Siendo María la
madre de Jesús, Francisco la honraba especialmente como «madre de
toda bondad» (1 Cel 21). Fue lo que le indujo a establecerse junto a la
ermita de la Madre de Dios en la Porciúncula. Todo lo esperaba de su
bondad. «Después de Cristo, depositaba principalmente en ella su
confianza» (LM 9,3).
Según esta profunda frase de san
Buenaventura, Francisco concibió y dio a luz el espíritu de la
verdad evangélica en esta iglesita, por los méritos de la madre
de la misericordia. El santo doctor subraya esta explicación aludiendo a
que esto ocurrió al amparo de aquella que «engendró al Verbo
lleno de gracia y de verdad» (LM 3,1; cf. Lm 7,3). Con esta alusión
se ha tocado con seguridad lo más profundo acerca del amor y
veneración marianos en Francisco. Esta devoción no termina en
ardientes oraciones ni en cánticos de alabanza; se realiza más
bien y llega a su culminación en el esfuerzo de Francisco por asimilar
en todo la actitud de María ante el Verbo de Dios (16). Como primera
cosa, el «concepit», «concibió»: como
María, el hombre debe acoger al Verbo de Dios, aceptarlo en actitud de
obediencia creyente y dejarse llenar totalmente de Él. Pero el
«concepit» -y este es el segundo momento- debe convertirse en
«peperit», «dio a luz»: el hombre, obediente y
creyente, de nuevo como María, debe dar a luz al Verbo de Dios, darle
vida y forma. San Buenaventura atribuye estos dos momentos a María y
Francisco. No podía él expresar y explicar con mayor acierto y
profundidad la fundamental actitud mariana que existía en la vida
evangélica de san Francisco.
No; san Buenaventura no introdujo en la
vida de Francisco pensamientos teológicos extraños. Lo demuestra
palmariamente la magnífica carta que Francisco escribió a los
fieles de todo el mundo, en la que desarrolló abundantemente los
pensamientos de su corazón (2CtaF 4-15, 15-60-, 63-71). En ella (v. 4)
el santo describe el nacimiento del Verbo divino de las entrañas de la
santa y gloriosa Virgen María. Pero este nacimiento divino no acontece
sólo en María; debe realizarse también en los corazones de
los fieles. Los Padres de la Iglesia, desde Hipólito y Orígenes,
meditaron largamente sobre este íntimo misterio de la vida cristiana y
trataron de aclararlo con explicaciones siempre nuevas (H. Rahner). En la misma
citada carta (v. 53), Francisco hace un comentario muy condensado en un
lenguaje que le es propio: somos «madres, cuando lo llevamos en el
corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y
sincera; lo alumbramos por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de
otros».
En un primer momento podría parecer
que estas palabras representan una visión ascética del misterio,
que remontaría a san Ambrosio y que fue la que privó en el
occidente hasta la edad media (H. Rahner). Pero se ha de tener en cuenta que
poco antes (v. 51) Francisco ha dicho algo que no se puede separar de lo que ha
afirmado acerca de la maternidad espiritual: «Somos esposos [de Cristo]
cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo».
El misterio de la maternidad espiritual se funda y radica en el misterio del
desposorio que se le regala al alma fiel mediante el Espíritu Santo (17)
y que no se desarrolla por un esfuerzo voluntarista y ascético. Es un
don gratuito del amor de Dios en el Espíritu Santo.
Si Francisco canta a la Madre de Dios como
«esposa del Espíritu Santo», también coloca junto a la
maternidad del alma fiel su desposorio en el Espíritu Santo (18). Es
Él quien por su gracia y por su iluminación infunde todas las
virtudes en los corazones de los fieles, para de infieles hacerlos fieles
(SalVM 6). Tampoco es de casualidad que esta alusión se encuentre en el
Saludo a la bienaventurada Virgen María. Así como por la
acción del Espíritu Santo el Verbo del Padre se hizo carne en
María, de modo análogo la gracia y la iluminación del
mismo Espíritu engendran a Cristo en las almas, y las van conformando a
una vida cada vez más cristiana (19), hasta que, como dice la misma
carta en su v. 67, por tener en sí al Hijo de Dios, llegan a poseer la
sabiduría espiritual, pues el Hijo es la sabiduría del
Padre.
Pero el nacimiento de Dios en el
corazón de los fieles es sólo un aspecto de esta maternidad.
Francisco indica también otro: en fuerza de esta vida cristiana, es
decir, «por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de
otros», Cristo es engendrado en los otros hombres. De esta forma, la
función maternal de la vida cristiana, como testimonio vivo, se extiende
a la Iglesia (20). Francisco habló de buen grado y con frecuencia acerca
de esta misión maternal de los fieles en la Iglesia; así, por
ejemplo, cuando, aplicando a sus hermanos, sencillos e ignorantes, las palabras
de la sagrada Escritura: «la estéril tuvo muchos hijos» (1 Sam
2,5), las explica de la forma siguiente: «Estéril es mi hermano
pobrecillo, que no tiene el cargo de engendrar hijos en la Iglesia. Ese
parirá muchos en el día del juicio, porque a cuantos convierte
ahora con sus oraciones privadas, el Juez los inscribirá entonces a
gloria de él» (21).
Lo que se realizó en la maternidad
de María para la salvación del mundo se prolonga en los corazones
de los fieles, por la acción sobrenatural del Espíritu Santo. En
última instancia se trata del misterio mismo de la Iglesia, del que
participan los fieles. Francisco se sabe agraciado con el mismo don gratuito
que admira en María. Y este don, concedido a él y a sus hermanos,
lo considera como tarea en la Iglesia. María es para él, ante
todo y sobre todo, Madre de Cristo, y por esto la ama amarteladamente. Madre de
Cristo son también para él los fieles «que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8,21), y de esta manera
participan de la misión de la Madre Iglesia.
Así vista la devoción mariana
de Francisco, la podemos condensar en esta fórmula: vivir en la Iglesia
como vivió María.
La realización de la obra de la
salvación y su transmisión -de ello se trata en la
devoción mariana de Francisco- tiene como fin hacer visible en el
misterio de la encarnación del Verbo la divinidad invisible. Pero
Francisco conoce otra forma de hacerse visible el Dios invisible: la que
él tanto aprecia y venera en la santísima eucaristía. Tal
como dice en su primera Admonición, donde late una clara
oposición a la herejía cátara contemporánea, en la
eucaristía se ha de ver en fe a aquel que, siendo hombre, dijo a sus
discípulos: «El que me ve a mí, ve también a mi
Padre» (Jn 14,9). Por eso exclama san Francisco: «Por eso, ¡oh
hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de
corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y
creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla (22), como
cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente
viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende
del seno del Padre al altar en manos del sacerdote». Pero también
aquí indica Francisco que depende del «Espíritu del
Señor», «que habita en sus fieles», el poder participar
de ese misterio, el poder creer en él «secundum spiritum»,
«según el espíritu». Esta advertencia nos muestra que
no ha sido por casualidad que Francisco haya hecho mención de la
encarnación de Cristo en María. Porque se abrió sin
reservas a la acción del Espíritu Santo -podemos recordar de
nuevo a la «esposa del Espíritu Santo»-, pudo mediante
María convertirse en visible y palpable el Dios invisible. Y el que,
como ella, se abre con fe al Espíritu del Señor,
contemplará «con ojos espirituales» al mismo Señor en
el misterio de la eucaristía, será colmado por Él y se
hará un espíritu con Él (cf. 1 Cor 6,17). En este misterio
verá unitariamente el comienzo y el fin de la obra de la
salvación, pues «de esta manera está siempre el Señor
con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la
consumación del siglo» (Adm 1,22).
http://www.franciscanos.org/virgen/kesser.html
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