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sábado, 1 de diciembre de 2018
Sin Dios, el bien y el mal son solo opiniones. Un video con un argumento irrefutable
«El hombre frenético saltó en medio de ellos, atravesándolos con la mirada. “¿Adónde ha ido Dios?”,
gritó, «¡yo os lo voy a decir! ¿Nosotros lo hemos matado —vosotros y
yo! ¡todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto?
¿Cómo fuimos capaces de bebernos el mar hasta la última gota? ¿quién nos
dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿qué hicimos cuando
desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora?
¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos
continuamente? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia delante, hacia
todos los lados? ¿Hay aún arriba y abajo? ¿No vagamos como a través de
una nada infinita?» (Nietzsche, Gaya ciencia, 1882).
En este
fragmento, Nietzsche utiliza la imagen de las direcciones para
simbolizar la búsqueda de un sentido para la propia vida y la necesidad
de realizarlo a través de un camino concreto. Me hace acordar inmediatamente al famoso pasaje de «Alicia en el país de las maravillas»:
– Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
– Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar – dijo el Gato.
– No me importa mucho el sitio… –dijo Alicia.
– Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes – dijo el Gato.
Me recuerda a este fragmento porque Alicia, como dice Nietzsche, parece vagar como a través de una nada infinita.
¿Ocurre lo mismo con nosotros?¿Y con los demás? Nuestra naturaleza nos
lleva a experimentar cierta angustia ante el vacío del loco y la
incertidumbre de Alicia. Necesitamos conocer la verdad y vivir según
ella. Las grandes interrogantes de la humanidad revelan la necesidad por
saber quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde debemos dirigirnos.
Estas preguntas fundamentales son prueba de que estamos hechos para la
verdad. Sin embargo, por nuestra debilidad, muchas veces estamos como
ciegos ante la luz. Esta se manifiesta en la realidad, pero no sabemos
percibirla. La luz natural de nuestra razón nos debería permitir
descubrir la ley natural y la ley moral
que de ella se desprende, pero muchas veces nos encontramos sumergidos
en el subjetivismo, el relativismo o el escepticismo y nos impiden ver
la luz de la verdad.
Sabemos que Dios, creador de todo, ha salido a
nuestro auxilio para iluminarnos por medio de su revelación. La acogida
de esta revelación con todas nuestras facultades es la fe. Por medio de
ella podemos acceder al conocimiento del bien y del mal. El Dios que
crea es el mismo Dios que se revela, y el Dios que se revela en el libro
de la naturaleza es el que se revela por medio de su Palabra.
Pero, queda abierta una pregunta válida. ¿Puede ser bueno alguien que no cree en Dios?
Te presentamos este fascinante video para reflexionar sobre esta
pregunta y poder entender ciertos puntos claves en los que se mezclan
algunos principios de filosofía y teología, que son presentados con
mucha sencillez para colaborar en nuestra formación. La existencia de
Dios nos asegura que el bien y el mal existen, y que no son solo
opiniones.
viernes, 30 de noviembre de 2018
La metáfora de los tres monos y el buen vivir
La metáfora de los tres monos tiene que ver con una máxima de Confucio
que nos invita a negarnos a ver, escuchar o hablar de la maldad. Esta
sería una de las condiciones para alcanzar un verdadero buen vivir.
Casi todo el mundo ha visto la representación de los tres monos
sabios. Contiene las figuras de un mono que se tapa la boca, otro que se
tapa los oídos y uno más que se cubre los ojos. Se trata de una
escultura de madera que data del siglo XVIII y que básicamente alude al
buen vivir, en el sentido amplio del término.
La escultura está emplazada en un establo del santuario de Toshogu,
en Japón. Más exactamente en una población que queda en una colina, al
norte de Tokio. Cada uno de los monos tiene un nombre: Mizaru, Kikazaru e
Iwazaru. En su orden, estos nombres significan: no ver, no oír, no decir. Pero, ¿qué tiene que ver eso con el buen vivir?
Todo parece indicar que la escultura se inspiró en una máxima de Confucio. Dicha máxima señala: “No veas lo malvado, no escuches lo malvado, no digas con maldad”.
Así que el sentido básico no es cerrarse completamente al mundo, sino
negarse a entrar en contacto con la maldad. Esto hace parte del arte del
buen vivir.
La máxima de Confucio invita a negarse a entrar en contacto con la maldad. Pero, ¿tiene esto sentido? Lo primero que viene a la mente es que podemos negarnos a ver, oír o hablar de la maldad, pero no por ello esta va a desaparecer del mundo. Sin embargo, podríamos plantearnos otra pregunta: ¿Qué nos aporta a la vida el saber o hablar de la maldad?
Hay una zona paranoica de nosotros mismos que se complace en ese contacto con la maldad.
Es posible que nos digamos que estar al tanto de lo perverso del mundo
nos protege de esa amenaza que es la maldad misma. Por ejemplo, si sabes
que en determinada calle hay muchos asaltos, esto te permitiría
evitarla, disminuyendo así el riesgo de caída.
Parece lógico, pero en el fondo no lo es tanto. En primer lugar, porque la maldad es la excepción y no la norma en el mundo.
Es cierto que todos tenemos una faceta destructiva, pero lo usual es
que esto no alcance a catalogarse como maldad. Son muchos más los que
viven de manera honesta y constructiva.
En segundo lugar, está comprobado que estar nerviosos y tensos es uno de los factores que los asaltantes evalúan antes de atacar a alguien.
Lo mismo podría afirmarse para otros ejemplos similares. En otras
palabras, victimarios y víctimas comparten unos códigos comunes.
Si podemos vivir sin estar al tanto de cuáles son los últimos avances de la física cuántica, ¿por qué no podemos vivir sin saber acerca de los actos perversos en el mundo? Aquí también cabría anotar que hay
razones para pensar que presenciar actos crueles, personalmente o por
televisión, incrementa o bien nuestra destructividad o bien nuestra
potencial victimización.
Tiene que ver con las neuronas espejo. El cerebro no siempre es capaz de distinguir la realidad de la fantasía.
Por eso nos asustamos con las películas de terror. Sabemos
perfectamente que son una ficción y, aún así, desatan emociones
concretas en nosotros.
Por lo tanto, el ver, escuchar o hablar de la maldad podría tener un efecto muy tóxico en nosotros mismos. Es posible que esto alimente el monstruo del miedo o el monstruo de lo perverso en nuestro interior. Ambos están ahí y pueden crecer si los nutrimos. Así que Confucio quizás tenía mucha razón.
La escultura de los tres monos es una guía para el buen vivir y un principio básico de higiene mental. Mirar, escuchar o hablar de la maldad es algo que podría ir conduciéndonos a un estado de angustia.
De pronto olvidamos que estadística y matemáticamente hay más personas
buenas que malas en el mundo. En lugar de esto, creemos lo contrario:
sentimos que estamos en una realidad en la que podría pasarnos algo muy
malo, en cualquier momento.
Muchos se preguntarán: ¿y qué si de verdad somos víctimas de una
maldad real? En ese caso sigue siendo válido el planteamiento de
Confucio. Lo conducente ahí es trabajar sobre esa experiencia para lograr diluirla y apartarla de nosotros. Impedir que se convierta en un eje sobre el cual gravite nuestra vida.
Lo escandaloso, lo perverso y lo cruel son temas que venden. Todo ello forma parte de una especie de pornografía del dolor, que aterra y fascina al mismo tiempo al ser humano.
Ese terror y esa fascinación son neuróticos. El arte del buen vivir
tiene que ver con trabajar sobre la perspectiva desde la cual abordamos
el mundo. Y en ese sentido, tiene enorme validez la decisión de negarnos
a ser testigos o difusores de los actos de maldad.
Anónimo.
jueves, 29 de noviembre de 2018
La parábola del árbol que no sabía quién era
Cuenta esta parábola que en un lejano reino había un jardinero que amaba su oficio. Un
día le pidió permiso al rey para plantar el más bello jardín que se
hubiese conocido sobre la Tierra. Tardaría un poco, pero el resultado
valdría la pena. Era muy cuidadoso y lograría que el conjunto de plantas
ofreciera un espectáculo jamás visto. El rey accedió entusiasmado.
Con infinita paciencia, el jardinero plantó una a una las semillas, escogiendo para cada una de ellas el mejor lugar. Día a día las regó y las alimentó. Sabía que las plantas son seres nobles y que siempre responden a quien bien las protege.
Pasaron varios meses y por fin comenzaron a crecer los primeros tallos, las primeras hojas. El jardinero se sentía inmensamente feliz
al ver ese derroche de vida. Después de un tiempo, florecieron las
rosas. Eso llenó de color el jardín. También crecieron las margaritas y
los claveles. Un tiempo después los manzanos comenzaron a dar sus frutos y todo se impregnó de su aroma. Todo, menos una planta que ni florecía ni daba frutos.
La pequeña planta crecía más despacio que las otras. Pensó que tal
vez tardaría un poco más en florecer, pero que de todos modos lo haría.
Por eso esperó pacientemente, pero nada pasaba. Cuenta la parábola que transcurrió más de un año y ella seguía casi igual que al comienzo. Tenía un tallo cada vez más fuerte, hojas y ramas, pero no aparecía ninguna flor y mucho menos un fruto.
El rosal, que era muy amigable, quiso darle un consejo. “Mira directo al Sol”, le dijo. “Yo he mirado al Sol a la cara y ya ves cómo he florecido. Creo que eres un rosal y solo te falta un poco más de luz y de calor para que florezcas”.
La planta lo escuchó y desde entonces todas las mañanas miraba por
largo rato al Sol. También trataba de estirarse para que sus rayos la
alcanzaran mejor. Pero nada. Ninguna flor salía de sus ramas.
Dice la parábola que fue entonces cuando intervino el manzano. “El rosal no sabe lo que dice”, afirmó. “En realidad, tú eres como yo, un manzano.
Solo necesitas absorber con más intensidad el agua. Verás cómo en poco
tiempo no solo vas a florecer, sino que también darás unos dulces
frutos. Escucha lo que te digo, yo sé de qué hablo”.
La planta, que ya era un pequeño árbol, escuchó atentamente al manzano. Pensó que podría tener razón. Así, cada vez que lo regaban, absorbía la mayor cantidad de agua posible. Hacía un gran esfuerzo,
pero no le importaba. Lo único que quería era dar frutos. Más que eso,
quería saber quién era. Y ser un manzano era algo que le atraía.
Según esta parábola, pasó un tiempo más y nada ocurría. El árbol que
no sabía quién era, ni daba rosas, ni daba manzanas. Eso lo llenaba de
aflicción. ¿Qué clase de árbol era si no era capaz de llenar de belleza y de aroma ese jardín? ¿Qué defecto era el que lo poseía, que resultaba incapaz de ser lo que era? En el fondo se sentía inferior a todos. Un árbol que no produce nada, tampoco sirve para nada, se decía.
Se mantuvo sumergido en la tristeza, hasta que al jardín llegó un
búho, la más sabia de las aves. Lo vio tan afligido que se posó en una
de sus ramas y trató de entablar conversación. El árbol que no sabía quién era le contó los motivos de su tristeza. Entonces el búho le pidió permiso para inspeccionarlo detenidamente. El árbol accedió mientras todas las plantas observaban la escena con curiosidad.
Después de recorrerlo de arriba abajo, el búho nuevamente se posó en una de las ramas. “Ya sé lo que ocurre”, dijo, ante la expectativa de todos. “No
eres ni un rosal, ni un manzano, ni nada por el estilo. Tú eres un
roble y no tienes por qué florecer ni por qué dar frutos como otros. Tu destino es crecer hasta el cielo y volverte majestuoso. Serás nido de las aves, refugio de los viajeros y orgullo de este jardín”.
Al escuchar al búho todos quedaron asombrados. El árbol que no sabía quién era comprendió que se había equivocado al querer ser como los demás.
El rosal y el manzano estaban un poco avergonzados. Querían ayudarle,
pero no podían hacerlo porque el rosal pensaba como rosal y el manzano
como manzano. Todos aprendieron la lección. Y fue así como este se
convirtió en el jardín más hermoso de la Tierra, con el roble como parte
fundamental.
Anónimo.
miércoles, 28 de noviembre de 2018
Cuando la inosencia se apodera de la Santa Sede.
Wenzel Eluney es un niño autista que en un momento determinado escapo de su madre y subió a la
zona donde estaba sentado el pontífice celebrando la audiencia y se puso
a jugar alrededor de uno de los guardias suizos y a correr por ese
espacio...
El Papa Francisco y el Arzobispo George Gaenswein se ríen cuando Wenzel Eluney, un niño autista juega con un guardia suizo en el Salón Pablo VI, en el Vaticano. Foto: AP |
Wenzel Eluney, un niño niño autista juega con un guardia suizo en el salón Pablo VI en el Vaticano. Foto AP |
La madre de Wenzel Eluney intenta llevarse a su hijo. Foto: EFE |
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