Al cabo de meses de encontrarse sin trabajo, Víctor se vio obligado a
recurrir a la mendicidad para sobrevivir, cosa que detestaba
profundamente. Una fría tarde de invierno se encontraba en las
inmediaciones de un club
privado cuando observó a un hombre y su esposa que entraban al mismo.
Víctor le pidió al hombre unas monedas para poder comprarse algo de
comer.
Lo siento, amigo, pero no tengo nada de cambio -replicó éste.
La mujer, que oyó la conversación, preguntó:
¿Qué quería ese pobre hombre?
Dinero para una comida. Dijo que tenía hambre
-respondió su marido.
¡Lorenzo, no podemos entrar a comer una comida suntuosa que no necesitamos y dejar a un
hombre hambriento aquí afuera!
¡Hoy en día hay un mendigo en cada esquina! Seguro que quiere el dinero para beber.
¡Yo
tengo un poco de cambio! - dijo su mujer. Le daré algo.
Aunque Víctor estaba de espaldas a ellos, oyó todo lo que dijeron. Avergonzado, quería
alejarse corriendo de allí, pero en ese momento oyó la amable voz de la mujer que le
decía:
Aquí tiene unas monedas. Consígase algo de comer. Aunque la situación está difícil,
no pierda las esperanzas. En alguna parte hay un empleo para usted. Espero que pronto lo
encuentre.
¡Muchas gracias, señora! Me ha dado usted ocasión de comenzar de nuevo y me ha ayudado
a cobrar ánimo. Jamás olvidaré su gentileza.
Estará usted comiendo el pan de Cristo. Compártalo -dijo ella con una cálida sonrisa
dirigida más bien a un hombre y no a un mendigo.
Víctor sintió como si una descarga
eléctrica le recorriera el cuerpo. Encontró un lugar barato donde comer, gastó la mitad de lo que la señora le había dado
y resolvió guardar lo que le sobraba para otro día. Comería el pan de Cristo dos días.
Una vez más, aquella descarga eléctrica corrió por su interior. ¡El pan de Cristo!
¡Un momento! -pensó-. No puedo guardarme el pan de Cristo solamente para mí mismo.
Le parecía estar escuchando el eco de un viejo himno que había aprendido en la escuela
dominical.
En ese momento pasó a su lado un anciano. Quizás ese pobre anciano tenga hambre
-pensó-. Tengo que compartir el pan de Cristo.
Oiga -exclamó Víctor-. ¿Le gustaría entrar y comerse una buena comida?
El viejo se dio vuelta, lo miró con descreimiento y le dijo:
¿Habla usted en serio, amigo?
El hombre no daba crédito a su buena fortuna hasta que se sentó a una mesa cubierta con
un hule y le pusieron delante un plato de guiso caliente. Durante la cena, Víctor notó
que el hombre envolvía un pedazo de pan en su servilleta de papel.
¿Está guardando un poco para mañana? -le preguntó.
No, no. Es que hay un chico que conozco por donde suelo frecuentar. La ha pasado mal
últimamente y estaba llorando cuando lo dejé. Tenía hambre. Le voy a llevar el pan.
El pan de Cristo...
Recordó nuevamente las palabras de la mujer y tuvo la extraña sensación de que había
un tercer convidado sentado a aquella mesa.
A lo lejos las campanas de una iglesia parecían entonar a sus oídos el viejo himno que
le había sonado antes en la cabeza. Los dos hombres llevaron el pan al niño hambriento,
que comenzó a engullírselo.
De golpe se detuvo y llamó a un perro, un perro perdido y asustado.
Aquí tienes, perrito. Te doy la mitad -dijo el niño.
El pan de Cristo... Alcanzaría también para el hermano cuadrúpedo. San Francisco de
Asís habría hecho lo mismo -pensó Víctor.
El niño había cambiado totalmente de semblante.
Se puso de pie y comenzó a vender el periódico con entusiasmo.
Hasta luego -dijo Víctor al viejo-. En alguna parte hay un empleo para usted. Pronto
dará con él. No desespere. ¿Sabe? -su voz se tornó en un susurro-. Esto que hemos
comido es el pan de Cristo. Una señora me lo dijo cuando me dio aquellas monedas para
comprarlo. ¡El futuro nos deparará algo bueno!
Al alejarse el viejo, Víctor se dio vuelta y se encontró con el perro que le olfateaba
la pierna. Se agachó para acariciarlo y descubrió que tenía un collar que llevaba
grabado el nombre del dueño.
Víctor recorrió el largo camino hasta la casa del dueño del perro y llamó a la puerta.
Al salir éste y ver que había encontrado a su perro, se puso contentísimo. De golpe la
expresión de su rostro se tornó seria. Estaba por reprocharle a Víctor que seguramente
había robado el perro para cobrar la recompensa, pero no lo hizo. Víctor ostentaba un
cierto aire de dignidad que lo detuvo. En cambio dijo:
-En el periódico vespertino de ayer ofrecí una recompensa. ¡Aquí tiene!
Víctor miró el billete medio aturdido. No puedo aceptarlo -dijo quedamente-. Solo
quería hacerle un bien al perro.
¡Téngalo! Para mí lo que usted hizo vale mucho más que eso. ¿Le interesaría un
empleo? Venga a mi oficina mañana. Me hace mucha falta una persona íntegra como usted.
Al volver a emprender Víctor la caminata por la avenida, aquel viejo himno que recordaba
de su niñez volvió a sonarle en el alma. Se titulaba "Comerte el Pan de Vida"...
Moraleja: Recuerda siempre las palabras de Santa Teresa de Calcuta: No te canses de dar, pero no des las sobras, da hasta sentirlo, hasta que duela.
Que el Señor nos conceda la gracia de tomar nuestra cruz y seguirlo, aunque duela.
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