miércoles, 11 de noviembre de 2009

Comunicarse y dialogar

Comunicarse y dialogar son dos verbos que tienen fronteras comunes.
El uno y el otro, no obstante, tienen contornos peculiares y mutuamente complementarios.
Por eso los estudiaremos por separado.


Dios soñó y plasmó al hombre tal como El es: en una apertura donante y recipiente, siendo cada hombre un proyecto integrado en un conjunto de proyectos, entre los que, cada uno sin perder la individualidad, compartiera la riqueza de los demás y a su vez enriqueciera a todos.

No decimos comunicar, porque esta forma verbal querría indicar algo así como entregar una cosa: comunicar un temor, una convicción, un criterio. En cambio, comunicarse encierra un sentido más entrañable y personal: entregar algo que es sustancialmente mío, algo que forma parte esencial de mi ser.

Nacido para comunicarse

El hombre fue llamado, no para permanecer ahí, como si fuera un ser acabado y encerrado, sino para superarse, trascender sus propias medidas, en comunión con todos los demás.

Como hemos hablado más arriba, la persona no es un ser «para sí» ni «hacia sí». La persona es por su naturaleza tensión y movimiento hacia el otro, hacia el otro centro subjetivo que vive su propia individualidad. Si un hermano enciende luz verde y abre la pista, a esa tensión en dirección del otro hermano, entonces nace la relación viva yo-tú, se crea un nosotros y surge la comunidad. En la medida en que el hombre se abre y se da, en esa misma medida es libre y en esa misma medida madura y ama. El destino del hermano, la medida de su madurez es la entrega de su riqueza interior y, al mismo tiempo, la participación de la riqueza de los demás. Comunicación no significa, pues, conversación ni intercambio de frases, preguntas y respuestas; ni siquiera significa, exactamente, diálogo. Antes bien, es relación y revelación interpersonal. Hay, en la comunicación, un amplio juego en el que se cruzan recíprocamente y se introyectan las individualidades. Hay intercomunicació n de conciencias, por la que el otro vive en mí y conmigo, y yo vivo en él y con él.

Miedo a abrirse

Con frecuencia tenemos miedo a entrar en comunicación con los demás. Lo queremos y no lo queremos. Estamos convencidos de que hay que hacerlo, pero no nos agrada porque vislumbramos riesgos. Entramos en una sabrosa comunicación con los que tienen afinidad con nosotros. Pero en la fraternidad los gustos están fuera de circulación. Es el amor oblativo el que nos coloca por encima de los gustos. Estamos dispuestos a acoger al otro, pero con tal de mantenerlo a cierta distancia. Resulta doloroso entregar la propia intimidad. Cuesta rasgar el velo de nuestro propio misterio, porque nos sentimos como «propietarios» de nosotros mismos. Tenemos miedo porque si nos abrimos es como si perdiéramos lo más sagrado -y secreto- de nuestra persona. Jesús llama amigos a sus discípulos precisamente porque rasgó ante ellos el velo de su intimidad, y les comunicó los «secretos» que le había entregado el Padre.

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Ese temor nos hace tomar la actitud de entreabrir calculadamente las puertas interiores a los demás, más para observarlos a ellos que para ser observados. Si nos lanzamos al campo abierto de la comunicación, con las puertas abiertas de par en par, sentimos que nuestros puntos de vista (que generalmente contienen y sostienen nuestras posiciones vitales) corren peligro. En otras oportunidades sentimos un oscuro temor de que los otros puedan descubrir en nosotros zonas inexploradas, y tenemos miedo a lo desconocido. En una palabra, la comunicación es una aventura y exige coraje. Solamente con mucho amor uno se puede abrir. Pero el hecho de abrirse a los demás fortalece la personalidad y aumenta la capacidad de amor.

El arte de abrirse

Decimos, pues, que se necesitan coraje y amor para comunicarse. Pero hay algo más: el abrirse es también un arte, y como todo arte, la comunicación exige aprendizaje. Y es aprendizaje debe hacerse sobre todo en los días de la formación. Yo diría que formarse significa primariamente --para un religioso-- prepararse para la vida fraterna. La tarea primordial del maestro es ayudar al joven a «salirse» de sí mismo y abrirse a los demás. El maestro se va a encontrar seguramente con caracteres reservados por nacimiento. Aunque el carácter típicamente reservado no sirve para la vida fraterna, sin embargo, en muchos casos, la gracia y una ayuda eficaz del maestro pueden liberar progresivamente al joven de timideces, complejos y obsesiones, encaminándolo lentamente hacia la madurez profunda y liberadora. ¿En qué consiste esa ayuda? Me parece que aquí, más que nunca, el maestro tiene que ser un entrenador. Será él mismo el que tendrá que abrirse al joven, creando un clima de cordialidad, de persona a persona. Teóricamente, el formador tendría que ser ante todo un maestro de comunicación. A través del trato y del diálogo personal, lo mismo que hace un entrenador de natación con el aprendiz, el formador deberá con su propia apertura hacer experimentar al joven en el difícil arte de la comunicación. Deberá ejercitado también en ciertos mecanismos como trabajos de equipo, revisión de vida, dinámica de grupo, diálogos... haciéndole descubrir y superar las dificultades interiores de la apertura.

Las dificultades del tímido

El tímido es el que tiene dificultad de entrar en relación interpersonal con los demás. El vulgo confunde al tímido con el apocado. Sin embargo, nada tiene que ver el uno con el otro. Muy al revés, es frecuente y hasta normal encontrarse con tímidos que actúan en la vida con seguridad y firmeza. Muchos de ellos son emprendedores, dinámicos y ejecutivos. Es frecuente encontrarse en la vida con personalidades con estas características: timidez v audacia. El problema específico del tímido se hace presente al entrar en comunicación con los demás. Sufre siempre que tiene que entrar en relación con el otro. Logra hacerlo porque es tenaz, pero no sin una especial dificultad y una cierta torpeza. Tiene miedo del encuentro personal. La timidez es generalmente innata: proviene de los códigos genéticos y está arraigada en la constitución general de la persona. En cambio, otras deficiencias, que se parecen a la timidez, como los complejos, la inhibición y la inseguridad provienen normalmente de situaciones conflictivas o vacíos afectivos, ocurridos en la aurora de la vida. Estos no tienen necesariamente problemas de comunicación, sino otros de diferente naturaleza.

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El tímido puede aparecer como persona poco fraterna, fría e incluso poco sincera. Más aún, siendo humilde, podría dar impresión de orgulloso a un observador superficial, y esto porque, por su instinto de fuga, tiende a evitar el encuentro con los de- más. No causa buena impresión a primera vista. Podría causar admiración pero no agrado. El tímido no es autoritario, sí ejecutivo. Otra cosa es el acomplejado. Este sí es autoritario, y peligrosamente autoritario. Se aferra y se escuda en la autoridad y trata de compensar su inseguridad interior con «gestos» seguros y decisiones categóricas. El acomplejado es un «gobernante» desastroso. Es sus pica" y cualquier resistencia a su opinión la considera como una actitud contra su persona. Pero él se defiende, no con su persona, sino manipulando la sagrada autoridad. Se hace fuerte en la autoridad, porque siente que su persona es «poca cosa».

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Sabemos que en la vida no hay nada químicamente puro. Estos modos diferentes de ser o de actuar, normalmente están mezclados. ¿Cabe liberarse de la timidez? Cabe mejoría, pero no sanación, porque así como los complejos son «enfermedades» , la timidez es un modo de ser. El tímido tendrá que tener paciencia consigo mismo y asumir con paz su modo de ser. Deberá esforzarse por superar su instinto de fuga y por comunicarse. Pero aun con este esfuerzo, le costará mucho adquirir naturalidad. Los hermanos que lo rodean deberán comprenderlo y aceptarlo tal como es, y así ayudarlo a superar su innata dificultad para la comunicación.

Fr. IGNACIO LARRAÑAGA o.f.m. cap.

Libro: SUBE CONMIGO

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