Si superamos el lenguaje psicologista sobre el amor, será muy iluminador, revelador, el himno de la caridad que san Pablo escribe -¡canta!- en (1Co 13) ...El amor-caridad no está en el nivel del sentimiento, sino en el de la voluntad guiada por la inteligencia: querer bien, querer el bien, incluso cuando los sentimientos puedan ser contradictorios o confusos en lo interior.
La caridad es más hermosa, más inteligente, más clarividente, que la emotividad reinante por tanto vitalismo como se nos introduce por todos los poros de la cultura. Va unida a virtudes que difícilmente se acompañan sin más de sentimientos gratos: paciencia ante la adversidad, afabilidad ante el mal, sufrimiento por el daño del prójimo que fue nuestro enemigo...
¡Grande y sobrenatural es esta caridad! Sólo los maduros en la fé logran irla alcanzando por Gracia. Pero tengamos los conceptos claros.
Lo que mejor define la ley de Cristo es la caridad, y esta caridad la practicamos de verdad cuando toleramos por amor las cargas de los hermanos.Pero esta ley abarca muchos aspectos, porque la caridad celosa y solícita incluye los actos de todas las virtudes. Lo que empieza por sólo dos preceptos se extiende a innumerables facetas.Esta multiplicidad de aspectos de la ley es enumerada adecuadamente por Pablo, cuando dice:
El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es ambicioso ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
El amor es paciente, porque tolera con ecuanimidad los males que se le infligen.
Es afable porque devuelve generosamente bien por mal
.No tiene envidia, porque, al no desear nada de este mundo, ignora lo que es la envidia por los éxitos terrenos.
No presume, porque desea ansiosamente el premio de la retribución espiritual, y por esto no se vanagloria de los bienes exteriores.
No se engríe, porque tiene por único objetivo el amor de Dios y del prójimo, y por esto ignora todo lo que se aparta del recto camino.
No es ambicioso, porque, dedicado con ardor a su provecho interior, no siente deseo alguno de las cosas ajenas y exteriores.
No es egoísta, porque considera como ajenas todas las cosas que posee aquí de modo transitorio, ya que sólo reconoce como propio aquello que ha de perdurar junto con él.
No se irrita, porque, aunque sufra injurias, no se incita a sí mismo a la venganza, pues espera un premio muy superior a sus sufrimientos.
No lleva cuentas del mal, porque, afincada su mente en el amor de la pureza, arrancando de raíz toda clase de odio, su alma está libre de toda maquinación malsana.
No se alegra de la injusticia, porque, anheloso únicamente del amor para con todos, no se alegra ni de la perdición de sus mismos contrarios.
Goza con la verdad, porque, amando a los demás como a sí mismo, al observar en los otros la rectitud, se alegra como si se tratara de su propio provecho. Vemos, pues, cómo esta ley de Dios abarca muchos aspectos.
(S. Gregorio Magno, Moralia in Iob, 10,7-8. 10).
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