domingo, 16 de septiembre de 2012

Impresion de las llagas a san Francisco de Asís.



Al cabo de unos días Francisco, queriendo conocer lo que el Señor quería de él, tomó, como de costumbre, los evangelios, oró y lo abrió por tres veces. En las tres ocasiones el texto hablaba del anuncio de la pasión de Jesús, como dándole a entender que tenía que seguir soportando angustias, combates y tribulaciones, mas no por eso se acobardó, pues jamás regateó sufrimiento o sacrificio alguno, con tal que la voluntad de Dios se cumpliera en él. Su sabiduría y mayor aspiración fueron siempre esas.

Atraído por los signos que el Señor le iba manifestando, Francisco decidió prolongar su estancia allí durante toda una cuaresma de ayuno, entre las fiestas de la Asunción de la Virgen (15 de agosto) y del Arcángel San Miguel (29 de septiembre), de quienes era especialmente devoto. Según su costumbre, buscó el lugar más apartado que pudo, donde no pudiera ser visto ni oído por sus propios compañeros. Lo encontró al otro lado del precipicio, a donde se podía acceder sólo mediante un tronco atravesado a modo de puente. Entonces pidió a los hermanos que le prepararan una celda, y les dio estas instrucciones: "Ninguno de vosotros debe de acercarse aquí, ni ningún seglar. Sólo tú, fray León, vendrás una vez, durante el día, a traerme agua y un poco de pan, y otra vez por la noche, para rezar maitines. Te acercarás a la pasarela y dirás: Señor, ábreme los labios. Y si no te respondo, márchate enseguida". Tales precauciones eran debidas a que no le gustaba que lo sorprendieran en uno de sus frecuentes éxtasis.

Apenas se quedó solo, temiendo que aquel retiro fuese sólo un pretexto para descansar y huir de las fatigas de la predicación, pidió al Señor otra señal de que aquello era voluntad suya. A la mañana siguiente, mientras rezaba, creyó ver la respuesta en los pájaros de toda especie que, uno por uno, sobrevolaban la celda, alegrándolo con sus trinos. Entre ellos había un halcón, que tenía su nido junto a su choza, y cada noche lo despertaba a la hora de maitines, excepto cuando no se encontraba bien; entonces lo dejaba dormir hasta el amanecer.

Mas no todo fueron consuelos en aquel monte. El santo confesó al compañero que el demonio lo molestaba mucho por la noche, por eso ayunaba con mayor rigor, a pan y agua, y pasaba las noches en vela, orando y mortificándose.

Fray León, cada mañana preparaba el fuego en una choza donde el Santo solía comer, y luego iba a su celda, a leerle el Evangelio del día, pues aún no estaba permitido a los hermanos Menores celebrar la Misa de campaña. Después de las lecturas, tomadas de un breviario que ahora se conserva en Asís, en el monasterio de Santa Clara, Francisco besaba la página con respeto, y luego se iba a comer. Pero un día, el fuego prendió en la choza y él, por el gran respeto que sentía por las criaturas, en especial por el "hermano fuego", no quiso ayudar a los hermanos a apagarlo, limitándose a poner a salvo una piel con la que se tapaba por las noches; mas luego confesó al compañero: "He pecado de avaricia. No la usaré más".

Otro día estuvo a punto de despeñarse por el precipicio, mientras buscaba un lugar más recogido para orar en una cavidad formada por enormes bloques de piedra desprendidos y atravesados sobre la hendidura del monte. Una de las piedras cedió y se salvó de puro milagro. según él, era una más de las insidias del diablo.

En cierta ocasión, mientras observaba aquella espantosa grieta, se le reveló que la produjo el mismo terremoto que resquebrajó el Calvario en el momento de la muerte de Jesucristo, y que Dios lo había dispuesto así porque en ese monte debía renovarse su Pasión. Francisco quedó tan impresionado, que se refugió enseguida a su celda, a tratar de descifrar aquel misterio. Desde entonces se hizo más frecuente la intensidad y dulzura de la contemplación.



Visión del Serafín e impresión de las llagas

(13-14 septiembre, 1224)

 


El verano tocaba a su fin. Una noche de luna llena, fray León fue, como siempre, a rezar maitines con Francisco, mas éste no respondió a la contraseña. Entre preocupado y curioso, el hermano cruzó la pasarela y fue a buscarlo. Lo encontró en un claro del bosque, de rodillas, en medio de un gran resplandor, con el rostro levantado, mientras decía: "¿Quién eres tú, mi Señor, y quién soy yo, gusano despreciable e inútil siervo tuyo", y levantaba las manos por tres veces. El ruido de sus pasos sobre la hojarasca delató a fray León, que tuvo que confesar su culpa y explicar al Santo lo que había visto. Entonces éste decidió explicarle lo sucedido: "Yo estaba viendo por un lado el abismo infinito de la sabiduría, bondad y poder de Dios, pero también mi lamentable estado de miseria. Y el Señor, desde aquella luz, me  pidió que le ofreciera tres dones. Le dije que sólo tenía el hábito, la cuerda y los calzones, y que aún eso era suyo. Entonces me hizo buscar en el pecho, y encontré tres bolas de oro, y se las ofrecí, comprendiendo enseguida que representaban los votos de obediencia, pobreza y castidad, que el Señor me ha concedido cumplir de modo irreprochable. Y me ha dejado tal sensación, que no dejo de alabarlo y glorificarlo por todos sus dones. Mas tú guárdate de seguir espiándome y cuida de mí, porque el Señor va a obrar en este monte cosas admirables y maravillosas como jamás ha hecho con criatura alguna". Fray León no pudo dormir aquella noche, pensando en lo que había visto y oído.


Uno de aquellos días se apareció un ángel  a Francisco y le dijo: "Vengo a confortarte y avisarte para que te prepares con humildad y paciencia a recibir lo que Dios quiere hacer de ti". "Estoy preparado para lo que él quiera", fue su respuesta. La madrugada del 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz, antes del amanecer, estaba orando delante de la celda, de cara a Oriente, y pedía al Señor "experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y, en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros, pecadores"; y también, "que la fuerza dulce y ardiente de tu amor arranque de mi mente todas las cosas, para yo muera por amor a ti, puesto que tú te has dignado morir por amor a mi". De repente, vio bajar del cielo un serafín con seis alas. Tenía figura de hombre crucificado. Francisco quedó absorto, sin entender nada, envuelto en la mirada bondadosa de aquel ser, que le hacía sentirse alegre y triste a la vez. Y mientras se preguntaba la razón de aquel misterio, se le fueron formando en las manos y pies los signos de los clavos, tal como los había visto en el crucificado. En realidad no eran llagas o estigmas, sino clavos, formados por la carne hinchada por ambos lados y ennegrecida. En el costado, en cambio, se abrió una llaga sangrante, que le manchaba la túnica y los calzones.


Explicaba fray León que el fenómeno fue más palpable y real de lo muchos creen, y que estuvo acompañado de otros signos extraordinarios corroborados por testigos, que creyeron ver el monte en llamas, iluminando el contorno como si ya hubiese salido el sol. Algunos pastores de la comarca se asustaron, y unos arrieros que dormían se levantaron y aparejaron sus mulas para proseguir su viaje, creyendo que era de día. La aparición de Francisco con los brazos en cruz y bendiciendo a los frailes reunidos en Arlés, mientras San Antonio de Lisboa o de Padua predicaba acerca de la inscripción de la cruz (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) debió de ser una confirmación del prodigio, pues los capítulos provinciales, según la Regla, se celebraban en septiembre, en torno a la fiesta de San Miguel (San Antonio estuvo en Provenza del 1224 al 1226). Así parece darlo a entender San Buenaventura, cuando escribe que "más tarde se comprobó la veracidad del hecho, no sólo por los signos evidentes, sino también por el testimonio explícito del Santo".


Cuando fray León acudió aquella mañana a prepararle la comida, Francisco no pudo ocultarle lo sucedido. Desde aquel instante, él será su enfermero, encargado de lavarle cada día las heridas y cambiarle las vendas, para amortiguarle el dolor y las hemorragias; excepto el viernes, ya que el Santo no quería que nadie mitigara sus sufrimientos ese día.

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