El sufrimiento es una de esas realidades en la vida del hombre en las que se prefiere no pensar. Como una ventana a la que tenemos miedo de asomarnos, pues desconocemos el paisaje con el que nos toparemos. Y es entonces cuando la pregunta asoma tercamente en nuestro interior: «¿Por qué sufrimos?».
Me impresionó hace tiempo leer dos historias paralelas de la Segunda Guerra Mundial; dos caminos que, sin embargo, terminaban en metas diferentes: las de Ana Frank y Elie Wiesel.
Ambos sufrieron las atrocidades del odio nazi contra su raza; ambos estuvieron en un campo de exterminio; ambos vieron morir a familiares suyos. Y, sin embargo, Ana pasó los últimos años de su corta vida sonriéndole a ese mundo implacable que se cernía sobre ella y muchos se dieron cuenta cómo se preocupaba más de los demás que de ella misma: «La describieron como calva, demacrada y temblorosa, pero a pesar de su enfermedad les dijo que estaba más preocupada por Margot, cuyo estado parecía más grave».
Elie Wiesel, por su parte, describiendo con amargura el horror de su primera noche en el campo nazi -viendo cómo quemaban a niños judíos- se encerró y borró de su vida la posibilidad de ser feliz. Así sentencia su experiencia: «Nunca olvidaré esa noche, la primera noche en el campo, la cual convirtió mi vida en una larga noche [...] Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe. Nunca olvidaré ese silencio nocturno el cual me privó, para toda la eternidad, del deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos en los cuales asesinaron a mi Dios y mi alma y convirtieron mis sueños en polvo».
¿Cómo es esto posible? Ambos vivieron, más o menos, las mismas circunstancias, pero el final es totalmente diverso. ¿Cómo viven su sufrimiento personas como Ana Frank, que les permiten salir de sí mismos y sonreír? ¿Son héroes? ¿Masoquistas? ¿Locos? ¿Tontos?
La respuesta no es fácil. Más aún, es imposible de responder. ¿Por qué? Porque muchos quieren entender el dolor y darle una explicación matemática; que cuadre dentro del engranaje de un mundo perfectamente organizado y controlado. No, nunca podrán. ¿Cómo comprender un misterio? Es un muro altísimo e infranqueable para cualquier razón humana. Por eso muchos existencialistas ateos chocan con la posibilidad de entender la existencia de Dios y el mal en el mundo.
Pero el "porqué" del sufrimiento es inútil. Es el "para qué" lo que en realidad busca nuestro corazón. Darle un sentido. Sí, sólo quien da sentido al dolor puede tener paz; incluso en la Cruz. Y es que, a fin de cuentas, sólo quien ama sabe sufrir. Y quien "sufre bien", es más humano y más semejante a Dios. Pues Dios es amor y el amor, si es auténtico, sufre también. En resumen, el dolor sólo se comprende en los ojos llorosos de un Dios que es capaz de asumir ese sufrimiento porque me ama y no quiere dejarme solo.
Celebramos los católicos la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores. Su figura, de Corazón traspasado, nos muestra que la Excelsa, la tan querida por el mismo Dios, también lloró; sobre todo al ver a su Hijo morir en el peor de los martirios posibles. Pues bien, esa Mujer, justamente por haber llorado, entiende mis penas y puede consolarme mejor.
Soy consciente de lo pobres que son estos comentarios y sé que no satisfacerán a todos. Después de todo, el sufrimiento es real (¡y duele!). Como me dijo un buen amigo, el "no se haga mi voluntad sino la Tuya" de Cristo no le eximió del profundo sufrimiento en la Cruz; no basta con aceptarlo y ya. Sí, estas líneas son unas paupérrimas reflexiones hechas a bote pronto, pero delante de Cristo Eucaristía. Pero eso sí: la certeza de saber que Dios llora conmigo es un consuelo enorme. Porque podemos gritar nuestro dolor a un cuarto vacío y econtrarnos sólo con un frío eco... o podemos llorar en el hombre de Alguien que, junto conmigo, derrama lágrimas de sufrimiento. No sé ustedes, pero yo prefiero acomodarme en el regazo de María y en los brazos amorosos de mi Dios Crucificado.
Me impresionó hace tiempo leer dos historias paralelas de la Segunda Guerra Mundial; dos caminos que, sin embargo, terminaban en metas diferentes: las de Ana Frank y Elie Wiesel.
Ambos sufrieron las atrocidades del odio nazi contra su raza; ambos estuvieron en un campo de exterminio; ambos vieron morir a familiares suyos. Y, sin embargo, Ana pasó los últimos años de su corta vida sonriéndole a ese mundo implacable que se cernía sobre ella y muchos se dieron cuenta cómo se preocupaba más de los demás que de ella misma: «La describieron como calva, demacrada y temblorosa, pero a pesar de su enfermedad les dijo que estaba más preocupada por Margot, cuyo estado parecía más grave».
Elie Wiesel, por su parte, describiendo con amargura el horror de su primera noche en el campo nazi -viendo cómo quemaban a niños judíos- se encerró y borró de su vida la posibilidad de ser feliz. Así sentencia su experiencia: «Nunca olvidaré esa noche, la primera noche en el campo, la cual convirtió mi vida en una larga noche [...] Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe. Nunca olvidaré ese silencio nocturno el cual me privó, para toda la eternidad, del deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos en los cuales asesinaron a mi Dios y mi alma y convirtieron mis sueños en polvo».
¿Cómo es esto posible? Ambos vivieron, más o menos, las mismas circunstancias, pero el final es totalmente diverso. ¿Cómo viven su sufrimiento personas como Ana Frank, que les permiten salir de sí mismos y sonreír? ¿Son héroes? ¿Masoquistas? ¿Locos? ¿Tontos?
La respuesta no es fácil. Más aún, es imposible de responder. ¿Por qué? Porque muchos quieren entender el dolor y darle una explicación matemática; que cuadre dentro del engranaje de un mundo perfectamente organizado y controlado. No, nunca podrán. ¿Cómo comprender un misterio? Es un muro altísimo e infranqueable para cualquier razón humana. Por eso muchos existencialistas ateos chocan con la posibilidad de entender la existencia de Dios y el mal en el mundo.
Pero el "porqué" del sufrimiento es inútil. Es el "para qué" lo que en realidad busca nuestro corazón. Darle un sentido. Sí, sólo quien da sentido al dolor puede tener paz; incluso en la Cruz. Y es que, a fin de cuentas, sólo quien ama sabe sufrir. Y quien "sufre bien", es más humano y más semejante a Dios. Pues Dios es amor y el amor, si es auténtico, sufre también. En resumen, el dolor sólo se comprende en los ojos llorosos de un Dios que es capaz de asumir ese sufrimiento porque me ama y no quiere dejarme solo.
Celebramos los católicos la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores. Su figura, de Corazón traspasado, nos muestra que la Excelsa, la tan querida por el mismo Dios, también lloró; sobre todo al ver a su Hijo morir en el peor de los martirios posibles. Pues bien, esa Mujer, justamente por haber llorado, entiende mis penas y puede consolarme mejor.
Soy consciente de lo pobres que son estos comentarios y sé que no satisfacerán a todos. Después de todo, el sufrimiento es real (¡y duele!). Como me dijo un buen amigo, el "no se haga mi voluntad sino la Tuya" de Cristo no le eximió del profundo sufrimiento en la Cruz; no basta con aceptarlo y ya. Sí, estas líneas son unas paupérrimas reflexiones hechas a bote pronto, pero delante de Cristo Eucaristía. Pero eso sí: la certeza de saber que Dios llora conmigo es un consuelo enorme. Porque podemos gritar nuestro dolor a un cuarto vacío y econtrarnos sólo con un frío eco... o podemos llorar en el hombre de Alguien que, junto conmigo, derrama lágrimas de sufrimiento. No sé ustedes, pero yo prefiero acomodarme en el regazo de María y en los brazos amorosos de mi Dios Crucificado.
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