lunes, 28 de mayo de 2018

Prodigios de la devoción de las tres Avemarías

LA NIETA QUE SALVÓ A SU ABUELO
En un lugar del Perigord (Francia), ejercía su profesión un médico, a quien nadie hacía referencia
por su propio nombre, sino al que todos llamaban «el buen Doctor»,
Y en verdad merecía este título, porque era realmente bueno con todos, y, sobre todo, con los pobres.
Sin embargo, el doctor no era un hombre religioso. No es que fuese descreído. No llegaba a tanto. Más bien era «indiferente». Así, se daba el caso de que desde la fecha lejana de su matrimonio no se habla preocupado de recibir los sacramentos...
Los muchos años y la excesiva actividad profesional desarrollada postraron al doctor en el lecho, con irreparable agotamiento. Toda esperanza de curación quedaba descartada. ¡Y «el buen Doctor» iba a morir en la impiedad!

Este pensamiento y temor torturaba el corazón de una nieta que le acompañaba en aquella ocasión. La niña era un ángel de dulzura y de piedad. Sentada junto al enfermo, lo entretenía y cuidaba. Y mientras descansaba el anciano, dirigía con lágrimas esta plegaria al cielo:
«Oh, Virgen buena, Vos que sois todo misericordia y todo lo podéis, moved a penitencia el corazón de mi abuelo! No permitáis, santa Madre de Dios, que muera sin auxilios espirituales. En vos, Madre mía, tengo puesta toda mi confianza.» Y tras de esa oración rezaba las tres Avemarias...
Una tarde, con el fin de distraer a su abuelo, la niña empezó a pasar revista al contenido de una gran cartera donde aquél había ido dejando recuerdos de pasados tiempos... Sus ojos se detuvieron en un sobre viejo, y exclamó:
—Una antigua carta, abuelo. ¿De quién será que la has conservado?...
El anciano le respondió:
—Léela y haremos memoria.
Y la joven leyó:
«Mi querido ahijado: ¡Cuánto siento no poder abrazarte antes de que te marches a París!, pero me es imposible ir a verte. Estoy atada a la cama por mi reumatismo. Seguramente no volverás a ver aquí abajo a tu vieja madrina, y por esto te pido escuches mis consejos, que serán los últimos.
«Tú sabes que París ha sido siempre un abismo, y ante ese peligro tiemblo por ti. Sé un hombre fuerte, de buen temple, firme en la fe. Permanece fiel al Dios de tu bautismo, que has de ver en la eternidad.- Yo te pongo bajo la protección de la Santísima Virgen María, y te recomiendo encarecidamente seas constante en la práctica de piedad que desde muy niño tuviste de rezar mañana y noche las tres Avemarias... «Rogará por ti tu madrina, que te estrecha fuertemente sobre su corazón...»
La carta, que tenía fecha de hacía cuarenta y ocho años, produjo una honda emoción al doctor. Rememoró los años despreocupados de su juventud, sus extravíos y ligerezas, su alejamiento de los actos de culto y el abandono de sus devociones. Pensó también en sus tareas profesionales y en su vida familiar y se detuvo recordando a su bondadosa madrina, que murió a los pocos meses de escribir aquella carta. Ella le había enseñado a rezar las tres Avemarias en su infancia...
Sintió el doctor un vivo impulso de gratitud hacia esa mujer buena, cuyos buenos consejos no siguió. Y mirando tiernamente a la nieta, balbuceó:
—¡Por mi madrina!... Dios te salve, María...
Y rezó las tres Avemarias juntamente con la nieta, que, con íntimo gozo, sonreía y lloraba a la vez.
¡Estaba ganado para Dios «el buen Doctor»!...
—Llama al Padre —dijo el enfermo—, porque he de contarle estas cosas.
Acudió el sacerdote diligentemente, y el doctor hizo su confesión con singular fervor,
Al día siguiente empeoró alarmantemente y hubo que administrarle el Santo Viático... Con paso acelerado se aproximaba la muerte.
Cogió «el buen Doctor» con dificultad una mano de su nieta y, haciendo un gran esfuerzo, le dijo:
—Esto se acaba..., reza conmigo las tres Avemarías...
Al terminar la tercera Avemaria expiró dulcemente.



 SACERDOTE

En un país situado detrás del antiguo «telón de acero», en el que en los primeros meses del año 1968 se recrudeció la persecución antirreligiosa, uno de los Obispos allí radicados recibió una misiva comunicándole confidencialmente que se preparaba un atentado contra su vida, por lo cual debía huir sin pérdida de tiempo y ocultarse.
Obedeciendo la consigna recibida, el aludido señor Obispo salió de su residencia vestido de aldeano y huyó campo a traviesa, caminando durante todo un día, alcanzándole la noche divisando una amplia vega.

Aprovechando la oscuridad se aproximó a una casa que vio poco distante y pidió a sus habitantes le permitiesen descansar unas horas sentado en una silla.
Los ocupantes de la casa —un matrimonio con varios hijos pequeños— acogieron la petición de hospedaje del que consideraron labriego viajero, pero no sólo le ofrecieron silla, sino que le hicieron cenar con ellos y luego le acomodaron en una habitación con buena cama.
Durante la cena, como notase el huésped gran preocupación y visible tristeza en el matrimonio, no pudo silenciar su observación y preguntó el motivo de tal inquietud y congoja; informándosele entonces de que el anciano padre de uno de ellos no había podido sentarse a la mesa porque estaba enfermo de mucha gravedad desde hacía unos días, y aunque le insistían cariñosamente para que hiciera conveniente preparación para la muerte, por si el momento de ésta sobreviniera, él les contestaba que todavía no iba a morirse, y, por tanto, no se preparaba...

Hubo unos breves comentarios del caso, pero ninguno se atrevió a hacer mención del aspecto religioso del asunto. Retirados a descansar todos y transcurrida la noche, se dispuso el visitante y huésped a proseguir su camino; y al despedirse y dar gracias a quienes con tanta amabilidad le habían tratado, preguntó si le permitían saludar al viejecito enfermo para comprobar el estado actual de su dolencia, a lo que, gustosamente, se accedió y le acompañaron.

Una vez el labriego junto al anciano, y luego de una corta conversación afectuosa, éste último, adoptando un gesto y tono decidido, dijo: «Mire, usted, yo sé que estoy muy malo y que ya no me restableceré; pero, también sé que por ahora no moriré».
                                                                         

                
Al oírle hablar tan seguro, todos sonrieron al enfermo. Y ante aquellas sonrisas añadió éste: «Se ríen porque he dicho que tengo la seguridad de que no voy a morir por ahora... Pues bien; lo repito. ¿Y sabe usted por qué?... Mire, yo no sé quién es usted, ni cómo piensa, pero como en la situación en que estoy ya no temo a nadie, le voy a decir la verdad: Mi seguridad se apoya en que soy católico; los años de persecución religiosa no me han quitado la fe; y todos los días he rezado, y rezo, las Tres Avemarías, pidiéndole a la Virgen María que a la hora de la muerte esté asistido por un sacerdote que prepare mi alma para el tránsito, y usted comprenderá que habiéndole rogado tantas veces a la Santísima Virgen eso, la Virgen no consentirá que yo muera sin un sacerdote a mi lado; y como no lo tengo, por eso estoy tan seguro de que por ahora no me muero.».

Emocionado el labriego por aquella declaración del ancianito, le tomó la mano y le dijo: «Esa gran fe que ha conservado, y esa súplica diaria a la Madre de Dios rezándole las tres Avemarías, han atraído el favor del Cielo y ha sido la Providencia la que me dirigió hasta aquí... No es un sacerdote lo que la Virgen le manda, sino a su Obispo... Porque yo soy el Obispo de esta Diócesis, que va hacia el exilio.»

La impresión, y al propio tiempo el gozo, del anciano y sus hijos fue enorme. Tan grande, que no sabían cómo expresar su asombro y su reverencia... Seguidamente, el señor Obispo ofició la Santa Misa en la habitación del enfermo, y les dio a todos la comunión; dejando al viejecito espiritualmente dispuesto para emprender su postrer viaje con término en el Cielo... Viaje que tuvo lugar dos días después de aquella Misa exce
pcional.



El pagano que se hizo católico
Conocí en Bengala a un joven y valiente militar indio, al servicio de Inglaterra, como teniente de una compañía de Cipayos. Educado a la inglesa, conservaba, no obstante, algunas prácticas supersticiosas, sin llegar a practicar ninguna religión, aunque conocía y admiraba la Iglesia
Católica, y se iba aficionando a ella como resultado de las conversaciones mantenidas con misioneros y con su jefe, el capitán Carlos Tonnerre, al que profesaba un respeto y cariño extraordinarios.

Este excelente capitán hablaba a veces con el teniente sobre la religión católica. Un día, el Teniente estaba escuchando con apasionado interés y exclamó: «¡Qué feliz si fuese yo también católico». El capitán respondió:
—¡Todo puede ser! Ponte bajo el patrocinio de la Madre de Dios. Y para esto, prométeme rezar todos los días tres Avemarías.

Lo

prometió el teniente. Y todas las noches cumplía el bravo indio su promesa, con exactitud militar. Pasó algún tiempo. Una mañana, a la hora en que diariamente el capitán Tonnerre acudía á la capilla del campamento para ayudarme en la Misa y comulgar, veo que no viene solo, sino esta vez acompañado del teniente indio, que, al acercarse, sin darle tiempo para expresarle mi asombro, se echó a mis pies pidiéndome que le hiciese hijo de María e hijo de la Iglesia Católica.

¿Cómo se había producido este milagro de la gracia? Lo contó él mismo:

«Ayer tarde —dijo—, cuando llegué al Campamentó, después de prolongada marcha, estaba tan rendido y fatigado que me eché a descansar en la litera de campaña vestido como iba, y sin rezar las tres
Avemarias que había prometido y que en todos los días precedentes sí que recé. Quedé dormido profundamente...

Era la media noche cuando me despertó una fuerte sacudida. Me incorporé y encendí la linterna.
Experimentaba la sensación de que no estaba solo. Miré a mi alrededor, pero no vi nada que me llamara la atención.

Y como tenía muchísimo sueño, dejé caer la cabeza sobre la almohada. De pronto me acordé de las tres Avemarias olvidadas. Sentí el descuido, y haciendo un esfuerzo salté de la litera y me puse a
rezarlas. Apenas comenzadas, no pude seguir. Con terror y espanto, mis ojos miraron fijamente a la cama. De debajo de la almohada salía una horrible serpiente con la boca abierta y la lengua saetante...
Por la cresta que la coronaba, conocí que era una «cobra capella», especie de las más venenosas, cuya mordedura es siempre mortal...
El monstruo desenroscaba lentamente sus anillos repugnantes sobre mi cama... Yo, de momento, estaba hipnotizado y quieto por el pasmo. Pero antes de que el reptil se alargara más y me atacase, tomé la espada y, de un golpe, le rompí la cabeza, que ya tenía erguida e intimidaba con su silbido amenazador.

Y viéndome salvo de tan grave peligro comprendí que a la Madre de Dios debía mi salvación, y me postré para rezar las tres Avemarías, y mientras las rezaba tomé la firme resolución de abrazar la religión de Cristo.»

Fue instruido debidamente, y unos meses después en la capilla, adornada de flores, y sin otro testigo que el capitán Carlos Tonnerre, le administré el sacramento del Bautismo, en el que a la pregunta de ritual, «¿cuál es tu nombre?», respondió: «Carlos-María» Se puso de primer nombre Carlos, en agradecemiento a su Capitán, y en segundo lugar María, en honor a la Virgen María.

Testimonio de un misionero jesuíta, que ejercía su ministerio en la India.

No hay comentarios.: