Desde los más recónditos Padres del desierto hasta los más poderosos reyes han inclinado con humildad sus cabezas ante tan avallasadora presencia. Los grandes poetas y escritores no han podido que dedicarle sus más profundos versos. Los teólogos por su parte, siguen hasta nuestros días nutriéndose y sumergiéndose infatigablemente en el mar inagotable de su misterio. Y no es para menos, porque este es tal vez el don más sublime y a la vez el más escandaloso que nos haya podido traer Cristo. Nadie en su sano juicio habría podido jamás imaginar que Dios se habría hecho hombre para salvarnos, pero creo que mucho menos aún nadie habría esperado que después nos confirmaría repetidamente su amor dándonos de comer su propio cuerpo y beber su propia sangre. Este es un acontecimiento totalmente desconcertante que debería movernos el corazón.
De hecho si rompemos con la rutina y nos detenemos tan solo un instante a pensar seriamente en lo que significa este don, es decir, que significan las palabras del Señor: «Éste es el pan que desciende del cielo, para que el que comiere de él no muera. Yo soy el pan vivo, que descendí del cielo. Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente» (Jn6 47-52) y «El que come mi carne y bebe mi sangre, vive de vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn. 6, 54), deberíamos como mínimo experimentar algo así como lo que sintieron aquellos discípulos que escandalizados murmuraban y se preguntaban: “¿Cómo nos puede dar éste su carne a comer?”e incluso llegar- como algunos de ellos- a afirmar: “Duro es este razonamiento. ¿Y quién lo puede oír?”
Vencer de nuestro sopor cotidiano para maravillarnos e incluso -como decíamos- “sanamente escandalizarnos” es fundamental para salir de la indiferencia, para acoger verdaderamente el alcance de este milagro incalculable. Es necesario que, aprovechando el momento oportuno (tomando en cuenta además en estos días la solemnidad del Corpus Christi), nos dejemos tocar -golpear diría yo- por la fuerza de esta presencia real, para que nos mueva profundamente por dentro y nos lleve a la conversión. Entonces recuperaremos esa aproximación de piedad, de auténtica devoción, de profundo y reverencial agradecimiento, de quien se sabe delante de Dios todopoderoso, de aquel Dios que siempre presente se entrega y nos salva una y otra vez a lo largo de la historia. Entonces podremos arrodillarnos como aquel sacerdote del video, sin deseos de pararnos más, y con Santo Tomás podremos repetir desde un profundo temor de Dios: ” Señor mío, y Dios mío”. Dejándonos conmover hasta las entrañas es que seremos capaces de superar las tentaciones de dudas y de desconfianza, y ante la pregunta: “¿Y vosotros queréis también iros?” podremos responder como Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo Hijo de Dios” (Jn6, 61-72).
Sin embargo, aunque suene extraño, no basta quedarse aquí. Pues como nos recordaba el Papa Benedicto en su homilía del Corpus Christi el 2012,no basta quedarse solamente con la dimensión sacrificial de la Eucaritía(recibirlo en la misa), sino que también debemos recuperar su dimensión de culto y sacralidad. Porque,“concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.” (Homilía, Basílica de San Juan de Letrán, 7 de junio de 2012). Es necesario recibirlo y también adorarlo, pues así nos vamos haciendo uno con Èl, transformándonos en parte de su cuerpo, en hostias vivas y santas que expanden su presencia a todo el mundo.
Citas para profundizar
“Así es como vamos avanzando hacia la unidad con el Padre, pues, en virtud de la naturaleza divina, Cristo está en el Padre y, en virtud de la naturaleza humana, nosotros estamos en Cristo y Cristo está en nosotros.
El mismo Señor habla de lo natural que es en nosotros esta unidad cuando afirma: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él. Nadie podrá, pues, habitar en él, sino aquel en quien él haya habitado, es decir, Cristo asumirá solamente la carne de quien haya comido la suya.
Ya con anterioridad había hablado el Señor del misterio de esta perfecta unidad al decir: El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Él vive, pues, por el Padre, y, de la misma manera que él vive por el Padre, nosotros vivimos por su carne.
Toda comparación trata de dar a entender algo, procurando que el ejemplo propuesto ayude a la comprensión de la cuestión. Aquí, por tanto, trata el Señor de hacernos comprender que la causa de nuestra vida está en que Cristo, por su carne, habita en nosotros, seres carnales, para que por él nosotros lleguemos a vivir de modo semejante a como él vive por el Padre”.
Del tratado de san Hilario, obispo, sobre la Trinidad
(Libro 8,13-16: PL 10, 246-249)
“
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.
Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de Dios —dice—, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque, a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva, la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.
Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva”.
De los sermones de san Pedro Crisólogo, obispo
(Sermón 108: PL 52, 499-500)
http://catholic-link.com/2013/05/31/6249/#
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