.
La Santa Misa,
compendio y centro de la religión cristiana, no es la pura y simple
conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino un sacrificio propio y
verdadero por el que Cristo, Sumo Sacerdote, repite lo que una vez hizo en la
cruz.
Es sustancialmente aquel mismo sacrificio, la misma Víctima, el mismo
Sacerdote principal, la misma oblación, los mismos fines. Sólo difieren en el
modo de realizarse: cruento en el Calvario, incruento en el altar (Concilio de
Trento).
Manantial
abundantísimo de gracias, produce los mismos efectos que el sacrificio de la
cruz:
Adoración: Dios
recibe de una sola Misa una gloria infinita. Sea quien fuere el que celebre,
este efecto siempre se produce.
Acción de
gracias: Justamente esto significa "eucaristía". El Divino Redentor, como Hijo
de Dios, fue el único que pudo darle al Padre una digna acción de gracias. Lo
hizo en la última cena, en la cruz, y no deja de hacerlo en el Sacrificio del
altar.
Reparación o
expiación: Todos los hombres, por el pecado, contraemos una deuda que es preciso
saldar. Tiene este sacrificio un poder expiatorio infinito. Sin embargo su
efecto se aplica según las disposiciones del sujeto que lo recibe. Nada mejor
para reparar nuestros pecados y los de los difuntos.
Petición: No
tiene par tampoco en su fuerza impetratoria, ya que es Cristo mismo, "siempre
vivo para interceder por nosotros" (Heb 8, 25) quien reclama la gracia.
Para poder
participar de ella activamente y con fruto, debemos unirnos cada vez más al
Sacerdote y Víctima como lo recomendaba el Apóstol: "Tened los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Fil 2, 5) identificándonos cada vez más con
Él hasta poder decir: "Con Cristo estoy crucificado" (Gal 2, 19).
En ella, por
fuerza de las palabras del sacerdote, enseña el Concilio de Trento, "después de
la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y
substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles". Allí se hace presente el Señor,
en cada una de las especies, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
La Sagrada
Eucaristía es el sacramento por antonomasia, ya que contiene al mismo Cristo
substancialmente, mientras que los demás sacramentos sólo tienen una gracia
participada de Cristo. De ahí que los teólogos hayan afirmado que todos los
otros sacramentos se ordenan a la Eucaristía, sea a recibirla (Bautismo,
Confirmación, Penitencia, Unción de los enfermos), a figurarla (Matrimonio) o a
realizarla (Orden Sagrado). El Sacramento de la Eucaristía tiene la capacidad de
consumar toda la vida espiritual: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan
en abundancia", dijo el Señor; y añadió: "Si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros."
Tesoro de la
Iglesia que contiene "todas las delicias", si dignamente lo recibimos, es decir,
en gracia de Dios y con devoción. La recepción de la Eucaristía nos une
íntimamente a la Santísima Trinidad, a Cristo y a los miembros vivos del Cuerpo
Místico; nos da la gracia que hace crecer las virtudes y dones del Espíritu
Santo; borra los pecados veniales y la pena temporal; nos preserva de nuevas
faltas al robustecer la caridad; es, finalmente, prenda de la futura gloria, no
sólo para el alma sino también para el cuerpo. Podríamos resumir tantos frutos
con aquellas simples y precisas palabras de Santo Tomás: "Los efectos que la
Pasión de Cristo obró en el mundo los produce este sacramento en el hombre." Una
sola comunión recibida con disposición perfecta bastaría para llevarnos a las
más altas cumbres de la santidad. Si no alcanza a lograrlo es porque no nos
hemos dispuesto convenientemente. Acerquémonos, pues, a comulgar con la debida
preparación, ejercitándonos con actos de fe y de caridad; y luego, hagamos una
intensa acción de gracias con actos de adoración, reparación y amor.
Asimismo, fuera
de la Misa, está siempre a nuestro alcance prolongar los efectos de la comunión,
visitando a Jesús en el Sagrario.
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