domingo, 1 de febrero de 2009

SUBE CONMIGO ( 4 )

***SOLIDARIDAD***


Esencialmente relación
Desde las profundidades de su conciencia de finitud e indigencia, surge en él hombre, explosiva e inevitable, la necesidad y el deseo de relación. Si, en hipótesis, imagináramos un hombre literalmente solo en una selva infinita, su existencia sería un círculo infernal que lo llevaría a la locura, o el tal sujeto regresaría a las etapas prehumanas de la escala vital.
Al perder el vínculo instintivo que lo ligaba vitalmente a las entrañas de la creación, emergió en el hombre la conciencia de sí mismo. Entonces se encontró solo, indigente, desterrado del paraíso, destinado a la muerte, consciente de sus limitaciones. ¿Cómo salvarse de esa cárcel? Con una salida. La necesidad de relación deriva de la esencia y conciencia de ser hombres.
Al tomar conciencia de sí mismo, nacen en la persona dos vertientes de vida: ser él mismo y ser para el otro. La única salvación, repetimos, es la salida (relación) hacia los demás. Hablamos de «salida» por- que, cuando la persona se autoposee, toma conciencia de sí misma, se siente como encerrada en un círculo. Habría otras «salidas» para liberarse de ese temible círculo: la locura, la embriaguez -que es una locura momentánea- y el suicidio. Pero estas «salidas» no salvan sino que destruyen. Son alienación.

Si ser soledad (interioridad, mismidad) es constitutivo de la persona, también lo es, y en la misma medida, ser relación. Es, pues, el hombre un ser constitutivamente abierto, esencialmente referido a otras personas: establece con los demás una interacción, se entrelaza con ellos y se forma un nos- otros: la comunidad.

Los demás tienen también su «yo» diferenciado, inefable e incomunicable. Los demás son también misterio. Yo tengo que ver en ellos su «yo»; ellos tienen que ver en mí mi «yo». Los demás no son, pues, el «otro», sino un «tú». Yo no debo ser «cosa» para ellos, ni ellos tienen que ser «objeto» para mí.

Del hecho de que los demás sean un «tú» -por consiguiente, un misterio sagrado-- surgen las graves obligaciones fraternas, sobre todo ese decisivo juego apertura-acogida, 'Y. también aquellos dos verbos que san Francisco utiliza, cuando habla de relaciones fraternas: respetarse y reverenciarse. ¡Qué formidable programa de vida fraterna: reverenciar d misterio del hermano!
Dicen que la persona hace la comunidad y que la comunidad hace la persona. Por eso mismo, yo no encuentro contraposició n entre persona y comunidad. Cuanto más persona se es, en la doble dinámica de su naturaleza, la comunidad irá enriqueciéndose. Y .en la medida en que la comunidad crece, se enriquece la persona como tal. Ambas realidades -persona y comunidad- no se oponen, pues, sino que se condicionan y se complementan.

En este juego de apertura-acogida, yo tengo que ser simultáneamente oposición e integración en mi relación con un «tú». Me explicaré. En una buena relación tiene que haber, en primer lugar, una oposición, es decir, una diferenciació n: tengo que relacionarme siendo yo mismo. De otra manera, habría una absorción o fusión, lo que equivaldría a una verdadera simbiosis, yeso a su vez constituiría la anulación del «yo».

Cuando la relación entre dos sujetos se establece en forma de absorción, ya estamos metidos en un cuadro patológico: se trata de una enfermedad por la que los dos sujetos se sienten felices (subjetivamente realizados), el uno dominando y el otro sien- do dominado. En los dos queda absorbida y anula- da la individualidad. Y esto ocurre mucho más frecuentemente de lo que parece.

En la verdadera relación tiene que haber integración de dos integridades y no absorción. Tiene que haber unión, no identificació n, porque en toda identificació n cada uno pierde su identidad. En la absorción se da un desdichado juego de pertenencia y posesión. Ambos sujetos son dependientes. Ninguno de los dos puede vivir sin el otro.

Los dos tratan de escaparse del aislamiento, el uno haciendo del otro una parte de sí mismo y el otro haciéndose pertenencia. Persona madura es aquella que no domina ni se deja dominar. Y esta clase de personas no maduras puede asumir, alternada y casi indistintamente, la función de ser dominados o de dominar. Renuncian a su libertad para instrumentalizar o para ser instrumentos de alguien.
Ser relación significa, pues, tendencia, apertura o movimiento hacia un «tú», pero salvaguardando mi integridad, siendo yo mismo. Como dice Fromm, esta relación constituye la paradoja de dos seres que se convierten en tino y, no obstante, siguen siendo dos. En una palabra, nuestra relación debe constar de oposición y de implicación.

***Encuentro***

Cuando los dos sujetos navegan --cada uno por su parte- en la corriente apertura-acogida, nace el encuentro, que no es otra cosa sino apertura mutua y acogida mutua. Tenemos en el diccionario una bella palabra para designar el encuentro: es la palabra intimidad.

¿Cómo nace la intimidad? Si nos ponemos a la tarea de percibir nuestra mismidad, va a acontecer lo siguiente: comenzamos por desligamos de todo (inclusive recuerdos, preocupaciones. ..) menos de mí mismo. Como en círculos concéntricos de un remo- lino, vamos avanzando, cada vez más adentro, hacia el centro. No es imaginación, menos aún análisis; es percepción.

Y en la medida en que se van esfumando todas las demás impresiones, vamos a arribar, al final, a .la simplicidad perfecta de un punto: la conciencia de mí mismo. En este momento podemos pronunciar, verdaderamente, el pronombre personal «yo». Y en la simplicidad de ese punto, y en ese momento, que- dan englobados los millones de componentes de mi persona: miembros, tejidos, células, pensamientos, criterios... Todo queda integrado en ese «yo» mediante el adjetivo posesivo: mi mano, mi estómago, mis emociones...

En una palabra, la persona es, primeramente, interioridad. Pero esta palabra es un tanto equívoca. Diría, más exactamente, que la persona es interiorizació n, esto es, el proceso incesante de caminar hacia el núcleo, hacia la última soledad de que hablaba Escoto. Toda persona, auténticamente hablando, es eso. '
Ahora bien, dos interioridades que «salen» de si mismas y se proyectan mutuamente dan origen a una: tercera «persona», que es la intimidad, que no es; otra cosa sino el cruce y proyección de dos interioridades. Ya estamos en el encuentro.

Vamos a explicamos con un ejemplo. La intimidad que existe entre tú y yo -esa intimidad- no «es» tú, no «es» yo. Tiene algo de ti; tiene algo de mí. Es diferente de ti; es diferente de mí. Es dependiente de ti; es dependiente de mí. Hasta cierto punto, es independiente de ti; es independiente de mí. Digo esto, porque nos nació una «hija», como fruto de nuestra mutua proyección. Y, ¡oh maravilla!, nuestra «hija» -la intimidad- se nos transformó sin saber cómo en nuestra «madre», ya que ella -la intimidad- nos personaliza a ti y a mí, nos realiza, nos da a luz a la madurez y a la plenitud.

Esta intimidad es, para hablar con otras expresiones, una especie de clima de confianza y cariño que, como una atmósfera, nos envuelve a ti y a mí, haciéndonos adultos y alejándonos de las peligrosas quebradas de la solitariedad.

Hay otras palabras para significar lo que acabo de explicar, por ejemplo, inter-subjetividad, inter-comunicació n, inter-acción. ..; pero, al final, es lo dicho: dos personas mutuamente entrelazadas. Eso es el encuentro.

Donde hay encuentro, hay trascendencia porque se superaron las propias fronteras. Donde hay trascendencia, hay pascua y amor. Donde hay amor, hay madurez, que no es otra cosa sino una 'participació n de la plenitud de Dios, en quien no existe soledad.


IGNACIO LARRAÑAGA O.F.M. Cap.

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