El Padre Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, considera
que la Sma. Virgen es ese símbolo más significativo el más personal y
más hermoso del Espíritu Santo. ¿Por qué llega él a esa conclusión?
Es parte del ser, de la naturaleza de la mujer. Según su pensar, la mujer es esencialmente “obsequiosidad receptiva”.
Recibe, acoge al varón y al hijo y, al mismo tiempo, se entrega
generosamente a ellos. Y lo que es propio de toda mujer, vale de un modo
perfecto, para la Bendita entre las mujeres, la Sma. Virgen.
Ella es la donación de sí misma y la receptividad personificada. Y
como tal es el gran Símbolo del Espíritu Divino. Porque el Espíritu
Santo es, entre Padre e Hijo, la obsequiosidad receptiva. Recibe del
Padre y del Hijo y se regala a la vez al Padre y al Hijo.
El Espíritu Santo es, por eso, en la Trinidad el soplo de amor, el
amor hecho persona, el vínculo de amor entre Padre e Hijo. Pero también
frente a los hombres se le atribuye a Él especialmente las obras de
amor. Él es quien en nosotros despierta, estimula, cuida, protege y
acoge toda forma y manifestación de amor y de vida.
Por eso, la mujer más que el varón, está asociada con el Espíritu
Santo. También ella es vínculo de amor entre padre e hijos. Es
responsable de cuidar la vida y de cultivar el amor de los suyos.
Y el ideal inalcanzable de esa misión femenina y materna admiramos en
María. Ella es la obra maestra de Dios, Madre del amor hermoso, Madre
de la vida y de todos los vivientes. Por eso es la imagen, el símbolo
más perfecto del Espíritu Santo.
Y entonces concluye el Padre Kentenich: tal como María es el
principio femenino en la redención, así el Espíritu Santo es el
principio femenino en la Divinidad.
La persona que vive en el Espíritu Santo.
Creo que todos anhelamos estar más cerca del Espíritu de Dios,
disfrutar de su presencia, vivir en consonancia con Él. San Serafín, un
gran santo y guía espiritual de la Iglesia rusa decía: “El verdadero
sentido de nuestra vida cristiana consiste en obtener el Espíritu Santo.
Orar, vigilar, dar limosnas y otras obras buenas son sólo medios para
obtener el Espíritu Santo.
El viento. También el viento es señal del
Espíritu. Es incluso un juego de palabras: tanto en griego (pneuma) como
en hebreo (ruah), la misma palabra designa al viento y al espíritu. Y
esa coincidencia nos permite hablar del Espíritu Divino con la metáfora
del viento. Así lo hizo Jesús con Nicodemo: “El viento sopla donde
quiere y oyes su voz; pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así le
sucede al que ha nacido del Espíritu” (Jn 3,8).
¿Qué elemento representa mejor la libertad, la fuerza, la inmensidad,
la cercanía, el misterio y la realidad del Espíritu en nuestras vidas?
Junto con la imagen del agua, la del viento es la que mejor insinúa la
presencia y la acción del Espíritu Divino en nuestro mundo. Viento que
es soplo y aliento, brisa y tempestad, frescura y ardor, oxígeno y vida.
Un viento impetuoso precedió a la experiencia de Pentecostés. Y
mientras el viento “llenaba toda la casa”, el Espíritu llenaba el alma de los apóstoles allí reunidos (Hch 2, 2‑4).
Jesús mismo sopló un día sobre sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”
(Jn 20,22). El soplo de Jesús es el Espíritu Santo: aliento y vida de
su mismo pecho, poder de perdonar pecados, de redimir almas, de edificar
el cuerpo de la Iglesia. Jesús se va, pero queda su aliento, su
Espíritu. El Espíritu como herencia de Jesús, enviado del Padre, vínculo
de la Trinidad.
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