Las biografías destacan con acentos
particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, por
las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Tres de estas
iglesitas las restauró personalmente. La más significativa e
importante para la vida futura de Francisco y de su orden fue la ermita de
Santa María de los Angeles, cerca de Asís, llamada
Porciúncula. El santo no se cansaba de contárselo a sus hermanos:
«Solía decir que por revelación de Dios sabía que la
Virgen santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las
construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el santo la amaba
más que a todas» (2 Cel 19). Este relato resalta
inequívocamente que Francisco se afanaba con infantil sencillez en amar
todo lo que sabía que María amaba. Y este amor era
particularmente premiado precisamente en la Porciúncula (36). Por eso,
lleno de confianza llevó a sus doce primeros hermanos a esta iglesita,
«con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre
de Dios, había tenido su origen la orden de los menores, recibiera
también -con su auxilio- un renovado incremento» (37). Y
aquí fijó su primera residencia, por su entrañable amor a
la Madre bendita del Salvador (38). Y cuando se sintió morir, se hizo
conducir allá, para morir «donde por mediación de la Virgen
madre de Dios había concebido el espíritu de perfección y
de gracia» (Lm 7,3).
Por así decirlo, quiso pasar toda su
vida en la casa de María, para encontrarse siempre cerca de su solicitud
maternal. Y lo deseó también para sus seguidores. Por eso, ya
moribundo, recomendó de modo especialísimo a sus hermanos este
lugar santo: «Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este
lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel
106; cf. LM 2,8).
Sintiéndose muy íntimamente
vinculado a la Madre de Dios y tan profundamente obligado con ella a lo largo
de su vida, se mostraba particularmente agradecido: «Le tributaba
peculiarmente alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos,
tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). Como lo
demuestran las rúbricas para el Oficio de la pasión, diariamente
rezaba especiales «salmos a santa María» (OfP
introducción), muy probablemente el así llamado Officium
parvum beatae Mariae Virginis, compuesto ya en el siglo XII y que con
frecuencia se rezaba juntamente con las horas canónicas. Enseñaba
a sus hermanos a decir también el Ave María, en la forma
breve de la edad media, cuando rezaban el Pater noster. Debían meditar
particularmente las alegrías de María, «para que Cristo les
concediese un día las alegrías eternas» (39).
Parece que entre todas las fiestas de la
Virgen, Francisco tenía predilección por la de la
Asunción. Acostumbraba prepararse a ella con un ayuno especial de
cuarenta días (40). Puede que se deba a él el que los hermanos de
la penitencia (los terciarios) estuvieran dispensados de la abstinencia este
día, como ocurría en las fiestas más grandes, si
coincidía con alguno de los días que según la regla fueran
de abstinencia. En esta fiesta debía prevalecer la alegría por el
honor concedido a María.
Poseído por la más completa
confianza en la Virgen, Francisco realizó obras maravillosas.
Así, cierto día cogió unas migas de pan, las amasó
con un poco de aceite tomado de la lámpara que «ardía junto
al altar de la Virgen» y se lo mandó a un enfermo, que «por la
fuerza de Cristo» curó perfectamente (LM 4,8). Se apareció
también a una señora, aquejada por los dolores de un parto
dificilísimo, y le dijo que rezara la «Salve, Regina
misericordiae». Mientras la rezaba, dio felizmente a luz un niño (3
Cel 106). Aunque estos relatos pudieran ser dejados de lado por legendarios,
demuestran cuando menos hasta qué punto los contemporáneos de
Francisco apreciaban su confianza en María y con qué delicadeza
la han asociado a su imagen.
La piedad mariana de Francisco,
acuñada en muchos detalles por la corriente de la tradición
cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo,
fue recogida vitalmente por su orden, y transmitida a través de los
siglos. Si un examen más amplio y una reflexión más
profunda han aportado algunas novedades y han introducido algunas diferencias,
con todo permanecen como columnas firmes aquellas verdades que Francisco
transmitió con tanta convicción a los hermanos menores:
María es la madre de Jesús, y, como tal, es el instrumento
escogido por la Trinidad para su obra de salvación; María es la
«Señora pobre», y, como tal, la protectora de la orden. Su
culto en la historia es la actualización de una corta y admirable
oración compuesta por Tomás de Celano: «¡Ea, abogada de
los pobres!, cumple en nosotros tu misión de tutora hasta el día
señalado por el Padre» (2 Cel 198).
http://www.franciscanos.org/virgen/kesser.html
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