Entre gentes de poca formación y de escasas prácticas religiosas está muy difundida la idea de que, para ser buenos, hay que pasarlo mal y de que una conducta recta lleva siempre consigo multitud de sinsabores y sufrimientos. A más santidad, más cruz; a peor conducta, más placer. Estas personas, bautizadas y creyentes a su manera, se confiesan católicos sin dificultad, conservan también a su modo una fe de la infancia, mantienen frecuentes contactos con la Iglesia (bautizos, bodas, comuniones, funerales, fiestas religiosas) y han oído campanas sobre la cruz de Cristo y las penitencias de los santos; sobre la vía estrecha que conduce al Reino de los cielos. Pero si les aseguras que son bienaventurados, o sea, felices, los pobres y los que lloran, no terminan de creérselo.
Ni tampoco nosotros, al menos del todo. En una u otra medida nos ocurre a todos lo que a los Apóstoles cuando Jesús les hablaba de que el Hijo del Hombre tenía que sufrir en Jerusalén una muerte de cruz. "No quiera Dios, reaccionó Pedro, que esto te suceda" Por lo que Jesús le reprendió y le llamó Satanás diciéndole: "Tú no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres" (Mt. 16, 21-23). En efecto, para los hombres es duro de pelar eso del sufrimiento y de la muerte. Por eso el Señor, en todos los anuncios de la Pasión, terminaba diciendo "al tercer día resucitará".
El ayuno en la Biblia
La Cuaresma, bien lo sabemos, es un camino de penitencia y purificación hacia la Pascua. Siempre con luz en el horizonte. Pero no cabe duda de que, desde los antiguos profetas hasta el Bautista, y lo mismo Jesús y sus apóstoles, todos practicaron y recomendaron el ayuno como camino de conversión y purificación, o de ofrenda a Dios sin más, el caso de Jesús. El daba por descontado que los judíos de su tiempo practicaban el ayuno, al decirles que, cuando lo hicieran, no se pusieran caritristes como los fariseos, sino que se acicalaran y perfumaran (Mt. 5,17). Cierto que sus discípulos ayunaban menos que los de Juan Bautista (Lc. 5,32), porque lo que más le iba a Jesús no era tanto la materialidad de comer poco, cuanto otras renuncias más profundas y valiosas a las que se referían también los profetas: " Sabéis qué ayuno quiero yo? Romper las ataduras de la iniquidad etc..." (Is. 58, 6-14).
Ayunar, para los israelitas, era un modo de prepararse a los acontecimientos santos, o de propiciarse el favor de Dios, cuando el creyente humilde o el pueblo como tal se sentían, por sus pecados, indignos de Él. El caso más señalado es el de Nínive, ciudad prevaricadora, cuyos habitantes, al conjuro del profeta Jonás, desde el rey hasta los animales, practicaron un ayuno integral arrepintiéndose de sus pecados, logrando así que Dios también se arrepintiera de su propósito de exterminarlos (Cf. Jon. 3).
Sin meternos en demasiadas honduras, puede decirse que el ayuno bíblico, sobre todo en el Antiguo Testamento, no revestía el carácter de práctica ordinaria para educar la voluntad y santificarse diariamente. Sí, en cambio, en la Historia de la Iglesia, donde los monjes y las órdenes mendicantes lo practicaban como mortificación de los sentidos y reparación por los pecados propios y ajenos, como imitación y comunión con la pasión redentora de Jesucristo. En esta clave están pensadas todas las prácticas penitenciales, incluidos los cilicios y disciplinas establecidos en las Reglas tradicionales de las Órdenes religiosas.
El recuerdo de algunos excesos y, de las procesiones de disciplinantes, en la Edad Media, junto con algunas corrientes de la sicología y de la antropología modernas, han reducido notablemente también en la Iglesia este tipo de penitencias corporales, sin que eso signifique que han perdido totalmente su sentido, ni un menosprecio hacia los que todavía las practican. Siguen conmoviéndonos y edificándonos los que peregrinan a Santiago, a Guadalupe o a otros santuarios, ya sea con los pies descalzos, ya hinchados y sangrantes bajo las sandalias, tras recorridos extenuantes. Valga lo mismo para los anónimos penitentes encapuchados que forman filas silenciosas, con una cruz a cuestas, en las procesiones de Semana Santa, tras de los Cristos y las Dolorosas.
La penitencia cristiana
No es éste un tema sencillo, de los que se despachan de un plumazo. Después de la Pasión dolorosa de Cristo, de todas sus palabras y ejemplos sobre el misterio de la Cruz; después de una tradición de veinte siglos de espíritu y práctica penitencial en la Iglesia, sería frívolo pasarse con armas y bagajes a las huestes de la posmodernidad, dando por definitivo que el sufrimiento físico o moral carece de sentido y sumándonos alegres a la cultura, no del bien-ser, sino del bien-estar. No ignoro que la sicología, la antropología, y mucho más una teología más positiva de lo humano, tengan alguna palabra que decir en esta materia.
De hecho, el ayuno obligatorio en la Iglesia ha quedado hoy reducido a dos días al año, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. La abstinencia de carne no es ni sombra de lo que era y es sustituible por una obra buena todos los viernes no cuaresmales. Creo, no obstante, que se mantienen por dos motivos, a mi juicio muy justificados, ambos con carácter de signo: su sintonía con la gran tradición de la Iglesia y su denuncia simbólica de que no sólo de pan vive el hombre. Bien; y con esto queda abolida, arrumbada incluso, la dimensión penitencial de la vida cristiana? Contesto, en sentido contestatario, que absolutamente no. Pienso más bien, que se nos dispensa de eso porque se nos exige mucho más.
Ante todo, la Iglesia de hoy, con el profeta Joel y con Jesús, nos exige que rasguemos nuestros corazones en lugar de nuestros vestidos; que ayunemos de nuestras malas obras, en lugar de hacerlo de un pan que nos sobra y, para más inri, que nos engorda. El ayuno no ha desaparecido del mundo. Lo que pasa es que se manifiesta con una de estas tres fórmulas, tan actuales como inquietantes y extendidas: Una, el atroz ayuno involuntario de una cuarta parte de la humanidad en la llamada geografía del hambre; dos, el ayuno dietético de las y los que no quieren ganar peso, incluso hasta la anorexia; y tres, las llamadas huelgas de hambre, con carácter de contestación y presión, ante acciones u omisiones públicas que los abstinentes quieren modificar. Cada uno de estos tres ayunos nos interpela a su manera: el hambre en el mundo para sacudir nuestra conciencia de estómagos satisfechos; las dietas de adelgazamiento, en lo que tienen de legítimo y en lo que encubren de obsesivo y egocéntrico; las huelgas de hambre, con sus motivaciones casi siempre altruistas y sus excesos de autocastigo.
Austeridad solidaria
Saben qué modelos de ayuno pueden considerarse como más indicados para conjugar la tradición judeocristiana con la sensibilidad de hoy o, mejor, con los signos de los tiempos? Pues, considero acertados el Día del ayuno voluntario de "Manos Unidas", comiendo de ayuno y destinando el sobrante a la Campaña; o las cenas contra el hambre, en las que se ofrece un menú frugal y se paga uno caro. Pero, lo más consistente y significativo es adoptar la austeridad como estilo de vida, aunque se tengan medios para más. Ayuno cristiano es la privación voluntaria, evangélica y solidaria, del consumo de bienes materiales, a imitación del Maestro, en beneficio de los pobres y por vivencia anticipada del Reino de Dios.
+Antonio MONTERO
Arzobispo de Mérida-Badajoz
Arzobispo de Mérida-Badajoz
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