lunes, 17 de septiembre de 2018

Impresion de las llagas San Francisco de Asís

El 17 septiembre celebramos la impresión de las llagas de San Francisco de Asís. Pocos santos han tenido tan decisiva influencia en la historia civil y eclesiástica de todos los tiempos como el Poverello de Asís. Y pocos han vivido las máximas evangélicas como este hombre que se identificó tanto con Jesucristo crucificado, que mereció recibir en su cuerpo las señales de la Pasión.
De acuerdo con sus biógrafos, dos años antes de su muerte, San Francisco se retiró a Toscana con cinco de sus hermanos más cercanos, en el Monte Alvernia, para celebrar la Asunción de la Santísima Virgen y preparar la fiesta de San Miguel Arcángel por cuarenta días de el ayuno. Fue en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Francisco, arrodillado ante su celda, oraba rezando con los brazos abiertos a la espera del amanecer, cuando fue objeto de una gracia excepcional. El Señor crucificado se le apareció en la figura de un serafín de seis alas. Después de pasar tiempo con él en una conversación dulce, partió dejándole impreso en el cuerpo las llagas sagradas.

Por lo tanto, Francisco, que tanto deseaba asemejarse a Cristo, con este rasgo se identificó más a Cristo crucificado.
Al final de su vida, cuando ya estigmatizado y al borde de suas fuerzas sufría sin tregua, física y moralmente, alcanza la cumbre de la perfecta alegría y compone el Cántico de las Criaturas. Hace falta haber entrado de lleno en el misterio Pascual de muerte y resurreción para poder componer este himno en el que, la creación entera, reconcilada, encuentra su unidad en Dios.
Todo lo que hoy experimentamos, aspiración a la libertad, a la paz, a la vida, a la felicidad, al compartir, al respeto por el hermano y por la creación, nos ha sido ya propuesto por Francisco de Asís. Por eso, su mensaje sigue atrayéndonos y nos lleva en seguimiento de Cristo...

La Milagrosa Impresión de las Llagas de San Francisco

El año de 1224 renunció San Francisco el Generalato en manos del Bienaventurado Fray Pedro de Catana, y habiendo mostrado al mundo el poder de Dios en muchas ocasiones, tanto con Sus sermones, como con sus milagros, se retiró al monte Alverna, para pasar en él su Cuaresma de San Miguel; es decir, para entregarse a la soledad, y al ayuno por espacio de cuarenta días, desde la Asunción de la Virgen hasta el último de Septiembre. Está situado este monte en los confines de la Toscana, y es una parte del Apenino, que pertenecía a un Señor del país, llamado Orlando Catanio, y en el año de 1213 se le había cedido a San Francisco, fabricando en él una Iglesia pequeña para el Santo, y algunas celdas para sus Frailes. Retirado, pues, el santo Patriarca a dicho monte, y hallándose un día en lo más fervoroso de su oración, sintió una fuerte inspiración de abrir el libro del Evangelio, persuadido a que había de encontrar en él lo que Dios quería que hiciese. Prosiguió un rato en su oración, y tomando después el libro del altar, mandó a Fray León que le abriese. Era Fray León el único compañero que había llevado consigo a la soledad. Le abrió por tres veces, y en todas salió la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, por donde entendió San Francisco que lo que Dios quería de él era que cada día se hiciese más semejante a Cristo crucificado, aumentando el rigor de la mortificación y de la penitencia

Una mañana, hacia la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que es el día 14 de Septiembre, hallándose en oración, se sintió tan abrasado en incendios del divino amor, y con tan inflamados deseos de ser semejante a Cristo crucificado, que no le parecían bastantes para satisfacerle todas la penitencias del mundo, ni aun el martirio mismo; cuando de repente vio bajar de lo más alto del Cielo a un Serafín, que en rapidísimo vuelo venia como a dispararse sobre él. Tenía seis alas encendidas y resplandecientes; dos se elevaban sobre la cabeza, otras dos estaban extendidas, como en ademan de volar, y las otras dos cubrían todo su cuerpo. Pero lo más portentoso era que el Serafín parecía estar crucificado, teniendo los pies y las manos clavados en una Cruz. Cada uno podrá imaginar cuanto sería la admiración y el pasmo; qué afectos de amor, de gozo, y de compunción excitaría en el corazón de nuestro Santo la vista de aquel prodigio. Comprendió entonces, dice San Buenaventura, que su trasformación en imagen viva de Cristo crucificado, no había de ser por el martirio corporal, sino por la inflamación del espíritu, y por el abrasado encendimiento del divino amor. Duró algún tiempo la visión; y habiendo desaparecido, dejó en su corazón una impresión maravillosa, y al mismo tiempo otra más portentosa en su cuerpo; porque inmediatamente se comenzaron a manifestar en sus manos y en sus pies las señales de los clavos, ni más ni menos como las había visto en la imagen del Serafín crucificado: esto es, las manos y los pies parecían haber sido clavados por el medio, descubriéndose las cabezas de los clavos en la parte interior de las manos, y en la exterior o superior de los pies, y las puntas remachadas a la parte opuesta de estos y de aquellas. En el costado derecho se manifestaba una cicatriz roja, como de herida de lanza, saliendo de ella muchas veces tanta abundancia de sangre, que se humedecían la túnica y los paños interiores. Y estas son aquellas cicatrices que desde entonces se comenzaron a llamar las llagas.

Se halló en grande aflicción el humilde Santo, viéndose por una parte que no era posible ocultar largo tiempo a sus más familiares compañeros estas visibles y maravillosas señales de la particular bondad del Señor, y temiendo por otra publicar sus secretos. Llamó, pues, algunos Frailes de los que tenía por más espirituales, y proponiéndolos la dificultad en términos generales, los pidió consejo. Uno de ellos, muy versado en los caminos de Dios, haciendo juicio por el aire, y por las palabras de San Francisco, que había visto alguna maravilla, y que por su humildad la quería ocultar, le dijo: Hermano, sábete que Dios no te descubre algunas veces sus secretos para ti soto, sino también para los demás; por eso debes temer que algún día seas reprendido por haber enterrado y escondido el talento. Movido San Francisco de estas palabras, se rindió al parecer de sus Frailes, y les contó ingenuamente todo lo que había visto, añadiendo que el que se le apareció, le había
descubierto cosas que nunca revelaría él a persona viviente. A San Buenaventura le pareció que nuestro Santo, como otro San Pablo, vio entonces cosas llenas de misterios, de los cuales a ningún hombre es lícito hablar. Acabados los cuarenta días, bajó del monte como otro Moisés, inflamado el rostro; y por más cuidado que puso en ocultar a todos, aun a aquellos hijos más amados y más familiares suyos, las permanentes señales de tan insigne favor, cuidó el mismo Señor de manifestarlas por medio de varios milagros.
Se había extendido por toda la Provincia de Rieti una enfermedad contagiosa entre el ganado, de la cual morían muchas reses, tanto ovejunas como vacunas, sin acertarse con el remedio, y estando durmiendo un gran siervo de Dios, tuvo un sueño en que se le avisó que fuese a la ermita de los Frailes Menores, donde se hallaba San Francisco a la sazón, y rociase todo el ganado con el agua en que el Santo hubiese lavado sus manos y sus pies. Luego que amaneció, se puso en camino el santo varón para la ermita, y pidiendo secretamente aquella agua, roció con ella a todas las reses enfermas, que estaban tendidas por el suelo. Apenas las tocó la primera gota, cuando se levantaron vigorosas, y corrieron hambrientas a los pastos, cesando de esta manera toda la enfermedad. El mismo San Buenaventura refiere esta maravilla. También es hecho constante, añade el mismo Santo, que antes que San Francisco recibiese del Cielo esta gracia especial, todos los años se levantaban alrededor del monte Alverna una maligna nube, que deshaciéndose en granizo, arruinaba los frutos, y desolaba todo el país; pero desde que el Santo recibió las sagradas llagas, no se volvieron a ver aquellas maliciosas nubes, y toda aquella comarca lo reconoció por milagro.
A pesar del gran cuidado que ponía el siervo de Dios en ocultar aquellas impresiones y señales de sus sagradas llagas, que el Señor había estampado en su cuerpo, no pudo estorbar que se viesen las de las manos y de los pies, aunque después de aquel tiempo andaba siempre calzado, y casi siempre tenía cubiertas las manos. Vieron las llagas muchos Religiosos suyos, que sin embargo de ser dignísimos de toda fe por su eminente santidad, lo aseguraron después con juramento para quitar el pretexto a toda duda. También las vieron más de una vez algunos Cardenales, amigos particulares del Santo, y muchos las celebraron en verso, y en prosa, como lo afirma el mismo San Buenaventura; el cual añade que asistiendo a un sermón del Papa Alejandro IV aseguró públicamente el Papa que en vida del Santo había visto las sagradas llagas con sus mismos ojos: Summus étiam Pontifex Alexánder, cùm pópulo praedicâret coram multis frátribus, affirmâvit se dúm Sanctus víveret, stígmata illa sacra suis óculis conspexísse. En la muerte del Santo, más de cincuenta Frailes, Santa Clara con todas sus hijas, y una multitud innumerable de seculares de todas condiciones, satisficieron su piadosa curiosidad, viendo con sus ojos, y tocando muy despacio con sus manos las sagradas llagas impresas en el santo cuerpo, como lo dice también el mismo Seráfico Doctor.

En cuanto a la llaga del costado, la ocultó el Santo con tanto cuidado mientras vivió, que ninguno se la pudo ver sino cogiéndole por sorpresa. Un hermano que le asistía, y se llamaba Fray Juan de Lodi, se valió para esto de un piadoso artificio, persuadiendo al Santo que se quitase la túnica interior para limpiarla y con cuya ocasión no sólo vio dicha llaga, sino que metiendo en ella los dedos, le causó un vivísimo dolor. Otros, dos Religiosos contentaron su devota curiosidad con semejante artificio; y cuando faltaran estas pruebas de la certidumbre de este hecho, seria evidente testimonio de él la sangre de que estaba teñida la túnica y los paños interiores. Pero, muerto el Santo, también fue vista muy a satisfacción esta milagrosa llaga por muchas personas, de manera, que en las vidas de los Santos se encontrarán pocos sucesos más bien averiguados y comprobados, que el de las llagas de San Francisco.
San Buenaventura, que escribió la vida del Santo treinta o treinta y cinco años después de su muerte, dice que todos los que vieron y tocaron estas llagas, reconocieron que los clavos se habían formado milagrosamente de la carne, y tan adherentes a ella, que cuando los movían, o los apretaban por un lado, se descubrían más por el opuesto, a manera de nervios endurecidos, compuestos de una sola pieza. Los clavos eran negros, como de hierro; pero la llaga del costado se conservaba siempre roja, y rasgada en figura redonda como especie de rosa. Cierto Caballero, llamado Gerónimo, hombre de capacidad, de observación, y muy acreditado, dificultando el asenso a esta maravilla, la examinó a presencia de muchos, con mayor indagación que todos los demás: movió los clavos, tocó con sus propias manos los pies, las manos, y el costado del santo cuerpo, y quedó tan convencido de la verdad, que después fue uno de los testigos, y la depuso auténticamente con solemne juramento. Pero cuando no fuese bastante este cúmulo de pruebas y de testigos, lo sería el haberlo asegurado en sus Bulas dos grandes Pontífices, y que la Iglesia haya establecido una fiesta particular que se celebra hoy en todo el mundo cristiano, para celebrar la memoria de esta maravilla.

 

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