En familia, en el trabajo, entre conocidos, es fácil que surjan reproches e incluso afrentas sobre los errores y culpas de los demás.
“¿No fuiste tú quien dijo que el niño no fuese a clases particulares de inglés? Ahora no te quejes si suspendió el examen”.
“¿Vuelves a dar tu opinión cuando nadie te la ha pedido y ayer te equivocaste más de tres veces?”
“¿No te he dicho mil veces que apagues la luz al salir de la habitación?”
“¿Es que buscas siempre salirte con la tuya a la hora de decidir dónde vamos de vacaciones?”
“¿Tengo que recordarte que fuiste tú quien eligió esa computadora que nos ha causado tantos problemas?”
“¿Y encima te quejas de las goteras del techo cuando te dije una y otra vez que ese material no era seguro?”
Los ejemplos pueden multiplicarse casi hasta el infinito. Detrás de muchos de esos reproches se esconde un esquema mental muy sencillo: 1. Algo no va bien o se ha cometido un error en el pasado. 2. La decisión fue tomada por el otro (o bajo presión del otro). 3. El otro perdería, entonces, su derecho a quejarse; le toca simplemente asumir su culpa.
Estos tres puntos (o parecidos) suelen ir acompañados por una idea implícita o explícita: 4. Por lo tanto, ahora me toca a mí tomar las decisiones, y a ti te toca guardar silencio y someterte.
Es posible que los puntos 1 y 2 sean verdaderos. Pero si el otro fue el responsable de una decisión equivocada, o de una decisión buena que al final, por factores imprevistos, dio un mal resultado, ello no significa que ese otro haya perdido sus “derechos” a opinar, a dar ideas, a participar activamente en las mil decisiones de la vida familiar.
No resulta fácil, de todos modos, evitar este tipo de situaciones. Quien se siente inocente, quien cree no haber sido la causa de ciertos males, puede caer en actitudes impositivas, con las que busca dominar a la otra parte, o, en algunos casos, con las que pretende “vengarse” y humillar a quien se equivocó (o a quien es acusado falsamente de culpas que no existen).
Pero ese tipo de actitudes hieren y envenenan la convivencia. En primer lugar, aumentan el dolor y la pena de quien se ha equivocado, o la rabia de quien es inocente y se siente acusado por falsedades. En segundo lugar, dañan también a quien toma actitudes de verdugo que se autodeclara como dotado de “derechos” para condenar y castigar (aunque sólo sea de palabra) al otro.
Resulta triste ver a esposos, o a amigos y conocidos, que caen en esa lógica del “tú tuviste la culpa” o del “te lo había advertido y no me hiciste caso”. Son personas que se hieren (a veces mutuamente: la parte herida también puede reprochar errores a la parte que ha empezado un ataque frontal), que se distancian en lo más íntimo de sus corazones, que llegan a vivir como enemigos bajo el mismo techo.
Lejos de esa la lógica del reproche y de las quejas, hay esposos y amigos que buscan analizar, juntos, lo ocurrido, con serenidad y paz. Descubren así tanto los aciertos (que los hay) como los errores. Ante los errores objetivos, tienden la mano a quien se ha podido equivocar para que no se sienta aplastado por su culpa. Al mismo tiempo, buscan aprender desde lo ocurrido para orientar las decisiones futuras de la mejor manera posible.
Siempre es posible aparcar rencores y pensamientos según los cuales “la culpa es siempre del otro” para sentir la dicha y la paz de quien reflexiona y actúa como corresponsable (a veces uno ha tenido su parte de culpa en un pequeño o grande descalabro familiar) y, sobre todo, como auténtico amigo, como esposo o esposa enamorado, como quien desea levantar y ayudar a los demás.
Así actúa Dios, hasta el punto de perdonar tantas culpas y pecados de los hombres. Así podemos actuar también nosotros si dejamos de echar en cara, una y otra vez, a los demás sus errores y sus caídas, para, juntos, avanzar como familia, como amigos, como hermanos, como miembros de sociedades que pueden ser un poco más buenas y más unidas gracias al esfuerzo de corazones comprensivos y promotores de paz.
P. Fernando Pascual
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