miércoles, 3 de abril de 2013

La Oración del Corazon


LA ORACIÓN ININTERRUMPIDA

En algunos grandes espirituales, (poco numerosos, pero no excepcionales), la «oración de Jesús» se hace «espontánea», «ininterrumpida». La invocación se identifica con los latidos del corazón. Es el ritmo mismo de la vida, la respiración, la pulsación del corazón, lo que ora en ellos, o mejor, lo que en la perspectiva de lo original y de lo último, se reconoce oración. Esto, lo repito, y sobre todo actualmente, es necesario no desearlo, es necesario descubrirlo en un humilde abandono, en una entera confianza, por medio de la gracia.
«Cuando el Espíritu establece su morada en un hombre, éste no puede dejar de orar, pues el Espíritu no cesa de orar en él. Ya sea que él duerma, o que vele, la oración no se separa de su alma. Mientras bebe, come, está acostado, o se dedica al trabajo, el perfume de la oración brota de su alma. En adelante, no ya en momentos determinados, sino en todo el tiempo, los movimientos de la inteligencia purificada son voces mudas que cantan, en el secreto, una salmodia a lo invisible» (San Isaac el Sirio).
Y el Peregrino ruso nos confía:
«Me habitué tanto a la oración del corazón que la practicaba sin cesar y, finalmente, sentí que ella se hacía por sí misma, sin ninguna actividad de mi parte; ella brotaba en mi espíritu y en mi corazón no solamente en estado de vigilia sino durante el sueño, y no se interrumpía un segundo».
De hecho, los progresos hacia la oración ininterrumpida se inscriben claramente en nuestra relación con el sueño. El sueño profundo es una especie de estado místico, pero inconsciente. Es por ello que es necesario dormirse colocándose en las manos de Dios, con confianza.
La primera etapa consiste en evitar toda avidez de sueño y en practicar, de una manera u otra (el oficio de medianoche de los monjes) una vigilia real pero breve, embargada por el oficio en su alcance simbólico.

La segunda etapa consiste en hacer penetrar la invocación en el sueño diciendo la «oración de Jesús» en el momento del adormecimiento. «Oración de una sola palabra, tu debes estar presente tanto al dormirnos como en nuestro despertar». Simultáneamente, es importante tomar nota de los sueños, no para detenerse en ellos, sino para comunicarlos al padre espiritual.
Así, poco a poco, se protege el sueño de fantasmas diabólicos que atraviesan el subconsciente. En la tercera etapa, el sueño, abreviado, pero todavía durable, se hace poroso y supraconsciente. «Yo duermo, se trata de una necesidad de la naturaleza. Pero mi corazón vela por amor excesivo». El hombre se comunica con Dios por medio de las visiones del sueño, que no lo liberan de lo imaginario individual o colectivo, sino de lo «imaginal», en el sentido que da a esa palabra Henri Corbin. La Biblia está llena de sueños que los Setenta denomina «éxtasis». En los antiguos países ortodoxos, tales sueños, que comparten un elemento de revelación y de profecía, son relativamente corrientes. El Patriarca Athenágoras decía que había tomado todas sus grandes decisiones después de tales sueños. Así, antes de su proposición de encontrarse con Pablo VI en Jerusalén, él había visto un cáliz sobre una montaña: él y el Papa la escalaban por costados opuestos.
En la última etapa, la de la oración ininterrumpida, el espiritual no duerme casi nada: el estado místico inconsciente del sueño profundo se hace consciente en él. No tiene ya necesidad de visiones del modus imaginalis: ha llegado a ser visionario de lo real. Es por ello que recibe el carisma de simpatía y de discernimiento de los espíritus, pudiendo recibir visitantes y hacerse todo para todos durante diez o doce horas continuas, como lo hace actualmente en Londres el metropolitano Antonio.

Al acto de oración sucede un estado de oración. Y el estado de oración es la verdadera naturaleza del hombre, es la verdadera naturaleza de los seres y de las cosas. El mundo es oración, celebración, regocijo, como lo expresan admirablemente los salmos y el libro de Job. Pero esta oración muda necesita la boca del hombre para resonar. Es lo que algunos padres griegos llaman «la contemplación de la naturaleza»; el hombre recoge los logoi de las cosas, sus esencias espirituales, no para apropiárselas, sino para entregarlas a Dios como una ofrenda por parte de la creación. El ve las cosas estructuradas por el Verbo, animadas por el Espíritu de vida y de belleza, tender hacia el Origen paternal, que las acoge en su diferencia: «Pues, la unión, dejando de lado la separación, no ha destruido la diferencia», dice Máximo el Confesor.
La tensión hacia la Parusía resume aquí el paraíso del comienzo. El santo vive en la familiaridad con las bestias salvajes. Ellas sienten, emanando de él, un perfume igual al de Adán antes de la caída, dice San Isaac el Sirio. Alrededor de él, el temor y la violencia no existen. Un eremita de Patmos, muerto hace algunos años, daba de beber a las víboras, pequeñas copas de leche e impedía que los muchachos del país las mataran: «Son criaturas de Dios». San Serafín de Sarov se dejaba devorar por los mosquitos, diciendo solamente con el salmo a un amigo que quería cazarlos: « ¡Qué todo soplo alabe al Señor!».
Cercano a los animales – de los que toma la sabiduría, dice San Máximo -, el espiritual está también cercano de los niños pequeños que reconocen en él a uno de los suyos. «Su carne es como la nuestra» dice una pequeña refiriéndose a San Serafín de Sarov.
«Todo lo que me rodeaba se me aparecía bajo un aspecto de belleza», escribió el Peregrino ruso. «Todo oraba, todo cantaba la gloria de Dios. Yo comprendía así lo que la Filocalia llama el lenguaje de la creación. Veía cómo es posible conversar con las criaturas de Dios».

El hombre llega a ser entonces el sacerdote del mundo. «El alma se refugia como en una iglesia o un asilo de paz, en la contemplación espiritual del universo». El hombre entra allí con el Verbo, y con él y bajo su conducción, «ofrece el universo a Dios, en su inteligencia, como sobre un altar?». Esta actitud puede aplicarse a la investigación científica. El investigador que practica la «oración de Jesús», «busca un principio de explicación que no disuelve el misterio de las cosas, que respeta y revela la existencia y el ser en lugar de desintegrarlos». Su tarea no es de desintegración sino de reintegración espiritual.
La oración dé Jesús provoca en el corazón una caridad sin límites: «¿Qué es el corazón caritativo?», pregunta Isaac el Sirio. He aquí su respuesta: «Es un corazón que arde de amor por la creación toda entera, por los hombres, los pájaros, los animales, los demonios, por todas las criaturas… Es por ello que un hombre semejante no cesa de orar…, incluso por los enemigos de la verdad y por aquellos que le hacen mal… Ora incluso por las serpientes, movido por la piedad infinita que se despierta en el corazón de aquellos que se unen a Dios». Y también: «¿Qué es el conocimiento? – El sentido de la vida inmortal. – ¿Y qué es la vida inmortal? – Sentir todo en Dios. Pues el amor viene del reencuentro. El conocimiento relacionado con Dios unifica todos los deseos. Y para el corazón que lo recibe, es íntegramente dulzura desbordante sobre la tierra. Pues no hay nada semejante a la dulzura del conocimiento de Dios».
The Elder Moses of Optina holding a beaded prayer rope (чётки, chotki).

Tal vez el himno que más se impone a esta unificación diversa del mundo en la luz thabórica se encuentre al final de la Filocalia griega, en el Tratado Sobre la unión divina y la vida contemplativa, de Calixto Catafigiota. Citemos por lo menos algunas líneas:
«No hay una sola cosa en el Universo que no testimonie el esplendor (de la gloria) y que no lleve como un perfume de ese Uno creador… Puesto que el Uno es llamado en toda cosa, que toda cosa tiende hacia el Uno, y que el Uno más alto que el mundo se revela a la inteligencia a través de todos los seres, es necesario que la inteligencia sea conducida, guiada y llevada hacia el Uno más alto que el mundo… Ella es forzada a ello por la persuasión de tantos seres… De la búsqueda viene la visión y de la visión viene la vida, para que la inteligencia exulte, se ilumine y se regocije, como ha dicho David: ‘En ti está la morada de todos aquellos que se regocijan’ y: ‘En tu luz veremos la luz’. Si no… ¿Cómo habría él sembrado en todos los seres aquello que está en él y por medio de lo cual, como a través de ventanas, revelándose a la inteligencia, El la llama hacia El, colmada de luz?»
Todo culmina en el amor verdadero del prójimo. Pienso en ese hermoso texto de un «loco en Cristo» ruso de comienzos de nuestro siglo: «Sin la oración, todas las virtudes son como árboles sin tierra; la oración es la tierra que permite crecer a todas las virtudes…» El discípulo de Cristo debe vivir únicamente por Cristo. Cuando él ame a Cristo hasta ese punto, amará forzosamente también a todas las criaturas de Dios. Los hombres creen que es necesario primero amar a los hombres y luego amar a Dios. Yo también he hecho eso, pero no sirve de nada. Cuando, por el contrario, comencé a amar a Dios, en ese amor de Dios encontré a, mi prójimo. Y en ese amor de Dios, mis enemigos también se han convertido en mis amigos, criaturas divinas.
Evagrio escribía:
«Feliz el monje que considera a todo hombre como Dios después de Dios. Feliz el monje que mira como suyos propios, el progreso y la salvación de todos. Ese es el monje que, aún separándose de todos, llega a estar unido a todos».
San Isaac el Sirio:
«Déjate perseguir, pero tú, no persigas. Déjate ofender, pero tú, no ofendas. Déjate calumniar, pero tú, no calumnies. Regocíjate con aquellos que se regocijan, llora con aquellos que lloran, ese es el signo de la pureza… Se amigo de todos, pero, en tu espíritu, permanece sólo… Sólo con el Unico, que es el Amor y nos da la fuerza de amar».
Y San Isaac precisa:
«He aquí, hermano mío, un mandamiento que te doy: que la misericordia prevalezca siempre en tu balanza, hasta el momento en que sentirás en ti la misericordia misma que Dios experimenta hacia el mundo… No intentes distinguir aquél que es digno de aquél que no lo es; que todos los hombres sean iguales a tus ojos, para amarlos y servirlos. Así podrás conducir al bien a los indignos… El Señor compartió la mesa de los publicanos y de las mujeres de mala vida, sin alejar de él a los indignos… Así, tú acordarás los mismos beneficios, los mismos honores, al infiel, al asesino; él también es un hermano para ti, puesto que participa en la única naturaleza humana… ¿Cuándo reconoce el hombre que su corazón ha alcanzado la pureza? Cuando considera a todos los hombres como buenos, sin que ninguno le parezca impuro o manchado. Entonces, en verdad, él es puro de corazón».
La Madre María (Skobtzoff), una monja ortodoxa que vivía en Francia entre las dos guerras, intentó precisar la ascesis del amor activo. Esta antigua revolucionaria, de vida violenta y apasionada, se había convertido en un ser de luz. Leía la Filocalia desde la perspectiva de los filósofos religiosos rusos, en primer lugar Nicolás Berdiav: se dedicaba a los excluidos, a los más desposeídos, recorriendo Francia en ferrocarril, escribía poemas o bordaba iconos. Durante la guerra salvó muchas vidas judías. Enviada a Ravensbrück, resplandeciendo de manera inolvidable entre sus compañeras, sería muerta habiendo tomado el lugar de otra en la cámara de gas. Ella gustaba recordar la historia de un monje del antiguo Egipto que, para alimentar a un hambriento, no había dudado en vender su evangelio, su único bien. En su estudio sobre El Segundo Mandamiento del Evangelio, esboza las grandes líneas de una ascesis del encuentro y del amor.
Es necesario evitar – dice – proyectar el propio psiquismo sobre los demás. Es necesario comprender al otro en un extremo despojamiento de sí, hasta descubrir en él la imagen de Dios. Entonces se descubre de qué modo esa imagen puede estar apagada, deformada por los poderes del mal. Se ve el corazón del hombre como el lugar donde el bien y el mal, Dios y el diablo, llevan una lucha incesante. Y se debe intervenir en ése combate, no por la fuerza exterior, que no podría llegar más que a esa ‘pesadilla del mal bien’, del bien impuesto, que denunciaba Berdiaev, sino por la oración: ‘Se puede (intervenir) si se coloca toda la confianza en Dios, si uno se despoja de todo deseo interesado, si, tal como David, uno arroja sus armas y entra en el combate sin otra arma que el Nombre del Señor’. Entonces el Nombre, llegando a ser Presencia, nos inspira las palabras, los silencios, los gestos indispensables.
A todos los que alcanzan ese «estado de oración», todo les rinde «el céntuplo». Conocen esa transfiguración del eros que han buscado tan desesperadamente, durante los últimos años, los defensores del freudo-marxismo. Perciben con una extraordinaria «plenitud» el misterio de los seres y de las cosas, la faz oculta de la tierra. Reciben carismas de paternidad espiritual, de curación y de profecía. Esa paternidad, como aquella de Dios que ella manifiesta, sobrepasa, integrándola, la dualidad sexual: San Serafín, renovando una antigua indicación monástica, decía al superior de Sarov: «Sois una madre para tus monjes».
El espíritu, unido al corazón, accede a una forma renovada de intelección, a un pensamiento inseparable de la paz y del amor sostenido por la oración (pues en adelante ésta no se interrumpe durante el ejercicio del pensamiento). La práctica de la invocación del Nombre de Jesús no tiene nada, como se cree habitualmente, de un anti-intelectualismo: ella crucifica y resucita la inteligencia: «El corazón liberado de imaginaciones termina por producir en sí mismo santos y misteriosos pensamientos, como se ve sobre un mar calmo saltar los peces y brincar los delfines».
A veces se revelan a los «espirituales» los misterios del origen y el fin de la humanidad y del universo, participan en el pasaje de la historia en el Reino, al alumbramiento de la nueva Jerusalén. Toman lugar en la comunión de los «pecadores conscientes», aquellos que oran para que todos sean salvados.
La «oración de Jesús», pronunciada: «ten piedad de nosotros», nos recuerda que nadie se salva solo, sino solamente en la medida en que se llega a ser una persona en comunión, que no está ya separada de nada. Aquél que invoca el Nombre llega a ser el amigo del Esposo, que ora para que todos estén unidos al Esposo: «Es necesario que él aumente y que yo disminuya». No habla del infierno más que para sí mismo, por una infinita humildad: es la historia del cordonero de Alejandría, dándole una lección a San Antonio al revelarle que oraba para que todos fueran salvados, siendo él el único que merecía ser castigado. Es Simeón, el Nuevo Teólogo, diciendo que es necesario mirar a todos sus compañeros como santos y tenerse a sí mismo como el único pecador, «diciéndose que en el día del juicio todos serán salvados, sólo yo seré rechazado». Entonces el Señor dijo al starets Silvano: «Mantén tu espíritu en infierno, y no desesperes».
La esperanza aumenta por medio de la oración: esperanza del Día último, sin ocaso, cuando el viento del Espíritu disipará las cenizas y manifestará al mundo, como una «zarza ardiente», en Cristo. El hundimiento de la ilusión y de la muerte no se producirán sin pruebas mayores. «Entonces, quien quiera que invoque el Nombre del Señor, será salvado».

Textos de un Monje de la Iglesia de Oriente y Olivier Clement

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