Para proteger las conciencias y tutelar la libertad religiosa |
El sacramento de la Penitencia es
un lugar de encuentro entre la conciencia del penitente y Dios mismo,
para obtener perdón y gracia. Nadie debe irrumpir en ese proceso.
Hacerlo pensando que así se prevendrían delitos es ilusorio, y
ocasionaría consecuencias negativas
No son nuevos, en la historia de la
Iglesia, los actuales peligros doctrinales contra el sacramento de la
penitencia. Tampoco nos extrañaremos, dada una situación de fuerte
secularismo como hay en la sociedad contemporánea, de las faltas de
comprensión o incluso de crítica contra este sacramento que aparecen en
la opinión pública. Sin el reconocimiento de su carácter sobrenatural
que está en su misma naturaleza, no es fácil valorar la eficacia de su
misterio redentor en favor de la humanidad caída. Y así sucede, por
ejemplo, en quienes atacan el sigilo sacramental del sacramento por un
supuesto beneficio de tipo judicial.
Los orígenes de la incomprensión
Los medios de comunicación se han hecho
eco recientemente de las sugerencias emitidas por diversos comités de
investigación, en países como Australia (Royal Commission) e Irlanda
(cfr. Cloyne Report), acerca de abusos cometidos por laicos, religiosos o
clérigos, porque en ellas se proponía entre otras medidas la supresión
del sigilo sacramental, de modo que los sacerdotes pudieran declarar en
los procesos judiciales contra los abusadores, en una colaboración más
estrecha y efi caz con las autoridades civiles.
La novedad en este caso, en relación al
sacramento y su dignidad sagrada, es que estos ataques son consecuencia
de la situación difícil en que se encuentran estos países en razón del
número de casos y del dolor que las víctimas tienen dentro de sí y que
se hace extensivo a toda la comunidad cristiana. A las cuestiones
formativas y espirituales del problema, se suman entonces las de
naturaleza penal. O si somos más claros aún con la exposición de este
problema, la respuesta de tipo moral y espiritual vendrá, piensan estas
ideas contrarias a la tradición y a la praxis canónica del sacramento,
en un segundo momento, cuando se solucionen las cuestiones jurídicas y
penales.
Elegir los medios adecuados
Como es conocido de todos, la Iglesia
católica ha reaccionado de una manera contundente a este desafío grande
que tiene el mundo contemporáneo para erradicar por completo los abusos a
menores. Por más que algunas personas no quieren verlo así, es claro
que desde hace decenios la respuesta de la Santa Sede, y con ella de los
episcopados mundiales, es de preocupación por este motivo. Se busca,
con solicitud pastoral grande,
poner los medios que sean más apropiados
para luchar con una lacra que afecta a la sociedad en su conjunto. Sin
ir más lejos, centrándonos en la figura del Papa Francisco, destaca la
llamada a todos los presidentes de Conferencias episcopales del mundo
para que en febrero de 2019, en Roma, asuman una responsabilidad plena
en esta materia y en sus consecuencias de tipo personal y pastoral.
Ahora bien, en países como Chile o
Irlanda, en donde esta lucha por sanar las heridas del pasado pasa por
determinar las responsabilidades de no pocos y desgraciadamente también
de la misma jerarquía eclesiástica, las cosas a veces se vuelven
complicadas. En otros países, como es el caso de Australia, estas
cuestiones se complican por las necesarias relaciones con los poderes
públicos y las autoridades civiles, que entienden el problema, sin
embargo, solo con criterios de eficacia social. Esto explica la falta de
sintonía entre la fe de la Iglesia, que siempre defenderá la integridad
de los sacramentos, y en particular de la penitencia, y las
legislaciones fuertemente positivistas −hoy día, además, ideologizadas−
que entienden los medios de tipo religioso solamente en clave su valor
social. La sugerencia de prescindir de la práctica del sigilo
sacramental, así como también otra sugerencia que está emparentada con
esta que es la del celibato sacerdotal, ponen de manifiesto la necesidad
de una evangelización que recupere aspectos esenciales de la fe en
nuestra sociedad.
Libertad religiosa y conciencia moral
Las relaciones entre poder político y
autoridad religiosa siempre han sido uno de los aspectos más importantes
de la vida de las naciones y por supuesto de la respuesta de fe de los
cristianos. Desde los inicios del Evangelio son bien conocidos los
problemas que surgen a la hora de defender la fe en determinados
contextos políticos.
Pero también cuando las situaciones
sociales o culturales han sido favorables al cristianismo, se presentan
dificultades en este campo, en cierto modo inherentes a la propia
radicalidad de la fe, que no se contenta con las condiciones de este
mundo y siempre nos mueve a un horizonte de mayor libertad personal.
Como han señalado eminentes juristas en estas cuestiones, es claro que
no está en manos del poder civil disponer de las condiciones con las que
debe celebrarse un sacramento, aun en el caso de su posible papel en un
proceso judicial, pues en esta cuestión nos encontramos de lleno en el
campo de la libertad religiosa, un derecho anterior y fundamental de
toda persona, por encima siempre de cualquier requerimiento de tipo
público o social. Por eso, las paradojas surgen inmediatamente si se
cede en su defensa, porque suprimir desde el ámbito civil el derecho que
tiene el penitente a que se respete su anonimato en el sacramento de la
penitencia conduce a problemas insolubles. Lo vemos ahora con detalle.
Cualquiera que esté familiarizado con la
doctrina del sacramento, sin necesidad de citar ni siquiera el Código
de Derecho Canónico donde lo encontramos perfectamente descrito en todos
sus puntos y condiciones, entiende que ningún sacerdote puede violar el
sigilo de la confesión (canon 983). Por tanto, no podrá declarar en un
proceso judicial, en razón de su oficio, porque, en primer lugar, no
sabe quiénes son los penitentes que se confiesan.
Conciencia y libertad religiosa
Pero, además, y en el caso de que lo
supiera, surgen los problemas de conciencia, porque o bien respetará el
sigilo sacramental que le exige la ley canónica, no obedeciendo entonces
a la ley civil que le pide declarar, o bien cumplirá con ella,
incurriendo en el delito y las penas señaladas por el código
eclesiástico. En cualquiera de los dos casos, por lo tanto, infringe
necesariamente la ley.
¿Cómo superar entonces estos dilemas de
conciencia? ¿Cuál puede ser el camino tanto para el ordenamiento civil
como para la Iglesia, en una tesitura que puede volverse contra la misma
conciencia de sus representantes? Vamos así reconociendo que no se
trata solamente de un problema sobre cómo debe ser el sacramento que los
católicos amamos y defendemos, sino que, por tratarse de un ámbito de
conciencia, presupone el reconocimiento del derecho a la libertad
religiosa con todas sus manifestaciones públicas, siempre que no sean
contrarias al bien común. La Iglesia, pues, tiene derecho a defender
públicamente una manera determinada de confesar la fe, salvaguardando
las conciencias de sus hijos, con la única preocupación de que
contribuya al bien de todos, cosa que se garantiza precisamente cuidando
las voluntades originales de su fundador acerca del sacramento.
De este modo el “sigilo sacramental”
pasa a ser una manifestación clara de esta capacidad que tienen los
cristianos de expresar su fe en un mundo que quiere manipular incluso
las conciencias. Y defender el sigilo sacramental es una cuestión
esencial para la correcta comprensión del misterio redentor que predica
la Iglesia, pero es también un punto de defensa esencial de los derechos
de los cristianos en una sociedad que pierde el verdadero sentido de la
libertad religiosa y de la libertad de las conciencias. Como recuerda
el profesor Rafael Navarro-Valls, así lo ha reconocido muchas veces el
Tribunal Supremo norteamericano en Washington, cuando se ha planteado la
cuestión jurídica de si suprimir excepcionalmente la obligación del
sigilo al sacerdote católico en los procedimientos judiciales. La
orientación al bien común de todo el Derecho y de las actuaciones
estatales y políticas defiende un sentido racional y humano del poder,
en el que la persona y sus derechos fundamentales deben quedar a salvo.
Un sacramento de vida eterna
Con nuestra visión esperanzada de los
acontecimientos humanos, también de los políticos o los judiciales,
reflexionemos todavía un poco más acerca del papel importante del
Sacramento de la penitencia en los días que corren.
Para la Iglesia, este Sacramento ofrece
una vía de reconciliación con Dios Padre, “lleno de misericordia”. Se
ofrece por el poder del Espíritu que ha ganado para el mundo el
sacrificio redentor de Cristo. A fin de que sea reconocido y valorado
por todos los cristianos se impone, por eso, una catequesis más honda,
desarrollada en los aspectos positivos, que venza con abundancia de
doctrina las controversias de la opinión pública y de la difusa
mentalidad relativista de muchos ambientes.
El sigilo sacramental es una parte
fundamental de los derechos que tienen los fieles a la hora de recibir
el perdón que, como don de lo alto, da la Iglesia a participar en sus
sacramentos. En realidad, como comprendemos todos con un sencillo
razonamiento, se integra junto con otros elementos para formar el signo
que ha querido Jesucristo al instituirlo. Son muy importantes en este
sentido, aunque no lleguen a la exigencia canónica que tiene el sigilo,
el lugar donde se administra el sacramento o “confesionario”, la
facilidad ofrecida a los fieles para poder recibirlo, así como todas las
condiciones que tienen que ver con la preparación adecuada de los
penitentes. Es un signo sagrado, como dice la misma palabra
“sacramento”, lo cual presupone una serie de elementos característicos
de santidad y respeto. No se celebra de cualquier manera; tiene todo un
ritual aprobado por la Iglesia que se puede adaptar a las condiciones
particulares de los lugares y circunstancias en que se encuentran los
penitentes, además de las propias condiciones interiores que se deben
fomentar en quien sale al encuentro de Cristo, como es el caso del
cristiano que va a confesar con contrición y humildad.
Por lo que toca al confesor también es
bueno caer en la cuenta de las exigencias que la Iglesia recuerda a los
sacerdotes acerca de las condiciones, disposiciones y formas de
administrar este Sacramento. Nos referimos a la preparación espiritual y
teológica de los confesores, al tiempo y lugar adecuados para un
servicio tan central en la misión de la Iglesia, a la catequesis y
formación que se debe impartir de modo continuado para que todos
conozcan bien su naturaleza sagrada que tanto bien produce en las
conciencias. No tener en cuenta estas obligaciones pastorales ha
conducido por desgracia a que, en no pocos lugares, se haya ido
desdibujando su imagen divina en la formación de los fieles.
Una pastoral adecuada
El Papa Francisco está insistiendo de
hecho en la necesidad de desarrollar toda una pastoral fundamental de
este sacramento, para que la misericordia de Dios pueda hacerse más
presente en un mundo como el nuestro, violento y en tantas ocasiones
marcado por la crueldad. La enseñanza sagrada acerca del perdón y de la
paz es capital; enseñanza de la misericordia que viene de Dios y sale al
encuentro de los hombres, a fin de que ellos también sean
misericordiosos; enseñanza importante de los dones de la ternura, de la
comprensión y la disculpa hacia los demás, que solo se puede aprender en
profundidad gracias al encuentro con Cristo, y así deben vivirlo
previamente los ministros de la Iglesia.
Nos habla por eso el Papa Francisco, con
toda la tradición de la Iglesia -tantos santos que han sido muy
generosos al gastarse en este servicio-, del bien enorme para toda la
Iglesia y el mundo si se cuida con más atención y solicitud su
administración según las condiciones que pide el derecho de la Iglesia.
Terminamos por tanto este análisis
sucinto sobre los problemas que ha generado y sigue generando la difícil
batalla mediática contra los abusos. No es una cuestión que vaya a
quedar saldada en un plazo breve. De ahí la trascendencia de que seamos
conscientes de los puntos sólidos en que se apoya nuestra fe,
especialmente en lo que se refiere al sacramento de la penitencia. La
alegría del Evangelio que tanto nos predica el Papa Francisco pasa por
una comprensión dogmática, espiritual y canónica de su naturaleza,
dentro de la cual se encuentra la exigencia canónica del sigilo, de modo
semejante, valga la comparación, a como en muchos otros órdenes
profesionales se puede exigir y de hecho se exige con garantías
jurídicas a propósito, el derecho a la confidencialidad. Pero en la
gracia del sacramento hay un orden sagrado que suma a este derecho
profesional por el que la Iglesia acentúa radicalmente su inviolabilidad
y la exige a sus ministros. Solo en la integridad del sacramento, con
toda su esencia concreta y divina, es posible defenderlo y presentarlo
en este mundo tan necesitado de sanación.
Pedro Urbano
Fuente: Revista Palabra.