“El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará”
Si yo preguntara a cada uno de los que está en este lugar “¿en qué momento te sentiste realmente vivo?” seguramente las respuestas que habría se podrían agrupar en dos.
Algunos nos hemos sentido realmente vivos después de una experiencia vertiginosa: por ejemplo una montaña rusa o Bunge jumping… en esas experiencias de vértigo uno experimenta con mucha intensidad lo que es estar vivo… y por eso existen los parques de diversiones: no porque nos diviertan tanto, sino porque nos ayudan a experimentar el éxtasis de estar vivos… pero por unos segundos. Cuando el juego termina, y el vértigo se va. Todo vuelve a la normalidad: a esa vida que no es “sentirse vivo”…
Otros de los que estamos aquí, nos hemos sentido vivos después de una experiencia que nada tiene que ver con la anterior: en ella no hay vértigo, ni grandes infraestructuras, como así tampoco nada muy extraordinario… pero lo que más llama la atención de esta experiencia, es que tiene la capacidad de perdurar más allá del momento en que llega a su punto máximo… no es efímera, sino que es continua…. Esta experiencia es el amor, pero no el sentimentalismo hueco que en sus idas y vueltas se asemeja a una montaña rusa, sino el amor que se entiende y se expresa como don de sí. Como ofrenda hacia otro, como entrega.
Esta es la experiencia que más vivos nos hace sentir: basta que las que son mamás recuerden aquel momento en que pudieron ver por primera vez el rostro de su hijo y se enamoraron de él ofreciéndoles su propia vida… o basta que los jóvenes recuerden aquél gesto de servicio hecho con cariño aunque nadie lo agradezca, o también recordemos todos esas renuncias propias del que ama que muchas veces tiene que ceder en su orgullo para no lastimar…
Amar nos hace sentirnos vivos. Pero no se trata de amar de cualquier modo. Es necesario que nos animemos aamar al modo de Jesús: al modo de la entrega generosa.
En el evangelio de hoy, Pedro no entiende esto. Él quiere que Jesús ame al modo del vértigo, destruyendo a los enemigos a fuerza de la espada. Pero Jesús no quiere amar así, porque sabe que ese no es el modo de amar del Padre. Pedro le reprocha a Jesús el modo en como ama, no está aún dispuesto a aceptar a un Mesías que redima por medio del sufrimiento. Por eso Jesús lo reprende.
El modo de amor de Dios se manifiesta en entrega por medio de la cruz.
La cruz es ese amor paciente y estable de Dios que nos trasmite vida. Porque el que se sabe amado así, no puede menos que sentirse vivo.
San Pablo dice: “ofrézcanse ustedes mismos…” en esta ofrenda al modo de Dios hay cruz, pero también hay alegría.
El vértigo no nos da alegría, solo diversión.
El amar al modo de Jesús, aunque muchas veces tenga el sello de la cruz trae alegría. Alegría que no es andar a carcajadas todo el día. Sino que es el estado sereno del que sabe que el amor no defrauda. Es una alegría que Dios concede a los que aman como él.
Hay alegría al cargar la cruz. Aún en medio de las dificultades más duras, de las soledades más profundas puede habitar en nosotros esta alegría espiritual.
Esa paz fruto de la alegría de cargar con la cruz, es posible incluso cuando experimentamos la pesadez de los maderos.
La alegría que brota del seguimiento del crucificado tiene su fuente en la noticia de la resurrección. Y como toda alegría, busca contagiarse, atraer, comunicarse.
Dios nos atrae desde esta alegría paradojal de la cruz.
Jeremías le dice a Dios bellamente a “tú me has seducido y yo me dejé seducir” y aunque las dificultades del profeta son muchas, experimenta que no puede dejar de vivir y anunciar esto que descubrió “había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía.”
De la cruz de Jesús, de amar al modo del Señor brota la alegría interior. Esta alegría que en su grado mínimo es la paz. En la medida en que comunicamos esto, nos sentimos vivos.
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