jueves, 1 de marzo de 2018

Las cicatrices doradas

Has tenido pérdidas?, muertes de personas cercanas y familiares, has fallado en tu matrimonio?, te han despedido injustamente?, has  sido asaltado y robado?, calumniado?...Tu puedes dejar de ser una vasija rota y convertirte en una vasija restaurada con oro, el oro de la restauracion interna y externa  una restauracion que nunca te volerá a dejar igual que como un inicio... te hará una resatauracion mejor que en su estado original... aqui en esta pequeña historia vamos a aprender de una técnica milenaria llamada KINTSUGI originada en Japon está hoy en dia puesta a nuestra disposicion...este técnnica milenaria aplicada a todo ser humano de todas épocas y creencias... A nosotros cristianos catpolicos  el oro que nos restaura es el Amor de Dios, el amor de nuestros seres queridos, el amor hacia nosotros mismos que nos convierte en una mejor persona que en un comienzo.


Hay aconteceres de la vida que nos rompen el alma en cuatro pedazos, la muerte de un amigo, por ejemplo. Entonces, el alma se recompone lentamente, trozo a trozo, con la ayuda y el consuelo de la fe o con la resignación humana frente a lo inevitable, hasta llegar a parecer la
que era, pero sólo a parecerlo. El alma queda llena de arañazos irreparables e incluso cruzada por grietas y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado un tiempo, la vida sigue.
En otras ocasiones lo que se quebranta es la imagen idealizada que tenemos de algo o de alguien, como cuando viajas por vez primera a una ciudad de la que crees conocer cada calle y cada rincón gracias a la literatura o al cine y que, cuando la pisas realmente, descubres sin embargo que ni huele, ni suena, ni palpita como pensabas que lo haría. Mucha culpa de esto la tiene la publicidad, en estos tiempos en que, como decía el otro día José Varela Ortega, quien soporta con estoicismo gallego que lo estemos comparando permanentemente con su ilustre abuelo, José Ortega y Gasset, en estos tiempos en que progresamos de la imagen a la palabra y no de la palbra a la imagen como venía siendo lo natural. Ves un pastel en el escaparate de una confitería y, como cuando eras niño, te imaginas los sabores y aromas que posee, las diferentes tonalidades de dulces, desde el ligero dulzor del bizcocho hasta intenso azucarado de la glassé, la textura crujiente de la almendra o del coco picados, la untuosidad de la mantequilla o la liviandad de la gelatina, y todo ello para descubrir un minuto después, cuando te lo llevas a la boca, solo el dulce intenso, algo metálico y artificial de los edulcorantes industriales.
Ocurre igual con las personas, sobre todo con aquéllas de las que tienes una idea configurada por datos externos, como ocurre con una persona pública o famosa, de la admiras su simpatía y locuacidad para descubrir, el día que tienes la desgracia de conocerla, que es un ser taciturno y engreído, o un pobre infeliz con el que apenas puedes hilvanar dos frases en una conversación. O con aquella persona de la que tienes únicamente referencias muy superficiales, como ésa con la que te cruzas cada día sin cambiar apenas una mirada, y de la que, sin embargo, te has construido una historia llena de conjeturas. Y ocurre también con muchos a los que creías conocer bien que, llegado el momento de la adversidad o de la buena fortuna, o te abandonan como antes no lo hacían, o te persiguen como jamás lo hubieran hecho.
De lo que hablo es de la fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su imagen rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos denodados para restituir la imagen a su estado anterior y de cómo fracasamos siempre en el intento.
Los japoneses tienen la creencia de que cuando alguna cosa ha sufrido un daño adquiere una historia personal y única que la hace más hermosa. Por eso, para reparar la cerámica fracturada aplican un técnica tradicional de restauración llamada Kintsugi o Kintsukuroi, que significa «carpintería o reparación de oro», para lo que agrandan la fractura y la rellenan con un barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro, plata o platino. La pieza así restaurada no trata de replicar el aspecto intacto de la cerámica nueva ni de ocultar o disimular los daños, sino que los resalta ennoblecidos con el oro o la plata para transformarla otra vez, eso sí, en algo completo.
El Kintsugi celebra la dialéctica entre la totalidad y la fragmentación, descubre y realza la belleza de lo roto, de lo quebrado, pone de relieve la historia única y singular de ese vaso o de ese jarrón troceado que, sin embargo, renace a la vida como una pieza completa pero estéticamente transformada. Tan singular es la restauración, tan personales sus resultados, que las piezas así reintegradas son con frecuencia más valiosas que los ejemplares intactos.
El Kintsugi es también la fórmula magistral de la eterna juventud. Una vasija quebrada y recompuesta con lañas de alambre o con un mal adhesivo siempre será una vasija vieja, pero si sus viejas cicatrices la cruzan recubiertas de oro, la vasija ya no es vieja, sino joven, ya no es fea, sino que se ha transformado en una obra de arte. Y así ocurre con las personas. Las cicatrices forman parte de nosotros, frágiles piezas de cerámica, y a través de ellas se puede leer la vida de cada uno. Aquél que no deja que sus cicatrices se queden en viejos costurones sino que las transforma en en vetas de oro, ése permanece eternamente joven y eternamente bello.

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