La mañana había sido caótica en todos los sentidos. Fui a las oficinas gubernamentales para renovar mi residencia en Italia y por tercera vez consecutiva la burocracia romana me había jugado una mala pasada: las máquinas habían fallado y no pude hacer los trámites necesarios.
De mala gana y sin tener otra cosa que perder, acompañé a la farmacia al sacerdote que había venido conmigo, dado que tenía que hacer los pagos del mes que el seminario hace. Como tenía que rezar aún mi breviario, le dije que le esperaría fuera. Y ahí fue cuando todo sucedió...
A los cinco minutos en que empezaba a elevar mis plegarias, un señor de unos cuarenta años aproximadamente se plantó a la entrada de la farmacia. Parecía indeciso e inquieto. Nunca puso pie dentro del edificio, pero su mirada se paseaba ansiosa por el interior. De pronto, y como si le hubiese picado algo, se separó del recinto y empezó a pasearse a unos veinte pasos a la derecha con aire agitado.
Sí, me distraje un poco en mis oraciones, pero es que me intrigaba la actitud del señor. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba loco? ¿Quería tal vez robar algo o simplemente esperaba a su esposa que se tardaba más de la cuenta dentro? Sin necesidad de ir a preguntarle yo mismo qué hacía, pronto una presencia resolvió mis dudas.
De la farmacia salió otro señor de la misma edad aproximadamente. Iba con varias bolsas de plástico en cada mano y, con una sonrisa pintada en la cara, se acercó al que, inquietante, le había estado esperando. Ante mis ojos se desarrolló este emocionante diálogo:
- Aquí está lo que necesitas, Francesco. Si necesitas algo más, no dudes en decírmelo.
- Mil gracias. No sé qué haría sin ti... Cuando pueda te lo pagaré: déjame que salga de esta crisis.
- Venga, no te preocupes. Ve con María y con tus hijos. Ellos son los que lo necesitan.
Volviendo a agradecer a su bienhechor, Francesco salió corriendo calle arriba.
Una vez que se perdió de vista, el caritativo farmaceuta se percató de mi presencia. Me sonrió y, encogiéndose de hombros, entró de nuevo a la farmacia.
Todo el enojo que tenía encima desapareció por arte de magia. Ante mis ojos se había desarrollado uno de esos momentos que, estoy seguro, están sosteniendo nuestro mundo en medio de una crisis económica, moral y espiritual. Personas que son pilares, roca firme, héroes silenciosos de la enfermedad del desamor, del desaliento, de la tristeza. Con la emoción aún latente y a flor de piel, reinicié mis rezos, pidiendo a Dios por la familia de Francesco y por su desconocido y desinteresado amigo.
http://contintadeesperanza.blogspot.com.es/2012/06/los-heroes-silenciosos-de-nuestras_29.html
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