Has tenido pérdidas?, muertes de personas cercanas y familiares, has fallado en tu matrimonio?, te han despedido injustamente?, has sido asaltado y robado?, calumniado?...Tu puedes dejar de ser una vasija rota y convertirte en una vasija restaurada con oro, el oro de la restauracion interna y externa una restauracion que nunca te volerá a dejar igual que como un inicio... te hará una resatauracion mejor que en su estado original... aqui en esta pequeña historia vamos a aprender de una técnica milenaria llamada KINTSUGI originada en Japon está hoy en dia puesta a nuestra disposicion...este técnnica milenaria aplicada a todo ser humano de todas épocas y creencias... A nosotros cristianos catpolicos el oro que nos restaura es el Amor de Dios, el amor de nuestros seres queridos, el amor hacia nosotros mismos que nos convierte en una mejor persona que en un comienzo.
Hay aconteceres de la vida que nos
rompen el alma en cuatro pedazos, la muerte de un amigo, por ejemplo.
Entonces, el alma se recompone lentamente, trozo a trozo, con la ayuda y
el consuelo de la fe o con la resignación humana frente a lo
inevitable, hasta llegar a parecer la
que era, pero sólo a parecerlo. El alma queda llena de arañazos irreparables e incluso cruzada por grietas y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado un tiempo, la vida sigue.
que era, pero sólo a parecerlo. El alma queda llena de arañazos irreparables e incluso cruzada por grietas y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado un tiempo, la vida sigue.
En otras ocasiones lo que se quebranta es la imagen
idealizada que tenemos de algo o de alguien, como cuando viajas por vez
primera a una ciudad de la que crees conocer cada calle y cada rincón
gracias a la literatura o al cine y que, cuando la pisas realmente,
descubres sin embargo que ni huele, ni suena, ni palpita como pensabas
que lo haría. Mucha culpa de esto la tiene la publicidad, en estos
tiempos en que, como decía el otro día José Varela Ortega, quien soporta
con estoicismo gallego que lo estemos comparando permanentemente con su
ilustre abuelo, José Ortega y Gasset, en estos tiempos en que
progresamos de la imagen a la palabra y no de la palbra a la imagen como
venía siendo lo natural. Ves un pastel en el escaparate de una
confitería y, como cuando eras niño, te imaginas los sabores y aromas
que posee, las diferentes tonalidades de dulces, desde el ligero dulzor
del bizcocho hasta intenso azucarado de la glassé, la textura crujiente
de la almendra o del coco picados, la untuosidad de la mantequilla o la
liviandad de la gelatina, y todo ello para descubrir un minuto después,
cuando te lo llevas a la boca, solo el dulce intenso, algo metálico y
artificial de los edulcorantes industriales.
Ocurre igual con las
personas, sobre todo con aquéllas de las que tienes una idea configurada
por datos externos, como ocurre con una persona pública o famosa, de la
admiras su simpatía y locuacidad para descubrir, el día que tienes la
desgracia de conocerla, que es un ser taciturno y engreído, o un pobre
infeliz con el que apenas puedes hilvanar dos frases en una
conversación. O con aquella persona de la que tienes únicamente
referencias muy superficiales, como ésa con la que te cruzas cada día
sin cambiar apenas una mirada, y de la que, sin embargo, te has
construido una historia llena de conjeturas. Y ocurre también con muchos
a los que creías conocer bien que, llegado el momento de la adversidad o
de la buena fortuna, o te abandonan como antes no lo hacían, o te
persiguen como jamás lo hubieran hecho.
De lo que hablo es de la fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su imagen rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos denodados para restituir la imagen a su estado anterior y de cómo fracasamos siempre en el intento.
De lo que hablo es de la fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su imagen rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos denodados para restituir la imagen a su estado anterior y de cómo fracasamos siempre en el intento.
Los japoneses tienen la creencia
de que cuando alguna cosa ha sufrido un daño adquiere una historia
personal y única que la hace más hermosa. Por eso, para reparar la
cerámica fracturada aplican un técnica tradicional de restauración
llamada Kintsugi o Kintsukuroi, que significa «carpintería o reparación
de oro», para lo que agrandan la fractura y la rellenan con un barniz de
resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro, plata o platino. La
pieza así restaurada no trata de replicar el aspecto intacto de la
cerámica nueva ni de ocultar o disimular los daños, sino que los resalta
ennoblecidos con el oro o la plata para transformarla otra vez, eso sí,
en algo completo.
El Kintsugi celebra la dialéctica entre la
totalidad y la fragmentación, descubre y realza la belleza de lo roto,
de lo quebrado, pone de relieve la historia única y singular de ese vaso
o de ese jarrón troceado que, sin embargo, renace a la vida como una
pieza completa pero estéticamente transformada. Tan singular es la
restauración, tan personales sus resultados, que las piezas así
reintegradas son con frecuencia más valiosas que los ejemplares
intactos.
El Kintsugi es también la fórmula magistral de la eterna
juventud. Una vasija quebrada y recompuesta con lañas de alambre o con
un mal adhesivo siempre será una vasija vieja, pero si sus viejas
cicatrices la cruzan recubiertas de oro, la vasija ya no es vieja, sino
joven, ya no es fea, sino que se ha transformado en una obra de arte. Y
así ocurre con las personas. Las cicatrices forman parte de nosotros,
frágiles piezas de cerámica, y a través de ellas se puede leer la vida
de cada uno. Aquél que no deja que sus cicatrices se queden en viejos
costurones sino que las transforma en en vetas de oro, ése permanece
eternamente joven y eternamente bello.
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