lunes, 23 de marzo de 2015

La verdadera riqueza


Un monje, tras caminar durante todo el día por el bosque, había llegado a las afueras de una pequeña ciudad justo cuando ya comenzaba a anochecer. Como el tiempo era bueno, decidió pasar la noche bajo un árbol, a la luz de las estrellas.
Cuando ya se había acomodado y se disponía a cenar algo, observó a un campesino que se dirigía hacia él a toda prisa.

En cuanto el hombre llegó a su altura lo primero que hizo fue gritarle.
-¡Necesito la riqueza! ¡Dámela! ¡Dámela! -le imploró en voz alta.
-¿La riqueza? ¿Qué riqueza? No te entiendo -contestó el monje sorprendido-, tranquilízate, no sé de qué me estás hablando.
-Sí, la riqueza, la riqueza… ¡la necesito! -volvió a gritar- La noche pasada soñé que un monje iba a llegar a la ciudad, que se sentaría justamente bajo este árbol y que me daría una riqueza tan enorme que me duraría para toda la vida! ¡Y la quiero, la quiero, dámela!

El monje dejó la cena a un lado y asintió. Buscó entre sus bolsas y finalmente introdujo su mano en el interior de una de ellas.
-Sí, aquí está, creo que esto es lo que buscas. Lo encontré ayer cuando venía hacia aquí- y tranquilamente se lo entregó al campesino.
-¡Vaya! -exclamó este- ¡Es un diamante, es un diamante! ¡Es el diamante más grande que he visto nunca! ¡Es increíble!

Lo observó durante unos instantes.
-¿Es para mí? ¿De verdad puedo quedár-melo? -dijo finalmente.
-Sí, claro -le contestó el monje-, si lo que has soñado es cierto, significa que esa riqueza que debo darte es este diamante.
-Gracias, gracias, gracias. ¡Muchas gracias! -y se fue corriendo.

El campesino llegó a su casa y, nada más entrar, cerró la puerta con llave. Se fue a su dormitorio, sacó el diamante y lo estuvo acariciando. Al rato se dio cuenta de lo que tenía entre las manos y, asustado, cerró la ventana y apagó la luz.
Pero aquella noche apenas pudo dormir. Se mantuvo despierto con la joya aferrada entre sus manos y con un hacha bajo la cama por si alguien venía a quitársela.
Al día siguiente, cogió el diamante, lo metió en una bolsa y se dirigió de nuevo hacia el árbol con la esperanza de que el monje aún no se hubiera marchado.
Afortunadamente seguía allí, en el mismo lugar, sentado sobre su manta.
-Buenos días, monje, vengo a devolverte esto, no lo quiero. En realidad creo que no es esta la riqueza que tenías que darme, quiero que me enseñes la otra.
-¿La otra? ¿A qué otra riqueza te refieres? -le contestó el monje.
-A la que te ha permitido desprenderte con tanta facilidad de este diamante.

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