Texto del Papa Francisco
Me gustaría mirar a María como imagen y modelo de la Iglesia. Y
lo hago recuperando una expresión del Concilio Vaticano II. Dice la
constitución Lumen gentium: “Como enseñaba san Ambrosio, la Madre
de Dios es una figura de la Iglesia en el orden de la fe, la caridad y
de la perfecta unión con Cristo” (n. 63).
María vivió la fe en la sencillez de las miles de ocupaciones y preocupaciones cotidianas de cada madre
Partamos
desde el primer aspecto, María como modelo de fe. ¿En qué sentido María
es un modelo para la fe de la Iglesia? Pensemos en quién fue la Virgen
María: una joven judía, que esperaba con todo el corazón la redención de
su pueblo. Pero en aquel corazón de joven hija de Israel, había un
secreto que ella misma aún no lo sabía: en el designio del amor de Dios
estaba destinada a convertirse en la Madre del Redentor.
En la
Anunciación, el mensajero de Dios la llama “llena de gracia” y le revela
este proyecto. María responde “sí”, y desde ese momento la fe de María
recibe una nueva luz: se concentra en Jesús, el Hijo de Dios que se hizo
carne en ella y en quien que se cumplen las promesas de toda la
historia de la salvación.
La fe de María es el cumplimiento de la fe de
Israel, en ella realmente está reunido todo el camino, la vía de aquel
pueblo que esperaba la redención, y en este sentido es el modelo de la
fe de la Iglesia, que tiene como centro a Cristo, la encarnación del
amor infinito de Dios.
¿Cómo ha vivido María esta fe? La vivió en la sencillez de las
miles de ocupaciones y preocupaciones cotidianas de cada madre, en cómo
ofrecer los alimentos, la ropa, la atención en el hogar… Esta misma
existencia normal de la Virgen fue el terreno donde se desarrolla una
relación singular y un diálogo profundo entre ella y Dios, entre ella y
su hijo. El “sí” de María, ya perfecto al principio, creció hasta la
hora de la Cruz.
Allí, su maternidad se ha extendido abrazando a cada
uno de nosotros, nuestra vida, para guiarnos a su Hijo. María siempre ha
vivido inmersa en el misterio del Dios hecho hombre, como su primera y
perfecta discípula, meditando cada cosa en su corazón a la luz del
Espíritu Santo, para entender y poner en práctica toda la voluntad de
Dios.
Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de
María, que es Madre nuestra? ¿O la creemos lejana, muy diferente a
nosotros? En tiempos de dificultad, de prueba, de oscuridad, la vemos a
ella como un modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solamente
nuestro bien? Pensemos en ello, ¡tal vez nos hará bien reencontrar a
María como modelo y figura de la Iglesia por esta fe que ella tenía!
Llegamos al segundo aspecto: María, modelo de caridad. ¿De qué
modo María es para la Iglesia ejemplo viviente del amor? Pensemos en su
disponibilidad hacia su prima Isabel. Visitándola, la Virgen María no
solo le llevó ayuda material, también eso, pero le llevó a Jesús, quien
ya vivía en su vientre. Llevar a Jesús en dicha casa significaba llevar
la alegría, la alegría plena.
Isabel y Zacarías estaban contentos por el
embarazo que parecía imposible a su edad, pero es la joven María la que
les lleva el gozo pleno, aquel que viene de Jesús y del Espíritu Santo,
y que se expresa en la caridad gratuita, en el compartir, en el
ayudarse, en el comprenderse.
Nuestra Señora quiere traernos a todos el gran regalo que es
Jesús; y con Él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así, la Iglesia es
como María, la Iglesia no es un negocio, no es un organismo
humanitario, la Iglesia no es una ONG, la Iglesia tiene que llevar a
todos hacia Cristo y su evangelio; no se ofrece a sí misma –así sea
pequeña, grande, fuerte o débil- la Iglesia lleva a Jesús y debe ser
como María cuando fue a visitar a Isabel. ¿Qué llevaba María? A Jesús.
La Iglesia lleva a Jesús: ¡este el centro de la Iglesia, llevar a Jesús!
Si hipotéticamente, alguna vez sucediera que la Iglesia no lleva a
Jesús, ¡esta sería una Iglesia muerta! La Iglesia debe llevar la caridad
de Jesús, el amor de Jesús, la caridad de Jesús.
Hemos hablado de María, de Jesús. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Con
nosotros que somos la Iglesia? ¿Cuál es el amor que llevamos a los
demás? Es el amor de Jesús que comparte, que perdona, que acompaña, ¿o
es un amor aguado, como se alarga al vino que parece agua? ¿Es un amor
fuerte, o débil, al punto que busca las simpatías, que quiere una
contrapartida, un amor interesado?
María rezaba, trabajaba, iba a la sinagoga… Pero cada acción se realizaba siempre en perfecta unión con Jesús
Otra
pregunta: ¿a Jesús le gusta el amor interesado? No, no le gusta, porque
el amor debe ser gratuito, como el suyo. ¿Cómo son las relaciones en
nuestras parroquias, en nuestras comunidades? ¿Nos tratamos unos a otros
como hermanos y hermanas? ¿O nos juzgamos, hablamos mal de los demás,
cuidamos cada uno nuestro “patio trasero”? O nos cuidamos unos a otros?
¡Estas son preguntas de la caridad!
Y un último punto brevemente: María, modelo de unión con Cristo.
La vida de la Virgen fue la vida de una mujer de su pueblo: María
rezaba, trabajaba, iba a la sinagoga… Pero cada acción se realizaba
siempre en perfecta unión con Jesús. Esta unión alcanza su culmen en el
Calvario: aquí María se une al Hijo en el martirio del corazón y en la
ofrenda de la vida al Padre para la salvación de la humanidad. Nuestra
Madre ha abrazado el dolor del Hijo y ha aceptado con Él la voluntad del
Padre, en aquella obediencia que da fruto, que trae la verdadera
victoria sobre el mal y sobre la muerte.
Es hermosa esta realidad que María nos enseña: estar siempre
unidos a Jesús. Podemos preguntarnos: ¿Nos acordamos de Jesús sólo
cuando algo está mal y tenemos una necesidad? ¿O tenemos una relación
constante, una profunda amistad, incluso cuando se trata de seguirlo en
el camino de la cruz?
Pidamos al Señor que nos dé su gracia, su fuerza, para que en
nuestra vida y en la vida de cada comunidad eclesial se refleje el
modelo de María, Madre de la Iglesia (Audiencia, 23 octubre 2013).
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