SE DICE POR QUIÉN HEMOS DE PEDIR
La primera condición de la oración, dice el Doctor Angélico, es que
pidamos por nosotros mismos. Sostiene, en efecto, el santo Doctor, que
nadie puede alcanzar para otro hombre la vida eterna, ni por tanto las
gracias que conducen a ella a título de justicia, ex condigno, como dice la teología. Y advierte además esta razón: que la promesa que hizo el Señor a los que rezan es solamente a condición de que recen por ellos mismos y no por los demás. Dabit vobis. A vosotros se os dará.
Hay sin embargo muchos doctores que sostienen lo contrario,
tales como Cornelio Alápide, Silvestre, Toledo, Habert y otros, y se
apoyan en la autoridad de San Basilio, el cual afirma categóricamente
que la eficacia de la oración es infalible, aun cuando recemos por
otros, con tal que ellos no pongan algún impedimento positivo. Se apoya
en las sagradas Escrituras que dicen: Orad los unos por los otros para que seáis salvos: que es muy poderosa ante Dios la oración del justo. Y todavía es más claro lo que leemos en San Juan: El que sabe que su hermano ha cometido un pecado, ruegue por él y Dios dará la vida al que peca, no de muerte.
Comentando esta palabras San Agustín, San Beda y San Ambrosio dicen
que aquí se trata del pecador que se empeña en vivir en impenitencia o
sea en la muerte del pecado; pues Para los obstinados en la maldad se
necesita una gracia del todo extraordinaria. A los pecadores que no son
culpables de tan grande maldad podemos salvarlos con nuestras acciones.
Así lo aseguran, apoyados en esta solemne afirmación del apóstol San
Juan: Reza y Dios dará la vida al pecador.
Lo que en todo caso está fuera de duda es que las oraciones
que hacemos por los pecadores, a ellos les son muy útiles y agradan
mucho al Señor: y no pocas veces se lamenta el mismo Salvador de que sus
siervos no le recomiendan bastante los pecadores. Así lo leemos en la vida de santa María Magdalena de Pazzis, a la cual dijo un día Jesucristo: Mira,
hija, cómo los cristianos viven entre las garras de los demonios. Si
mis escogidos no los libran con sus oraciones, serán totalmente
devorados.
Muy especialmente pide esto Nuestro Señor Jesucristo a los sacerdotes y religiosos. Por esto la misma santa hablaba así a sus monjas: Hermanas,
Dios nos ha sacado del mundo no sólo para que trabajemos por nosotros,
sino también para que aplaquemos la cólera de Dios en favor de los
pecadores. Otro día dijo el Señor a la misma santa carmelita: A
vosotras, esposas predilectas, os he confiado la ciudad de refugio, que
es mi sagrada Pasión: encerraos en ella y ocupaos en socorrer a
aquellos hijos que perecen… y ofreced vuestra vida por ellos. Por
esto la santa, inflamada de caridad, cincuenta veces al día ofrecía a
Dios la sangre del Redentor por los pecadores y tanto se consumía en las
llamas de su devoción, que exclamaba: ¡Qué pena tan grande, Señor, ver que podría muriendo hacer bien a vuestras criaturas y no poder morir! En
todos sus ejercicios de piedad encomendaba al Señor la conversión de
los pecadores, y leemos en su biografía, que ni una sola hora del día
pasaba sin rezar por ellos. Levantábase muchas veces a media noche y
corría a rezar ante el sagrario por los pecadores. Un día la hallaron
llorando amargamente. Le preguntaron la causa de su llanto y contestó: Lloro, porque me parece que nada hago por la salvación de los pecadores.
Llegó hasta ofrecerse a sufrir las penas del infierno, con la sola
condición de no odiar allí al Señor. Probóla el Señor con grandes
dolores y penosas enfermedades. Todo lo padecía por la conversión de los
pecadores. Rezaba de modo especial por los sacerdotes, porque sabía que
su vida santa era salvación de muchos, y su vida descuidada, ruina y
condenación de no pocos. Por eso pedía al Señor que castigase en ella
los pecados de los desgraciados pecadores. Señor, decía, muera yo muchas veces y otras tantas torne a la vida hasta que pueda satisfacer por ellos a vuestra divina justicia. Por este camino salvó muchas almas de las garras del demonio, como leemos en su biografía.
Aunque he querido hablar más extensamente del celo de esta gran
santa, puede muy bien decirse lo mismo de todas las almas verdaderamente
enamoradas de Dios, pues todas ellas no cesan de rogar por los pobres
pecadores. Así ha de ser, porque el que ama a Dios, comprende el amor
que el Señor tiene a las almas y lo que Jesucristo ha hecho y padecido
por ellas, y a la vez se da cuenta de las grandes ansias que tiene ese
Divino Salvador de que todos recemos por los pecadores; y entonces ¿cómo
es posible que vea con indiferencia la ruina de esas almas desgraciadas
que viven sin Dios y esclavas del infierno? ¿Cómo no se sentiría movida
a pedir al Señor que dé a esas desventuradas luz y fuerza para salir
del estado lastimoso en que viven y duermen perdidas?. Es verdad
que el Señor no ha prometido escucharnos cuando aquellos por quienes
pedimos ponen positivos impedimentos a su conversión, mas no lo es menos
que Dios, por su bondad y por las oraciones de sus siervos da muchas
veces gracias extraordinarias a los pecadores más obstinados, y así
logra arrancarlos del pecado y ponerlos en camino de salvación.
Por tanto, cuando digamos u oigamos la santa misa, en la
comunión, en la meditación, y cuando visitemos a Jesús Sacramentado, no
dejemos de pedir por los pobres pecadores. Afirma un sabio escritor que
quien más pide por los otros más pronto verá oídas las plegarias que
haga por sí mismo.
Dejemos a un lado esta breve digresión y sigamos explicando las
condiciones que exige Santo Tomás para que sean eficaces nuestras
oraciones.
HAY QUE PEDIR COSAS NECESARIAS PARA LA SALVACIÓN
La segunda condición que pone el Angélico es que pidamos cosas que
sean convenientes y necesarias para nuestra salvación. pues la promesa
que nos hizo el Señor no es de cosas exclusivamente materiales y que no
son convenientes para la vida eterna, sino de aquellas gracias que
necesitamos para ir al cielo. Dijo el Señor que pidiéramos en su nombre.
Y comentando estas palabras, San Agustín, dice claramente que no
pedimos en nombre del Señor cuando pedimos cosas que son contra la
salvación.
Pedimos no pocas veces a Dios bienes temporales y no nos escucha.
Dice el santo que esto es disposición de su misericordia, porque nos ama
y nos quiere bien. Y da esta razón: Lo que al enfermo conviene, mejor
lo sabe el médico que el mismo enfermo. Y el médico no da al enfermo
cosas que pudieran serle nocivas. Cuántos que caen en pecados, estando
sanos y ricos, no caerían si se encontraran pobres o enfermos. Y por
esto cabalmente a algunos que le piden salud del cuerpo y bienes de
fortuna se los niega el Señor. Es porque los ama y sabe que aquellas
cosas serían para ellos ocasión de pecado o de vivir vida de tibieza en
la vida espiritual.
No queremos decir con esto que sea falta pedir cosas
convenientes para la vida presente. También las pedía el Sabio en las
Sagradas Escrituras: Dame tan sólo, Señor, las cosas necesarias para la vida cotidiana.
Tampoco es defecto, como afirma Santo Tomás, tener por esos bienes
materiales una ordenada solicitud. Defecto sería, si miráramos esas
cosas terrenales como la suprema felicidad de la vida y pusiéramos en su
adquisición desordenado empeño, como si en tales bienes consistiera
toda nuestra felicidad. Por eso, cuando pedimos a Dios gracias
temporales, debemos pedirlas con resignación y a condición de que sean
útiles para nuestra salvación eterna. Si por ventura el Señor no nos las
concediera estemos seguros que nos las niega por el amor que nos tiene,
pues sabe que serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual que
es lo único que merece consideración.
Sucede también a menudo que pedimos al Señor que nos libre de
una tentación peligrosa, mas el Señor no nos escucha y permite que siga
la guerra de la tentación. Confesemos entonces también que lo permite
Dios para nuestro mayor bien. No son las tentaciones y malos
pensamientos los que nos apartan de Dios, sino el consentimiento de la
voluntad. Cuando el alma en la tentación acude al Señor y la vence con
el socorro divino ¡cómo avanza en el camino de la perfección! ¡Qué
fervorosamente se une a Dios! Y por eso cabalmente no la oía el Señor.
¡Con qué ansias acudía al cielo el apóstol San Pablo! ¡Cómo pedía al
Señor que le quitara las graves tentaciones que le perseguían!
Contestóle el Señor: Te basta mi gracia. Así lo confiesa él mismo en la carta a los de Corinto: Para
que las grandezas de las revelaciones no me envanezcan, se me ha dado
el estímulo de la carne que es como un ángel de Satanás que me abofetea.
Tres veces pedí al Señor que le apartase de mí. Y respondióme: Te basta
mi gracia.
Lo que debemos hacer en la tentación es clamar a Dios con fervor y resignación, diciéndole: Libradme,
Señor, de este tormento interior, si es conveniente para mi alma, y si
queréis que siga, dadme la fuerza de resistir hasta el fin. Debemos decir a este respecto con San Bernardo: que cuando pedimos a Dios una gracia, El nos da esa gracia u otra mejor.
A veces permite que nos azoten las tempestades para que de esta manera
quede afirmada nuestra fidelidad y mayor ganancia de nuestro espíritu.
Parecía que estaba sordo a nuestras plegarias… pero no es así. Al
contrarío, estemos ciertos que en esos momentos se halla muy cerca de
nosotros, fortificándonos con su gracia, para que resistamos el ataque
de nuestros enemigos. Así muy cumplidamente nos lo enseña el salmista
con estas palabras. En la tribulación me invocaste y yo te libré. Te
oí benigno en la oscuridad de la tormenta. Te probé junto a las aguas
de la contradicción.
HAY QUE ORAR CON HUMILDAD
Escucha el Señor bondadosamente las oraciones de sus siervos, pero
sólo de sus siervos sencillos y humildes, como dice el Salmista: Miró el Señor la oración de los humildes. Y añade el apóstol Santiago: Dios resiste a los soberbios y da sus gracias a los humildes. No
escucha el Señor las oraciones de los soberbios que sólo confían en sus
fuerzas, antes los deja en su propia miseria, y en ese mísero estado,
privados de la ayuda de Dios, se pierden sin remedio. Así lo confesaba David con lágrimas amargas: Antes que fuera humillado, caí.
Pequé porque no era humilde. Lo mismo acaeció al apóstol Pedro el cual,
cuando el Señor anunció que aquella misma noche todos sus discípulos le
habían de abandonar, él, en vez de confesar su debilidad y pedir
fuerzas al Maestro para no serie infiel, confió demasiado en sus propias
fuerzas y replicó animoso que, aunque todos le abandonaran, él no le
abandonaría. Predícele de nuevo Jesús que aquella misma noche, antes que
cantase el gallo, tres veces le había de negar; de nuevo, Pedro fiado
en sus bríos naturales contestó orgullosamente: Aunque tenga que morir, yo no te negaré.
¿Qué pasó? Apenas el malhadado puso los pies en la casa del pontífice,
le echaron en cara que era discípulo del Nazareno y él por tres veces le
negó descaradamente y afirmó con juramento que no conocía a tal hombre.
Si Pedro se hubiera humillado y con humildad hubiera pedido a su divino
Maestro la gracia de la fortaleza, seguramente no le hubiera negado tan
villanamente.
Convenzámonos de que estamos todos suspendidos sobre el profundo
abismo de nuestros pecados… por el hilo de la gracia de Dios. Si ese
hilo se corta, caeremos ciertamente en ese abismo y cometeremos los más
horrendos pecados. Si el Señor no me hubiera socorrido, seguramente sería el infierno mi morada.
Eso decía el Salmista y eso podemos repetir nosotros también. Esto
mismo quería manifestar San Francisco de Asís cuando de sí mismo decía
que era el mayor pecador del mundo. Contradíjole el fraile que le
acompañaba: Padre mío, le dijo, eso no es verdad, pues de seguro que hay en el mundo muchos pecadores que han cometido más graves pecados. A lo cual contestó el Santo: Muy
verdad es lo que decía; pues si Dios no me tuviera de su mano, hubiera
hecho los más horribles pecados que se pueden cometer.
Es verdad de fe que sin la ayuda de la gracia de Dios no
puede el hombre hacer obra alguna buena, ni siquiera tener un santo
pensamiento. Así lo afirmaba también San Agustín: Sin la gracia de Dios no puede el hombre ni pensar ni hacer cosa buena. Y añadía el mismo Santo: Así como el ojo no puede ver sin luz, así el hombre no puede obrar bien sin la gracia. Y antes lo había escrito ya el Apóstol: No
somos capaces por nosotros mismos de concebir un buen pensamiento, como
propio, sino que nuestra suficiencia y capacidad vienen de Dios.
Lo mismo que siglos antes había confesado el rey David, cuando cantaba:
Si el Señor no es el que edifica la casa” en vano se fatigan los que la
edifican. Vanamente trabaja el hombre en hacerse santo, si Dios no le
ayuda con su poderosa mano. Si el Señor no guarda la ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda.
Si Dios no defiende del pecado el alma, vano empeño sería quererlo
hacer ella con sus solas fuerzas. Por eso decía- el mismo real profeta:
No confiaré en mi arco. No confío en la fuerza de mis armas, solamente
Dios me puede salvar.
El que sinceramente tenga que reconocer que hizo algún bien y que no cayó en más graves pecados, diga con el apóstol San Pablo: Por la gracia de Dios soy lo que soy. Y por esta misma razón debe vivir en santo temor, como quien sabe que a cada paso puede caer. Mire, pues, no caiga el que piense estar firme.
Con estas palabras que son del mismo apóstol nos quiso decir que está
en gran peligro de caer el que ningún miedo tiene a caer. Y nos da la
razón con estas palabras: Porque si alguno piensa ser algo, se engaña a sí mismo, pues verdaderamente de suyo nada es. Sabiamente nos recordaba lo mismo el gran San Agustín, el cual escribió: Dejan
muchos de ser firmes, porque presumen de su firmeza. Nadie será más
firme en Dios que aquel que de por sí se crea menos firme. Por tanto
si alguno dijere que no tiene temor, señal será que confía en sus
fuerzas y buenos propósitos; pero los que tal piensan, andan muy
engañados con esta vana confianza de sí mismos, y fiados en sus solas
fuerzas no temerán y no temiendo dejarán a Dios y por este camino su
ruina es inevitable y segura.
Pongamos también mucho cuidado en no tener vanidad de nosotros
mismos, cuando vemos los pecados en que por ventura vienen a caer los
demás; por el contrario, tengámonos entonces por grandes pecadores y
digamos así al Señor: Señor mío, peor hubiera obrado yo, si Vos no me
hubierais sostenido con vuestra gracia. Porque si no nos humillamos,
bien pudiera ser que Dios, en castigo de nuestra soberbia, nos dejara
caer en más graves y asquerosas culpas. Por esto el Apóstol nos manda
que trabajemos en la obra de nuestra salvación. Pero ¿cómo? temiendo y temblando. Y es así, porque aquel
que teme caer desconfía de sí mismo y de sus fuerzas y pone toda su
confianza en Dios pues que en El confía, a El acude en todos los
peligros, le ayuda el Señor y le sacará vencedor de todas las
tentaciones.
Por Roma caminaba un día San Felipe Neri y por el camino iba diciendo: Estoy desesperado. Le corrigió un religioso y el Santo le contestó: Padre mío, desesperado estoy de mí mismo… pero confío en Dios..
Eso mismo hemos de hacer nosotros, si de veras queremos salvarnos.
Desconfiemos de nuestras humanas fuerzas. Imitemos a San Felipe, el cual
apenas despertaba por la mañana decía al Señor: Señor, no dejéis hoy de la mano a Felipe, porque si no, este Felipe os va a hacer alguna trastada.
Concluyamos, pues, con San Agustín que toda la ciencia del cristiano
consiste en conocer que el hombre nada es y nada puede. Con esta
convicción no dejará de acudir continuamente a Dios con la oración para
tener las fuerzas que no tiene y que necesita para vencer las
tentaciones y practicar la virtud. Y así obrará bien, con la ayuda de
Dios, el cual nunca niega su gracia a aquel que se la pide con humildad.
La oración del humilde atraviesa las nubes… y no se retira hasta que la mire benigno el Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los más grandes pecados, no la rechaza el Señor, porque, como dice David: Dios no desprecia un corazón contrito y humillado. Por el contrario: Resiste Dios a los soberbios y a los humildes les da su gracia.
Y así como el Señor es severo para los orgullosos y rechaza sus
peticiones, así en la misma medida es bondadoso y espléndido con los
humildes. El mismo Señor dijo un día a Santa Catalina de Sena: Aprende, hija mía, que el alma que persevera en la oración humilde, alcanza todas las virtudes.
A este propósito parécenos bien apuntar aquí un consejo que en una
nota a la carta decimoctava de Santa Teresa trae el piadosísimo Obispo
Palafox y que se dirige muy especialmente a las personas que tratan de
cosas del espíritu y quieren hacerse santas. Escribe la Santa a su
confesor y le da cuenta de los grados de oración sobrenatural con que el
Señor la había favorecido. Sobre esto el citado Prelado nos enseña que
esas gracias sobrenaturales que se dignó conceder Dios a Santa Teresa y a
otros santos no son necesarias para llegar a la santidad, ya que muchas
almas llegaron sin ellas a la más alta perfección y otras muchas por el
contrario, aunque alguna vez las gozaron, al fin miserablemente se
perdieron. De aquí concluye que es tontería y presunción pedir esos
dones sobrenaturales, ya que el verdadero camino para llegar a la
santidad es ejercitarnos en la virtud y en el amor de Dios, y a esto se
llega por medio de la oración y de la correspondencia a las luces y
gracias de Dios, que sólo desea vernos santos, como dice el Apóstol: Esta es la voluntad de Dios.. vuestra santificación.
Luego pasa a tratar el dicho piadoso escritor de los grados de
oración extraordinaria de los cuales la Santa escribía, esto es, de la
oración de quietud, del sueño y suspensión de las potencias, de la
unión, del éxtasis, del vuelo y de la herida espiritual. Sobre estas
cosas escribe discretamente el sabio autor.
En vez de oración de quietud debemos pedir y desear que Dios nos
libre de todo afecto y deseo de bienes mundanos que, no tan sólo no dan
la paz, sino que por el contrario traen consigo inquietud y aflicción de
espíritu, como dijo Salomón: Todo es vanidad y aflicción de espíritu. No
hallará jamás verdadera paz el corazón del hombre si no arroja de sí
todo aquello que no es del agrado de Dios, para dejar lugar totalmente
al amor divino, el cual debe poseerlo por completo. Mas esto de por sí
no puede tenerlo el alma y tendrá que alcanzarlo con continua oración.
En vez del sueño y suspensión de potencias, pidamos a
Dios que tengamos el alma dormida y muerta para todas las cosas
temporales y muy despierta para meditar la bondad divina y para suspirar
por el amor santo y los bienes eternos.
En vez de la unión de las potencias pidamos a Dios la gracia
de no pensar, buscar y desear sino lo que sea su divino querer, pues la
santidad más alta y la perfección más sublime sólo consisten en la
unión de nuestra voluntad con la voluntad divina.
En vez de éxtasis y raptos será mucho mejor que
pidamos a Dios que nos arranque del alma el amor desordenado de nosotros
mismos y de las criaturas y que nos arrastre detrás de sí, y de su
amor.
En vez del vuelo del espíritu pidamos al Señor la
gracia de vivir enteramente despegados de este mundo, como las
golondrinas, que no se posan sobre la tierra para comer, si no que
volando comen. Con lo cual debe entenderse que sólo debemos
tomar aquellas cosas materiales que son necesarias para sostenimiento de
la vida, pero volando por los aires siempre, es decir, sin detenernos
en la tierra para saborear los placeres de este mundo.
En vez del ímpetu del espíritu pidamos al Señor que
nos dé aquella energía y aquella fortaleza que nos son necesarias para
resistir a los ataques de nuestros enemigos y para vencer las pasiones y
abrazarnos con la cruz, aun en medio de las desolaciones y tristezas
espirituales.
Y en cuanto a la herida espiritual pensemos que, así como
las heridas con sus dolores nos traen a cada paso a la memoria el
recuerdo de nuestro mal, así hemos de pedir a Dios que de tal suerte nos
hiera con la lanzada de su santo amor, que recordemos continuamente su
bondad y el apodo que nos ha tenido, y de esta manera podamos vivir
siempre amándolo y complaciéndolo con obras y deseos.
Pues todas estas gracias no se alcanzan sin oración, y con ella se
alcanza todo, con tal que sea humilde, confiada y perseverante.
“El gran medio de la oración” de San Alfonso María de Ligorio
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