jueves, 26 de abril de 2018

La sabiduría de un pobre...más lleno del sol que el verano.

Las cigarras cantaban en el pinar de alrededor de la ermita. Eran los primeros días de junio. Hacía mucho calor. Un sol implacable echaba llamas en el azul deslumbrante del cielo. Los rayos violentos y espesos caían como una lluvia de fuego. Nada escapaba a este incendio. En el bosque, las cortezas de los árboles crujían con el calor. Sobre las cuestas escarpadas de la montaña se secaba la hierba y amarilleaba entre las rocas calientes. A la orilla del bosque los arbolitos y las plantas pequeñas, todavía infladas por las lluvias de primavera, bajaban tristemente la cabeza. Sin embargo, junto al pequeño oratorio, algunos manzanos cuyas hojas comenzaban a llenarse de frutos, parecían estar muy bien en medio de este calor. El gran sol, como el fuego, pone a prueba a los seres. Les obliga a revelarse. Ninguna hinchazón se le resiste. No deja lugar más que a la madurez. Sólo el árbol que ha anudado sus frutos se ofrece sin miedo a su brillo y a su ardor.
En las horas más cálidas del día, le gustaba a Francisco venir bajo los pinos. Escuchaba a las cigarras y se asociaba interiormente a su canto. Seguía mal de los ojos, pero su corazón estaba tranquilo. En medio del gran calor gustaba ya la paz de la tarde.
A veces pensaba en el cercano capítulo de Pentecostés, en la cantidad de hermanos que en esta ocasión iba a ver reunidos en Asís. Se imaginaba las dificultades que de nuevo iban a surgir y mostrarse, más fuertes y más temibles que nunca, en el seno de su gran familia, pero pensaba en ello ahora, sin la menor turbación, sin que se le apretara el corazón. Aun los recuerdos penosos que ese pensamiento traía inevitablemente a su alma no le alteraba su serenidad. No es que se hubiera hecho indiferente. El amor por los suyos y sus exigencias no habían cesado de crecer y profundizarse, pero estaba en paz, para él también la hora de la madurez había llegado. No se cuidaba de saber si él llevaría muchos frutos, pero velaba para que su fruto no fuera amargo. Sólo eso importaba. Sabía que todo lo demás le sería dado por añadidura. Por encima de él las cigarras no dejaban de cantar. Sus notas estridentes tenían el brillo de la llama; caían de las ramas altas semejantes a lenguas de fuego.
Francisco estaba sentado en el pinar cuando vio venir hacia él a través del bosque a un hermano alto, todavía joven, de andar lento pero decidido. Reconoció al hermano Tancredo. Francisco se levantó, fue hacia él y lo abrazó.
– ¡Paz a ti! – le dijo – ¡Qué agradable sorpresa me das! ¡Qué calor habrás pasado subiendo!
– Sí, padre – respondió el hermano, secándose la frente y la cara con la manga -, pero no importa.
El hermano levantó la cabeza y suspiró. Francisco le invitó a sentarse a la sombra de los pinos.
– ¿Qué es lo que no marcha bien? Cuenta.
– Ya lo sabes, padre – dijo Tancredo -. Desde que no estás entre nosotros, la situación no ha cesado de empeorar. Los hermanos, hablo de los que quieren permanecer fieles a la regla y a tu ejemplo, están desanimados y desorientados. Se les dice y se les repite que tú te has quedado atrás, que es preciso saber adaptarse y, por esto, inspirarse en la organización de las otras grandes Ordenes y que es necesario formar sabios que puedan rivalizar con los de otras Ordenes, que la simplicidad y la pobreza son cosas muy bellas, pero que no hay que exagerarlas y que, en todo caso, no bastan, que la ciencia, el poder y el dinero son también indispensables para obrar y para lograr algo. Eso es lo que dicen.
– Seguramente siguen siendo los mismos los que hablan así – observó simplemente Francisco.
– Sí, padre. Son los mismo. Tú los conoces. Se les llama los innovadores, pero han seducido  a muchos y la desgracia es que, por reacción contra ellos, algunos hermanos se dejan ir a toda clase de excentricidades del peor gusto, bajo pretexto de austeridad y de simplicidad evangélicas. Por ejemplo, los hermanos que han tenido que ser llamados al orden recientemente por el obispo de Fondi, porque se descuidaban completamente y dejaban crecer una barba de largura desmesurada. Otros han salido de la obediencia y se han casado. No se dan cuenta de que obrando así desacreditan a todos los hermanos y echan agua al molino de los innovadores. Ante tales abusos, éstos tienen buena ocasión para imponer su voluntad; se presentan como defensores de la regla. Cogido entre estos innovadores y estos excéntricos está el rebañito fiel, que gime porque está sin pastor. Una verdadera pena. En fin, se acerca el capítulo de Pentecostés. Es nuestra última esperanza. ¿Vendrás a él, padre?
– Sí, iré. Pienso incluso ponerme en camino sin tardar – respondió simplemente Francisco.
– Los hermanos fieles esperan que vas a volver a tomar el gobierno y que reprimirás los abusos y rechazarás a los recalcitrantes, que ya es hora.
– ¿Crees tú que los otros querrán saber de mí? – preguntó Francisco.
– Es preciso imponerse, padre, hablándoles claro y fuerte y amenazándoles con sanciones. Es preciso resistirles de cara. No hay más que ese medio – volvió a decir Tancredo.
Francisco no respondió. Cantaban las cigarras. El bosque suspiraba por momentos. Una ligera brisa atravesó el pinar, levantando un olor fuerte a resina. Francisco se callaba.
Su mirada estaba fija en el suelo sembrado de agujas y de ramitas secas. Se puso a pensar que la menor chispa caída al azar sobre esta alfombra bastaría para abrasar todo el bosque.
– Escucha – dijo Francisco después de algunos instantes de silencio -. No quiero dejarte en ilusión. Hablaré claro, puesto que lo deseas. No me consideraría hermano menor si no estuviese en este estado. Yo soy el superior de mis hermanos, voy al capítulo, hago allí un sermón, doy mi parecer, y si cuando he terminado me dicen: “Tú no tienes lo que nos hace falta, eres iletrado, despreciable; ya no te queremos como superior, porque no tienes ninguna elocuencia, eres simple y pasado.” Y soy arrojado vergonzosamente, cargado del desprecio universal. Pues mira: te digo, si no recibo eso con la misma frente, con la misma alegría interior y conservando idéntica mi voluntad de santificación, yo no soy, pero de ningún modo, un hermano menor.
– Muy bien, padre, pero eso no resuelve la cuestión – objetó Tancredo.
– ¿Qué cuestión? – preguntó Francisco.
Tancredo le miró con una cara espantada.
– ¿Qué cuestión? – repitió Francisco.
– Pues la de la Orden – exclamó Tancredo -. Acabas de describirme tu estado de alma. Yo te admiro, pero no puedes pararte en ese punto de vista personal y pensar únicamente en ese punto de vista personal y pensar  únicamente en tu perfección. ¡Están los otros! Tú eres su guía y su padre. No puedes abandonarlos. Tienen derecho a tu apoyo. Es preciso no olvidarlos.
– Es verdad, Tancredo. Están los otros. He pensado muchísimo  en esto, créeme – dijo Francisco -, pero no se ayuda a los hombres a practicar la dulzura y la paciencia evangélicas comenzando por golpear con el puño a todos los que no son de nuestro parecer, sino más bien aceptando uno mismo los golpes.
– ¿Y dónde te dejas la cólera de Dios? – replicó vivamente Tancredo -. Hay cóleras santas. Cristo hizo restallar el látigo por encima de la cabeza de los vendedores, y no solamente por encima de sus cabezas, sin duda. A veces es necesario arrojar a los vendedores del templo. Sí, con pérdida y ruido. Eso también es imitar a Cristo.
Tancredo había elevado el tono. Se había animado. Hablaba con furia. Con gestos terminantes. Su rostro se había enrojecido. Hizo un movimiento para levantarse, pero Francisco le puso la mano sobre el hombro y lo retuvo.
– Vamos, hermano Tancredo, escúchame un poco – le dijo con calma -. Si el Señor quisiera arrojar de delante de su rostro todo lo que hay de impuro y de indigno, ¿crees que habría muchos que pudiesen encontrar gracia? Seríamos todos barridos, pobre amigo mío. Nosotros como los otros. No hay tanta diferencia entre los hombres desde este punto de vista. Felizmente, a Dios no le gusta hacer limpieza por el vacío. Eso es lo que nos salva. Ha arrojado una vez a los vendedores del templo. Lo ha hecho para mostrarnos que El era el dueño  de su casa, pero, ya lo habrás notado, no lo ha hecho más que una sola vez y como jugando, después de lo cual se ofreció a Sí mismo a los golpes de sus perseguidores, y nos ha mostrado de ese modo lo que es la paciencia de Dios. No una impotencia de tratar con rigor, sino una voluntad de amar que no se retira.
– Sí, padre, pero obrando como dices abandonas la partida pura y simplemente. La Orden irá a su pérdida y la Iglesia sufrirá mucho con ello. En lugar de un renuevo no contará sino con una ruina más. Eso es todo – replicó Tancredo.
– Pues bien: yo te lo digo. La Orden continuará, a pesar de todo – afirmó Francisco con vigor, pero sin salir de su calma -. El Señor me ha dado esta seguridad. El porvenir de la Orden es asunto suyo. Si los hermanos son infieles, suscitará a otros y es posible que ya hayan nacido. En cuanto a mí, el Señor no me ha pedido convencer a los hombres a fuerza de elocuencia o de ciencia, menos aún de obligarlos. Simplemente me ha hecho saber que yo debía vivir según la forma del santo Evangelio, y cuando me dio hermanos hice escribir una regla en pocas palabras. El señor Papa me la confirmó. Entonces estábamos sin pretensiones y sometidos a todos; yo quiero permanecer en este estado hasta el fin.
– Entonces, ¿hay que dejar que los otros obren a su aire y soportarlo todo sin decir nada? – volvió a decir Tancredo.
– En cuanto a mí – dijo Francisco -, yo quiero estar sometido a todos los hombres y a todas las criaturas de este mundo, tanto como desde lo alto Dios lo permita. Tal es la condición del hermano menor.
– No, en eso verdaderamente yo no te sigo; no te comprendo – dijo Tancredo.
– No me comprendes – respondió Francisco – porque esta actitud de humildad y de sumisión te  parece cobardía y pasividad, pero se trata de algo muy distinto. Yo también he estado mucho tiempo sin comprender, medio abatido en la noche, como un pajarito cogido en la trampa, pero el Señor tuvo piedad de mí, me ha hecho ver que la más alta actividad del hombre y su madurez no consiste en la prosecución de una idea, por muy elevada y muy santa que sea, sino en la aceptación humilde y alegre de lo que es, de todo lo que es. <<El hombre que sigue su idea permanece cerrado en sí mismo. No comunica verdaderamente con los otros seres. No llega a conocer nunca el universo. Le falta el silencio, la profundidad y la paz. La profundidad de un hombre está en su poder de acogimiento. La mayor parte de los hombres permanecen aislados en sí mismos, a pesar de todas las apariencias. Son como insectos que no llegan a despojarse de su caparazón. Se agitan desesperadamente en el interior de sus límites. A fin de cuentas, se encuentran como al principio. Creen haber cambiado algo, pero mueren sin haber visto ni siquiera la luz. No se han despertado nunca a la realidad. Han vivido en sueños.>>
Tancredo se callaba. Las palabras de Francisco le parecían tan extrañas… ¿Era Francisco o él el que soñaba? Le irritaba verse colocado entre los soñadores. El estaba seguro de sí, de lo que veía y de lo que sentía.
– Pero entonces, ¿todos los que intentan hacer algo en este mundo son soñadores? – dijo después de un momento de silencio.
– Yo no digo eso – respondió Francisco -, pero pienso que es difícil aceptar la realidad. Y, a decir verdad, ningún hombre la acepta nunca totalmente. Queremos siempre añadir un codo a nuestra estatura, de una u otra manera. Tal es el fin de la mayor parte de nuestras acciones. Aun cuando pensamos trabajar por el reino de Dios es muchas veces eso lo que buscamos, hasta que un día tropezando con un fracaso, un fracaso profundo, no nos queda más que esta sola realidad desmesurada: Dios es. Descubrimos entonces que no hay más todopoderoso que El, y que El es el solo Santo, el solo Bueno. El hombre que acepta esta realidad y que se goza hasta el fondo de ella ha encontrado la paz. Dios es, y eso basta. Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea Dios. Sólo el hombre que acepta a Dios de esta manera es capaz es capaz de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Se hace libre de todo querer particular. Ninguna otra cosa viene a turbar en él el juego divino de la creación. Su querer se ha simplificado y al mismo tiempo se hace vasto y hondo como el mundo. Un simple y puro querer de Dios, que abraza todo, que acoge todo. Ya nada le separa del acto creador. Está enteramente abierto a la acción de Dios, que hace de él lo que quiere, que le lleva a donde quiere, y esta santa obediencia le da acceso a las profundidades del universo, a la potencia que mueve los astros y  que hace abrirse tan graciosamente las más humildes flores del campo. Ve claro en el interior del mundo. Descubre esa soberana bondad que está en el origen de todos los seres y que estará un día toda entera en todos, pero él la ve ya esparcida y extendida en cada ser. Participa él mismo en la gran forma de la bondad. Se hace misericordioso, solar, como el Padre, que hace resplandecer su sol con la misma prodigalidad sobre los buenos y los malos. ¡Ah, hermano Tancredo!, ¡qué grande es la gloria de Dios! ¡Y el mundo rezuma de su bondad y de su misericordia!
– Pero en el mundo – contestó Tancredo – están también la falta y el mal. No podemos dejar de verlos y en su presencia no tenemos derecho a permanecer indiferentes. Desgraciados de nosotros si, por nuestro silencio o nuestra inacción, los malos se endurecen en su malicia y triunfan.
– Es verdad; no tenemos derecho a permanecer indiferentes ante el mal y el pecado – respondió Francisco -, pero tampoco debemos irritarnos y turbarnos. Nuestra turbación y nuestra irritación no pueden más que herir la caridad en nosotros mismos y en los otros. Nos es preciso aprender a ver el mal y el pecado como Dios lo ve. Eso es precisamente lo difícil, porque donde nosotros vemos naturalmente una falta a condenar y a castigar, Dios ve primeramente una miseria a socorrer. El Todopoderoso es también el más dulce de los seres, el más paciente.
En Dios no hay ni la menor traza de resentimiento. Cuando su  criatura se revuelve  contra El y le ofende, sigue siendo a sus ojos su criatura. Podría destruirla, desde luego, pero ¿qué placer puede encontrar Dios en destruir lo que ha hecho con tanto amor? Todo lo que El ha creado tiene raíces tan profundas en El… Es el más desarmado de todos los seres frente a sus criaturas, como una madre ante su hijo. Ahí está el secreto de esta paciencia enorme que, a veces, nos escandaliza. Dios es semejante al padre de familia ante sus hijos ya mayores y ávidos de adquirir su independencia. Queréis marcharos, estáis impacientes por hacer vuestra vida, cada uno por su lado. Bien, pues yo quiero deciros esto antes de que partáis: “Si algún día tenéis un disgusto, si estáis en la miseria, sabed que yo estoy siempre aquí. Mi puerta os está completamente abierta, de día y de noche. Podéis venir siempre, estaréis siempre en vuestra casa y yo haré todo por socorreros. Aunque todas las puertas estuvieran cerradas, la mía siempre os está abierta.” Dios está hecho así, hermano Tancredo. Nadie ama como El, pero nosotros debemos intentar imitarle. Hasta ahora no hemos hecho todavía nada. Empecemos, pues, a hacer algo.
Pero ¿por dónde comenzar?; padre, dímelo – preguntó Tancredo.
La cosa más urgente – dijo Francisco – es desear tener el Espíritu del Señor. El solo puede hacernos buenos, profundamente buenos, con una bondad que es una sola cosa con nuestro ser más profundo.
Se calló un instante y después volvió a decir:
El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres, pero ¿has pensado ya lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús.” Y no sólo decírselo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse con ese hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba, y que se despierte así a una nueva conciencia de sí. Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad; una amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estimas profundas. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo.
El sol había caído detrás de los montes y bruscamente había refrescado el aire, el viento se había levantado y sacudía los árboles, era ya casi de noche y se oía subir de todas partes el canto ininterrumpido de las cigarras.

http://www.pazybien.es/sabiduria-de-un-pobre-mas-lleno-de-sol-que-el-verano/

martes, 24 de abril de 2018

El precio de las cosas.

Una vez, un padre de una familia acaudalada llevó a su hijo a una excursión por el campo, con el firme propósito de que viera cuán pobre era la gente del campo, que comprendiera el valor de las cosas y lo afortunados que eran ellos.
Estuvieron por espacio de un día y una noche completos en la granja de una familia campesina muy humilde.

Al concluir la excursión y de regreso a casa, el padre le preguntó a su hijo:
- ¿ Qué te pareció el viaje?
- !Muy lindo papá!
- ¿Viste cuán pobre y necesitada puede ser la gente?
- ¡ Sí ¡
- ¿Y qué aprendiste?
Que nosotros tenemos un perro en casa, y ellos tienen cuatro.
Nosotros tenemos una piscina de 25 metros, ellos tienen un arroyo que no tiene fin. Nosotros tenemos lámparas importadas en el patio, ellos tienen miles de estrellas. Nuestro patio llega hasta el limite de la casa, el de ellos tiene todo el horizonte.
Especialmente papá, vi que ellos tienen tiempo para conversar y convivir en familia.
Tú y mamá tienes que trabajar todo el tiempo y casi nunca les veo y rara es la vez que charlas conmigo.
Al terminar el relato, el padre se quedó mudo...y su hijo agregó:
Gracias papá, por enseñarme lo ricos que podríamos llegar a ser.
Recuerda: La felicidad es un trayecto, no un destino.
 
Web católico de Javier

La solucion espiritual a todos nuestros males espirituales

"No se consigue la salud espiritual sino con la oración; no se gana la batalla sino con la oración" (San Pío de Pietrecina)


domingo, 22 de abril de 2018

El bochornoso espectáculo de las primeras comuniones.

En muchas familias es tiempo de “la Comunión”. No la primera de muchas, sino la primera… y última, por eso ha pasado a ser simplemente “la Comunión”.
Es triste ver como este momento, que debería ser para una familia cristiana un momento de inmenso gozo por ver a su vástago convertirse en un templo vivo del Cuerpo de Cristo, está siendo utilizado sacrílegamente por UNA INMENSA mayoría, pues no hay en ellos más que una mera utilización de la Iglesia y sus medios para organizar una “puesta de largo” sin sentido, ni la más mínima intención religiosa, una fiestecita familiar donde lo que menos importa es Jesús y lo que más importa es el convite, hacer sentir al niño un principito o princesita, y los fastuosos regalos, tal cual si al niño le hubiera tocado una gigantesca tómbola.
Es lastimoso ver a madres enfrascadas durante meses con una preocupación extrema por los detalles del convite y los invitados, pero totalmente desinteresadas por la formación espiritual de sus hijos al punto de que les da siquiera igual que recen o no al levantarse o acostarse. Como diría el Santo Cura de Ars: ¡Oh Dios mío, que horror más grande! Que lejos quedan aquellos tiempos en que los padres reforzaban incluso las catequesis en sus casas para que fueran mejor preparados, ahora a lo sumo se les enseña que Dios es un “brujito”, que está para que cuando todo te vaya muy mal entonces rezarle a ver si hacer alguna “magia”, por supuesto el pecado personal, infierno.. es puro tabú de mentes fanatizadas poco acordes a los tiempos.
Es todo tan aberrante que incluso si en una de estas comuniones osas llevar un regalo religioso te miran con cara de bicho raro. Las incoherencias que todos podemos ver en familiares y amigos llegan al absurdo y serían dignas de un libro de humor sino fuera porque juegan con lo más sagrado: llevan al niño a la primera comunión para no volver a llevarlo a la Iglesia nunca más, e incluso si les preguntas a los padres antes de la comunión si creen en la presencia real de Jesús en la Eucaristía te dicen que no.
Y por si pudiera por la gracia de Dios servir al niño para iluminarlo, a pesar del denigrante ejemplo de los padres, gran parte del clero los instruye en la irreverencia,  con una catequesis en donde al niño se le martillea con la paz y la alegría hueca, pero se le llenan de eufemismos ininteligibles al punto que si el niño tiene una noción clara de que va a recibir a Jesucristo en Cuerpo y Sangre es por pura misericordia e inspiración divina.  No es pura casualidad que primero nos quitaran de las iglesias los reclinatorios y las bandejas, y ahora se adoctrine a nuestros hijos a comulgar en la mano desde su primera comunión. Lex orandi, lex credendi. Hay una fuerte ideologización en ello y se pretende evidentemente imponer una nueva forma de reverencia acorde con nuevas doctrinas ante la impasibilidad de nuestros prelados.
Si con el bautizo la sociedad pagana utiliza a la Iglesia para la “presentación en sociedad”, la comunión se ha convertido para una gran mayoría en la nueva “puesta de largo”, donde sacrílegamente los padres utilizan lo más sagrado como un vulgar juguete de usar y tirar. Es un espectáculo dolorosísimo que tenemos que presenciar todos los años.

Dios los perdone.

Juan Gómez Sauceda

viernes, 20 de abril de 2018

El miedo que se disfraza de pereza, el ataque de estos demonios

Quizás, alguna vez, has sentido una tremenda pereza para quedar con tus amigos o asistir a ese curso de oratoria en el que con tantas ganas te habías apuntado. Una parte de ti desea ir, pero llegado el momento o unos días antes parece que la pereza hace acto de presencia. Pero, ¿y si no es pereza? Hoy vamos a descubrir cómo es el miedo que se disfraza de pereza.
Muchas de nuestras emociones se esconden bajo otras y nos confunden. Es como si se pusieran un disfraz para evitar que las descubramos y nos perdamos así en un laberinto emocional. Si lo hacemos, si entramos en su juego y nos perdemos en su realidad, es porque de algún modo no nos conocemos y todavía nos queda por caminar para madurar a nivel emocional.

¿Por qué sentimos pereza?

La pereza no es más que una manera de protegernos y de evitar aquello que no queremos hacer. Cuando se acerca el día en el que vamos a quedar con nuestros amigos o se inicia el curso de oratoria al que nos apuntamos, un gran sopor nos invade. Es entonces cuando empezamos a dar vueltas a muchos pensamientos hasta llegar a la conclusión de que hemos aceptado algo que no queríamos hacer de verdad.
Ahora bien, hay que tener mucho cuidado con este tipo de situaciones. Si la primera reacción que hemos tenido ha sido positiva, pero la pereza asoma cuando se acerca el momento de la verdad, no es que no queramos hacerlo, es que estamos huyendo de algo. ¿Nos sentimos cómodos con nuestros amigos? ¿Ha pasado algo con ellos? ¿Tenemos miedo a hablar en público o a conocer personas nuevas?
El miedo que se disfraza de pereza nos advierte de un posible peligro, de eso que no queremos enfrentar y en lo que no hemos pensado mucho hasta que la situación está a punto de hacerse realidad. Por ese motivo, cuando se acerca el momento, en nuestra mente se dispara una alarma. ¿Qué es lo mejor que nos puede pasar para no enfrentarnos a algo que nos da miedo y no salir de nuestra zona de confort? Está claro, la pereza.
La pereza puede convertirse en una gran trampa cuando está intentando camuflar un gran miedo. Porque expresiones como “en realidad no me apetece”, “tengo que aprender a decir no” o “debo ser más asertivo” quizás estén escondiendo un intento de evitar algo que nos produce un gran temor.
La pereza se convierte en un salvavidas. Es una reacción para huir del miedo. Pero no podemos caer en la trampa de creer que en realidad deberíamos ser más asertivos con nuestros amigos y decirles “no” si realmente lo sentimos. Hay algo que no estamos queriendo mirar. Un miedo profundo que está usando a la pereza para que nos quedemos en casa y no podamos enfrentarnos a él.

Quitándole el disfraz al miedo

El miedo puede disfrazarse de múltiples formas para que no sepamos detectarlo y no tengamos que enfrentarnos a él. De ahí que trabajar con nuestras emociones nos ayude a destapar y quitar sus disfraces. Veamos qué podemos hacer al respecto.
Imaginemos que hemos tenido relaciones fallidas que han terminado de manera traumática. Nos encontramos solos, disfrutando de nuestra soledad, no obstante cada vez que nuestros amigos quieren quedar (ellos traen a sus parejas), cuando llega el momento nos invade la pereza. La pereza nos insta a quedarnos en casa.
En esta situación podemos pensar que no queremos quedar con esas personas o que no nos apetece. Pero puede que no sea sí. Por ejemplo, puede dolernos ver a nuestros amigos felices con sus parejas, mientras nosotros solo hemos tenido experiencias de fracaso. O quizás, que nos moleste que siempre tengan que traer a sus parejas.
Aunque disfrutemos mucho de la compañía de nuestro amigos, somos víctimas de un miedo atroz que no está superado. Fruto de las experiencias, de aquello sobre lo que no hemos aprendido aún, lo que este miedo nos está diciendo es que volveremos a caer en viejos errores o bien, nos aislaremos para no tener que enfrentar esa desagradable sensación.
El miedo que se disfraza de pereza intenta esconderse para que no podamos quitarle el disfraz y enfrentarnos a él. Creer en su mentira durante mucho tiempo impedirá que vivamos libremente.
 
Raquel Lemos Rodríguez 

jueves, 19 de abril de 2018

6 frases del libro El caballero de la armadura oxidada para reflexionar


Las frases del libro El caballero de la armadura oxidada nos ofrecen grandes lecciones de autoconocimiento. En esta aventura narrativa somos testigos de esa alquimia interior por la que todos, de algún modo, deberíamos pasar alguna vez. Pocas obras resultan tan sencillas a la vez que evocadoras sobre la transformación humana y ese intento donde aprender a ser mejores.
Algo que sin duda resulta curioso, a la vez que fascinante sobre esta obra, es su autor. Robert Fisher, era uno de los mejores guionistas de comedia del mundo del cine, teatro y televisión. Trabajó para Groucho Marx, Lucille Ball o Bob Hope. Este autor tenía una trayectoria excepcional en el mundo de la escritura, a la vez que un maravilloso arte para traernos una visión más optimista y constructiva de la vida.
Su capacidad para hacer reír al espectador iba de la mano de la reflexión. De esa reflexión capaz de hacernos ver nuestras propias limitaciones y potencialidades. Su amplia experiencia como humorista y dramaturgo lo dotó de esa capacidad innata para despertar conciencias y para hacer de sus obras de autoayuda, un camino accesible, original y evocador de facilitar nuestro desarrollo personal.

Frases del libro El caballero de la armadura oxidada

La historia central de esta obra nos trae a un caballero muy singular. Estamos ante un hombre a simple vista admirable: valiente, hace (en apariencia) nobles acciones y es generoso… Ahora bien, no tardamos en darnos cuenta de algo. Vive tan hechizado por el brillo de su propia armadura que no sabe apreciar lo que tiene.
Su ceguera llega hasta tal punto de descuidar lo que le rodea. Incapaz de valorar nada más que sus propias virtudes, un día percibe algo bien singular: su armadura deja de brillar; se está oxidando. Cautivo de sí mismo, se lanza a un viaje de iniciación espiritual y transformación donde liberarse de múltiples barreras. Es entonces cuando a través de originales personajes y experiencias, nos va deja grandes aprendizajes.
Las frases del libro El caballero de la armadura oxidada son sin duda muestras de ese conocimiento, de ese despertar que todos deberíamos propiciar.

1. Lo que hay bajo nuestras armaduras

“Ponemos barreras para protegernos de quienes creemos que somos. Luego un día quedamos atrapados tras las barreras y ya no podemos salir”.
El caballero tenía el pleno convencimiento de que él era bueno y generoso. Sin embargo, sus actos no evidenciaban tales noblezas, tales cualidades. Bajo su reluciente armadura había alguien que necesitaba sacarse brillo para compensar sus grandes carencias.
Este personaje era capaz de librar feroces batallas para hacer frente a todo lo que él consideraba malvado. Sin embargo, en ningún momento tomaba conciencia de ese enemigo que tenía en su interior, de ese dragón enfurecido que tenía atrapado a su auténtico “yo”.
Pensemos que todos, de algún modo, amanecemos cada día con nuestras propias armaduras oxidadas. Esas en las que camuflamos realidades internas no resueltas, resistencias que nos limitan, que apagan nuestro auténtico ser.

2. El desahogo emocional

“Solo las lágrimas de auténticos sentimientos te liberaran de tu armadura”.
El reconocimiento de las propias necesidades y la toma de contacto con esas emociones atascadas en nuestro interior, son el primer paso para librarnos del peso de nuestras armaduras. Para retirar ese óxido y brillar de nuevo, nada mejor que oxigenar espacios, que desahogar tensiones, llorar…

3. Tomar conciencia de lo que es importante

“A los seres humanos se les dio dos pies para que no tuvieran que permanecer en un mismo lugar, pero si se quedaran quietos más a menudo para poder aceptar y apreciar, en lugar de ir de aquí para allá intentando apoderarse de todo lo que pueden, entenderían verdaderamente lo que es la ambición del corazón”.
Esta es una de las frases del libro El caballero de la armadura oxidada que más deben invitarnos a la reflexión. Nuestro caballero surca territorios, países y reinados para hacer el bien. Salva, defiende, protege y lucha contra (lo que él considera) que es la maldad. Ahora bien, este personaje ha llegado a alimentar un amor más grande por su propia armadura que por su familia.
Su esposa Julieta y su hijo, apenas ocupan lugar en su memoria. Ha descuidado lo que es verdaderamente importante. Por tanto, no olvidemos que todos somos libres para movernos, para crecer y avanzar, pero a su vez, es necesario que tomemos conciencia de nuestras raíces: de lo que es importante.

4. El aquí y ahora

 “Nunca había disfrutado de lo que pasaba en el momento. Durante la mayor parte de su vida, no había escuchado realmente a nadie ni a nada. El sonido del viento, de la lluvia, el sonido del agua que corre por los arroyos, había estado siempre ahí, pero en realidad nunca los había oído…”
Apreciar el momento presente, ser receptivos a lo que nos envuelve es un modo de tomar conciencia de lo que tiene auténtico valor. Situar la mirada en el propio ego, en lo que hicimos ayer o haremos mañana, oxida aún más nuestras armaduras. La auténtica luz se encuentra en el momento presente, ahí donde están nuestras oportunidades, ahí donde puede acontecer nuestra felicidad.

5. El amor por uno mismo

“El caballero lloro más al darse cuenta de que si no se amaba, no podía amar realmente a otros. Su necesidad de ellos se interpondría. En eso apareció el mago y le dijo: solo podrás amar a otros en la medida en que te ames a ti mismo”.
Hay un momento en el libro donde el caballero no lo resiste más. Ha avanzado tanto en el bosque de su inconsciente que solo piensa en huir, en volver con su familia. Ahora bien, más tarde se da cuenta de algo: aún no puede volver porque no sabe cuidar de sí mismo. Alguien que no sabe atenderse y que no se ama, difícilmente podrá amar a los demás como se merecen.
Ese es por tanto nuestro primer paso en toda transformación personal: cultivar un amor propio saludable, aprender a valorarnos, a sanarnos, a cuidarnos.

6. El silencio como canal de escucha

“Permanecer en silencio es algo más que no hablar”.
Esta es otra de las frases del libro El caballero de la armadura oxidada más interesante. En la obra el propio caballero debe confrontarse con el dragón de sus pensamientos en medio de la soledad y el más riguroso silencio. Tal situación no es cómoda, porque hay demasiados ruidos mentales, y además, están sus corazas inconscientes, esas que le impiden acceder a su auténtico ser para vencer al falso yo…
Romperlas para esclarecer sus necesidades, y abrazar a su auténtico ser es algo que logrará en ese escenario de silencio. Ahí donde no hay más opción que escuchar.
Para concluir. Hay un hecho que vale la pena comentar sobre Robert Fisher, el autor del libro. En más de una ocasión explicó que la idea de este libro surgió a partir de varias experiencias cercanas a la muerte. La vida le enfrentó a este límite en diferentes ocasiones, y en todas ellas su propia voz le decía:  
“No debes morir. Aún no has cumplido lo que has venido a hacer”.
Este libro era su misión, y dicha experiencia con él, también transformó su vida. Fueron 6 años y medio dedicados a esta obra, ahí donde estas frases del libro El caballero de la armadura oxidada nos recuerdan que también nosotros tenemos la misión de hallar nuestro propósito, pero antes tenemos que liberarnos de nuestras armaduras.

Valeria Sabater     

miércoles, 18 de abril de 2018

¿Cuando empezó la Confesion de los pecados?


"El mismo día en que resucitó entre los muertos, Jesús nos dejó el sacramento de la Confesión.
- En la tarde del domingo de resurrección, Jesús se apareció a sus apóstoles y les dijo:
¨ Como me envió mi Padre, así les envío yo. Reciban el Espíritu Santo, a quien les perdonen los pecados, les serán perdonados; y a los que nos se los perdonen, no les seràn perdonados ¨

- Como ves, Jesús mismo dió a los sacerdotes el poder para perdonar los pecados.

- Algunas personas de sectas dicen que no se necesita confesarse con el sacerdote, que sólo hay que pedir perdón a Dios directamente. 

No te dejes confundir, esto no es cierto. En este evangelio ( Jn 20,19-23) vemos muy claro que Cristo da a sus apóstoles ( los primeros sacerdotes ) el poder de perdonar los pecados y no dice que cada persona pida perdón a Dios directamente para que se le perdonen."

El día de la Resurrección, Jesús se presenta entre los apóstoles estando las puertas cerradas y sopló sobre ellos el Espíritu Santo diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo.  A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» (Jn 20, 21-23)
 
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