En estos días el Ministro General de los Frailes Menores (OFM) está
en Mexico para la reunion de con las Conferencias Bolivariana y
Guadalupe.
El pasado miercoles, fray Michael, fue visitar a “Las
Patronas”. El día 7 de febrero se realizó la bendición de las vías del
tren para recordar a los migrantes que han fallecido trágicamente en su
recorrido por ferrocarril rumbo a Estados Unidos.
Colocaron sobre los rieles banderas de los países de El Salvador,
Honduras, Nicaragua y Guatemala; oraron por la paz y soltaron palomas y
globos blancos como símbolo de hermandad.
Las Patronas son un grupo de mujeres voluntarias de la comunidad La Patrona, en la localidad de Guadalupe que
desde 1995 dan alimentos y asistencia a migrantes en su paso por
Veracruz; principalmente en las vías del tren conocido como La Bestia,
donde lanzan víveres a los y las migrantes. Su trayectoria en la
asistencia y defensa de derechos de las y los migrantes les ha merecido
reconocimientos varios, tales como el Premio Nacional de Derechos Humanos 2013, y el Premio Nacional de Derechos Humanos “Sergio Méndez Arceo 2013”.
En
la ceremonia participaron vecinos de localidades aledañas a “Las
Patronas” y los frailes quienes se colocaron a orillas de las vías,
rezaron y cantaron durante media hora y pidieron se termine la violencia
en contra de los migrantes. “Pedimos por todos aquellos que
se han quedado en el camino, víctimas de abusos y arbitrariedades, la
sociedad ya no quiere más violencia todos somos parte de una sociedad,
queremos paz y tranquilidad”, dijo fray Michael Perry, durante su intervención.
Al finalizar, en el albergue “Las Patronas” se instaló una placa en el
lugar en el que se construirá una capilla donde rezarán los migrantes
antes de seguir su camino.El encuentro culmino con un encuentro
fraterno, donde el menú que repartieron a los invitados fue arroz, huevo
con jamón, frijoles y tortillas.
Fray
Gabriel Bekhit, fraile franciscano de la ‘Sagrada Familia de Egipto’
recuerda con dolor los ataques del Estado Islámico en Suez (Egipto). Sin
embargo, explica que en un momento de tanto dolor y sufrimiento,
renació la fe de sus 100 parroquianos y el diálogo con los musulmanes. “Doy gracias a Dios por el ataque. El Señor hizo fluir la bondad de esa mala acción “, detalla el párroco.
Sentado
en un sillón en el seminario franciscano de El Cairo, el padre Gabriel
Bekhit, fraile franciscano de la ‘Sagrada Familia de Egipto’ relata en
primera persona las atrocidades que llevó a cabo el Estado Islámico en
Suez (Egipto) en 2013.
Pero más allá del sufrimiento de
los primeros días, los cristianos de esta población lograron no sólo
incrementar su fe, sino el diálogo con los musulmanes. Y, es que, la fe
mueve montañas.
“Me quité la túnica para evitar ser reconocido”
El fraile lo cuenta así: “Fue
el 14 de agosto de 2013. Un grupo de partidarios del presidente egipcio
Mohamed Morsi atacó nuestra iglesia latina dedicada a la Inmaculada
Concepción de Suez. Destruyeron e incendiaron los accesorios,
las vestiduras litúrgicas y los textos sagrados. Decapitaron las
estatuas de los santos. No satisfechos con la devastación,
dieron rienda suelta a su violencia atacando nuestro convento y la
escuela adyacente (…). Ese día yo estaba fuera de la ciudad, logré
regresar a la iglesia y a la escuela al mediodía. Afuera había un tanque
del ejército británico incendiado por los manifestantes. Yo quería
llegar a la iglesia que estaba en llamas, pero no tuve éxito. Me quité
el habito para evitar ser reconocido y, por lo tanto, atacado. Pero era
demasiado peligroso ir a cualquier lugar cerca de la iglesia, y tuve que
desistir”.
En los días siguientes el Estado Islámico siguió sembrando el terror entre los cristianos de Suez,
una ciudad situada a 300 km de El Cairo, atacando escuelas,
instituciones, hogares y todo tipo de tiendas. Una ola de violencia
devastó la vida de cientos de inocentes, tal y como lo recoge el diario Agensir.
Reconstruyendo la fe
Tras
lo sucedido, solo quedaba evaluar los daños y apoyar a las victimas.
En los meses que siguieron al ataque, el fray Gabriel señala que “durmió
con varios feligreses en el convento sin ventanas ni puertas”. El
trabajo de reconstrucción duró menos de un año, gracias a la ayuda del
Ejército, aunque no todo fue reconstruido. Hoy, los restos de una
estatua de San Antonio decapitada por extremistas islámicos, se erige
como un icono del ataque. “Decidimos dejarlo como está, en recuerdo de esos trágicos eventos”, asegura este franciscano.
Y añade:“Morir
para volver a la vida. A pesar de tal violencia atroz, sentimos que
estábamos siendo sostenidos por una fuerza del cielo que nos permitía
estar allí, ayudar a nuestra gente”.
Renacimiento del diálogo entre musulmanes y cristianos
De hecho, lo que este pueblo experimentó es el renacimiento del diálogo con sus vecinos musulmanes.
Así, en medio de las medidas de seguridad reforzadas por el Ejército y
la Policía, continúa la vida de la comunidad eclesial de la parroquia
latina de Suez. “Nuestras condiciones son mucho mejores hoy que hace unos años. La actitud hacia la población cristiana está cambiando, ya no es tan violenta como lo era en el pasado”, explica el padre Gabriel.
Pero, ¿qué pasa con la declaración de guerra del Estado Islámico a los cristianos? “No nos preocupa – afirma el fraile franciscano-. Continuamos dando testimonio de la bondad y el perdón, sirviendo a todos los necesitados y, sobre todo, ofreciendo educación en nuestro instituto. Escuela, entrenamiento, educación”.
Educar para la convivencia y el respeto
“Lo
que cuenta – recalca el padre Gabriel- es enseñar, educar para la
convivencia y el respeto, y contrarrestar el lenguaje violento que se
encuentra en diversas escuelas coránicas. Hay muchos
fundamentalistas islámicos en Suez, muchos de los cuales envían a sus
hijos a nuestra escuela con más de mil estudiantes, el 80% de los cuales
son musulmanes”.
En este sentido, el fraile y sus feligreses continúan con sus vidas sin miedos, como hizo san Francisco cuando fue “al lugar donde estaba el lobo”. En este caso, es la sede de los salafistas que está ubicada en el lado opuesto de la iglesia. “Los
salafistas nunca han aceptado la presencia de frailes en Suez. Por
nuestra parte, tratamos de establecer relaciones amistosas y respetuosas
con todos “, insiste el fraile franciscano.
Y después de un comienzo difícil, el diálogo comienza a dar los primeros frutos: “La
atmósfera ha mejorado. Intercambiamos deseos para Ramadán y para
nuestras fiestas cristianas. En las navidades del año pasado, los
propietarios musulmanes de la zona ofrecieron bebidas y dulces a toda la
parroquia”, concluye el padre Gabriel.
En honor al Señor, puedes ofrecerle
pequeños sacrificios durante los 40 días que dura la Cuaresma. A continuación,
encontrarás algunas sugerencias de ayuno:
Ayunaré de juzgar a otros. Descubriré a Cristo que vive en ellos.
Ayunaré de palabras hirientes y diré frases sanadoras.
Ayunaré del egoísmo. Viviré en gratuidad.
Ayunaré de enojos. Procuraré vivir en paciencia.
Ayunaré de pesimismo. Me llenaré de esperanza.
Ayunaré de preocupaciones. Confiaré más en Dios.
Ayunaré de quejarme. Daré gracias a Dios por la maravilla de la vida.
Ayunaré de la angustia. Oraré con más frecuencia
Ayunaré de rencores. Practicaré el perdón.
Ayunaré de darme importancia a mí mismo. Seré compasivo con los demás.
Ayunaré de ansiedad sobre mis cosas. Me comprometeré en la propagación del Reino.
Ayunaré de desalientos. Me llenaré de entusiasmo de la fe.
Ayunaré de todo lo que me separe de Jesús. Intentaré vivir muy cerca de Él.
Ayunaré de hacer gastos superfluos. Daré dinero a los necesitados.
Ayunaré de perder el tiempo inútilmente. Ofreceré mi tiempo al que me lo pida.
Ayunaré de desprecios hacia los demás. Veré en toda persona a un hermano.
Ayunaré de excesos gastronómicos. Tendré hambre y sed de justicia.
Ayunaré, Señor, para tener hambre de Ti y, para que pensando sólo en Ti, un día pueda
estar junto a Ti.
«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos
a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma,
«signo sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la
posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a
vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago
inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al
crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).
Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos
y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos,
precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús,
respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran
tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la
comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos
falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la
caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?
Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las
emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde
ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas
de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad.
Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del
dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses
mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen
presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones
sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo
resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que
se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar
y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan
cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones
parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan
dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin
valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y
la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a
pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene
vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es
«mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien
y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada
uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su
corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos
profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato,
superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro
interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y
ciertamente sirven para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo
sentado en un trono de hielo; su morada es el hielo del amor
extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la
caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el
riesgo de apagarse en nosotros? Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de
todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por
tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con
nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus
Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que se dirige
contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»:
el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el
extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras
expectativas.
También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la
caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados
por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que
recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las
migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su
gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de
muerte. El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación
apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más
evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el
pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas
guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo
de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes
he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina
a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el
dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón
descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros
mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro
Padre y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a
descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío.
Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un
auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría
que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la
posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio
concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito
hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a
participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene»
(2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que
muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones
que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras
relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos
que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es
una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos;
y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer
también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en
generosidad?[6]
El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y
constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos
permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo
indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la
condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la
vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios
y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el
único que sacia nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica,
para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad,
dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros,
porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la
frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el
sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a
Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda
para nuestros hermanos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo
el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la
oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la
caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre
nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que
este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la
Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018
tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las
palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis,
al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas,
para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el
cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco
disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de
Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón
y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma
experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra
del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón
volverá a arder de fe, esperanza y caridad. Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí. FRANCISCO.
Has tenido pérdidas?, muertes de personas cercanas y familiares, has fallado en tu matrimonio?, te han despedido injustamente?, has sido asaltado y robado?, calumniado?...Tu puedes dejar de ser una vasija rota y convertirte en una vasija restaurada con oro, el oro de la restauracion interna y externa una restauracion que nunca te volerá a dejar igual que como un inicio... te hará una resatauracion mejor que en su estado original... aqui en esta pequeña historia vamos a aprender de una técnica milenaria llamada KINTSUGI originada en Japon está hoy en dia puesta a nuestra disposicion...este técnnica milenaria aplicada a todo ser humano de todas épocas y creencias... A nosotros cristianos catpolicos el oro que nos restaura es el Amor de Dios, el amor de nuestros seres queridos, el amor hacia nosotros mismos que nos convierte en una mejor persona que en un comienzo.
Hay aconteceres de la vida que nos
rompen el alma en cuatro pedazos, la muerte de un amigo, por ejemplo.
Entonces, el alma se recompone lentamente, trozo a trozo, con la ayuda y
el consuelo de la fe o con la resignación humana frente a lo
inevitable, hasta llegar a parecer la
que era, pero sólo a parecerlo. El
alma queda llena de arañazos irreparables e incluso cruzada por grietas
y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado un tiempo, la vida
sigue.
En otras ocasiones lo que se quebranta es la imagen
idealizada que tenemos de algo o de alguien, como cuando viajas por vez
primera a una ciudad de la que crees conocer cada calle y cada rincón
gracias a la literatura o al cine y que, cuando la pisas realmente,
descubres sin embargo que ni huele, ni suena, ni palpita como pensabas
que lo haría. Mucha culpa de esto la tiene la publicidad, en estos
tiempos en que, como decía el otro día José Varela Ortega, quien soporta
con estoicismo gallego que lo estemos comparando permanentemente con su
ilustre abuelo, José Ortega y Gasset, en estos tiempos en que
progresamos de la imagen a la palabra y no de la palbra a la imagen como
venía siendo lo natural. Ves un pastel en el escaparate de una
confitería y, como cuando eras niño, te imaginas los sabores y aromas
que posee, las diferentes tonalidades de dulces, desde el ligero dulzor
del bizcocho hasta intenso azucarado de la glassé, la textura crujiente
de la almendra o del coco picados, la untuosidad de la mantequilla o la
liviandad de la gelatina, y todo ello para descubrir un minuto después,
cuando te lo llevas a la boca, solo el dulce intenso, algo metálico y
artificial de los edulcorantes industriales.
Ocurre igual con las
personas, sobre todo con aquéllas de las que tienes una idea configurada
por datos externos, como ocurre con una persona pública o famosa, de la
admiras su simpatía y locuacidad para descubrir, el día que tienes la
desgracia de conocerla, que es un ser taciturno y engreído, o un pobre
infeliz con el que apenas puedes hilvanar dos frases en una
conversación. O con aquella persona de la que tienes únicamente
referencias muy superficiales, como ésa con la que te cruzas cada día
sin cambiar apenas una mirada, y de la que, sin embargo, te has
construido una historia llena de conjeturas. Y ocurre también con muchos
a los que creías conocer bien que, llegado el momento de la adversidad o
de la buena fortuna, o te abandonan como antes no lo hacían, o te
persiguen como jamás lo hubieran hecho. De lo que hablo es de la
fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su
imagen rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos
denodados para restituir la imagen a su estado anterior y de cómo
fracasamos siempre en el intento.
Los japoneses tienen la creencia
de que cuando alguna cosa ha sufrido un daño adquiere una historia
personal y única que la hace más hermosa. Por eso, para reparar la
cerámica fracturada aplican un técnica tradicional de restauración
llamada Kintsugi o Kintsukuroi, que significa «carpintería o reparación
de oro», para lo que agrandan la fractura y la rellenan con un barniz de
resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro, plata o platino. La
pieza así restaurada no trata de replicar el aspecto intacto de la
cerámica nueva ni de ocultar o disimular los daños, sino que los resalta
ennoblecidos con el oro o la plata para transformarla otra vez, eso sí,
en algo completo.
El Kintsugi celebra la dialéctica entre la
totalidad y la fragmentación, descubre y realza la belleza de lo roto,
de lo quebrado, pone de relieve la historia única y singular de ese vaso
o de ese jarrón troceado que, sin embargo, renace a la vida como una
pieza completa pero estéticamente transformada. Tan singular es la
restauración, tan personales sus resultados, que las piezas así
reintegradas son con frecuencia más valiosas que los ejemplares
intactos.
El Kintsugi es también la fórmula magistral de la eterna
juventud. Una vasija quebrada y recompuesta con lañas de alambre o con
un mal adhesivo siempre será una vasija vieja, pero si sus viejas
cicatrices la cruzan recubiertas de oro, la vasija ya no es vieja, sino
joven, ya no es fea, sino que se ha transformado en una obra de arte. Y
así ocurre con las personas. Las cicatrices forman parte de nosotros,
frágiles piezas de cerámica, y a través de ellas se puede leer la vida
de cada uno. Aquél que no deja que sus cicatrices se queden en viejos
costurones sino que las transforma en en vetas de oro, ése permanece
eternamente joven y eternamente bello.
Esta es la historia de un campesino que vivía de vender agua en el mercado.
Tenía unas diez tinajas. Todos los días se ponía un palo sobre los
hombros desde muy temprano. En cada extremo colgaba una tinaja y la
llevaba hasta el pozo y luego hasta el centro del pueblo. Sin embargo,
entre esos recipientes había una vasija agrietada.
Curiosamente, este hombre trabajador, siempre tomaba la vasija agrietada para hacer el primer viaje del día.
La llevaba, junto con una vasija en perfecto estado, hasta el pozo en
donde estaba el agua. Recogía pacientemente el líquido y luego lo
transportaba por más de dos kilómetros.
“Útil es todo lo que nos da felicidad”. -Auguste Rodin-
Como es obvio, cuando llegaba al mercado, la vasija agrietada ya había perdido gran parte del agua que contenía. Así, el campesino solo podía cobrar la mitad de lo pactado por ella. En cambio la vasija buena iba rebosante y le permitía cobrar la cantidad completa.
La vergüenza de la vasija agrietada
Pronto las demás vasijas comenzaron a comentar entre sí la situación. No se explicaban por qué el hombre aún conservaba la vasija agrietada, ya que le hacía perder dinero todos los días. Tampoco entendían por qué siempre la llevaba la primera en su recorrido diario.
Por otro lado, la vasija agrietada comenzó a sentir vergüenza.
Había acompañado al campesino durante los últimos diez años y le tenía
gran aprecio. Se sentía mal al darse cuenta de que solo le servía de
estorbo. Tampoco entendía por qué no la había tirado a la basura.
Recordaba los tiempos en los que ella era también una maravillosa
vasija, muy útil a su dueño. No tenía un solo defecto. Era una de las
más fuertes en ese diario trajinar. Sin embargo, un día el campesino había tropezado. Fue entonces cuando había quedado casi rota y parcialmente inservible. Hacía tiempo de eso y el hombre todavía no se deshacía de ella.
El camino del agua
El campesino solía hacer algo que a la vasija agrietada y a las demás
les llamaba la atención. En ciertas épocas, durante su camino diario
hacia el pozo con los recipientes vacíos, el hombre metía su mano entre el bolsillo y regaba algo en el camino. Ninguna sabía de qué se trataba.
De repente el campesino dejaba de llevar ese algo en los bolsillos y de arrojarlo a la vera del camino, por algún tiempo. Luego volvía a hacer lo mismo, pero por la orilla opuesta.
A todas las vasijas les intrigaba, pero como era algo que no hacía todo
el tiempo, pronto se olvidaban del asunto y se les pasaba la
curiosidad.
Las conversaciones entre las vasijas nuevas atormentaban a la vasija
agrietada. En realidad, lamentaba ser tan poco útil y causarle
perjuicios a quien la había comprado y la había cuidado por tanto
tiempo. Así que, sin pensarlo más, decidió hablar con el campesino para que la tirara.
Una hermosa moraleja
Una noche, cuando ya el campesino se disponía a descansar, la vasija
agrietada lo llamó y le dijo que necesitaba hablar con él. El hombre se
dispuso a escucharla, muy atento a lo que quería decirle. Ella, sin más
preámbulos, le dijo lo que pensaba. Sabía que él la apreciaba, pero ella
no estaba acostumbrada a ser una inútil. No quería que la conservara simplemente por compasión. Lo que debía hacer era tirarla a la basura y acabar con todo esto de una vez.
El campesino sonrió al escucharla. Le dijo que jamás había pensado en
tirarla porque realmente le era muy útil. “¿Útil?”, preguntó ella. Cómo
iba a ser útil, si solo le hacía perder dinero todos los días. El
hombre le pidió que guardara calma. Al día siguiente le mostraría por qué la valoraba tanto. La vasija agrietada casi no pudo dormir.
Al día siguiente, el campesino le dijo: “Te pido que por favor
observes todo lo que hay a lado y lado del camino hacia el pozo”. La
vasija entonces se puso muy atenta. Miraba a ambos lados y solo conseguía ver un hermoso sendero lleno de flores en botón. Cuando llegaron al pozo, le dijo al campesino que no había visto nada que le diera una respuesta.
El hombre la miró con cariño y le dijo: “Desde que te agrietaste,
pensé en la mejor manera de que siguieras siendo de provecho. Así que decidí esparcir semillas de vez en cuando por el camino. Gracias a ti he podido regarlas todos los días.
Y gracias a ti cuando todo florece puedo tomar algunas plantas y
venderlas en el mercado por un precio superior al del agua”. La vasija
agrietada entendió entonces cuál era su bonita misión.
Hacer el ridículo es uno de los grandes temores de quienes se toman muy a pecho su propio ego.
Por supuesto que no cometer errores o no mostrar debilidades,
especialmente en determinados momentos críticos, puede ayudarnos. Pero
si eso no sucede, incluso en esos momentos a los que nos referimos,
tampoco es el fin del mundo. El sentimiento de ridículo se experimenta como algo más que una simple vergüenza.
Por lo general, un error, equivocación o fallo se asocian a la
desaprobación. Sin embargo, en el caso del ridículo lo que se “escucha
de fondo” es la risa y es precisamente esa burla la que incrementa el
efecto de vergüenza. Así, estamos ante un escenario que también puede
generar desconcierto o tensión. En el fondo, lo que hace que algo sea ridículo es su desproporción o inadecuación. De ahí que las situaciones formales sean un campo abonado para que se dé.
Estas usualmente imponen protocolos más o menos rígidos, por lo que
salirse del canon es relativamente fácil. Pese a esto, el ridículo es
tan democrático que se puede hacer en cualquier parte. Nadie escapa a él
y todos alguna vez hemos probado su sabor.
El payaso y el ridículo
El payaso es precisamente ese personaje que hace del ridículo su material de comedia. Los payasos representan todo aquello que puede considerarse ridículo.
Su vestimenta es exagerada, bizarra. Sus enormes zapatos, sus narices
rojas y el maquillaje del rostro les dan una apariencia de absurdo.
Emplean prendas que simulan un corte elegante, como el de un traje,
plagado de colores y elementos muy llamativos. Buena parte de la rutina de los payasos consiste en tropezar y caer.
Lo que causa hilaridad entre el público es que siempre son víctimas de
su propia distracción. Están pendientes de otra cosa y de repente algo
se interpone en su camino, para luego caer al suelo. Y caen de manera
aparatosa, nunca de manera discreta. Una buena función de payasos está llena de malentendidos. Se comen un pedazo de cartón pensando que era una torta. O le dan un beso
a algo horrible, creyendo juntar los labios con una mujer preciosa. O
emprenden la misión equivocada porque interpretaron de otra manera las
instrucciones. El mundo de los payasos es el mundo del ridículo, pero
también el de las risas inocentes.
Reírse de uno mismo
En realidad, solo se hace el ridículo, en sentido estricto,
cuando quien comete la equivocación o cae en el error se lo toma
demasiado en serio. Si alguien, por ejemplo, no sabe bailar,
pero pretende aparentar que sí, puede verse muy ridículo y desatar
risas. En cambio, si acepta que no sabe bailar y se divierte con sus
propias limitaciones, resulta simpático. ¿En qué radica la diferencia entre una y otra situación? Esto se reduce solo a una palabra: autoestima. Alguien con una autoestima fortalecida siempre es capaz de reírse de sí mismo, porque se acepta.
Esto incluye tolerar sus propios errores o equivocaciones. En cambio,
cuando lo que hay es inseguridad y falta de confianza en lo que somos,
el caer en un ridículo puede ser una herida emocional fuerte. El verdadero error está en creer que uno solo es digno de aprecio cuando acierta o atina.
Cuando no comete errores. Cuando no hace o dice algo inapropiado. En
ese caso no hay verdadero aprecio por uno mismo, sino más bien una
autovaloración simulada.
Navegar en el ridículo
Todos tenemos facetas o comportamientos torpes o poco adaptados. Es
natural. Es suficiente con una distracción o con un pequeño malentendido
para que caigamos en ese error o equivocación en términos sociales. Frente a esto, solo hay un antídoto: ser genuinos y, por lo tanto, humildes.
No podemos pretender hacer lo correcto en todas las circunstancias. Lo
que sí podemos hacer es trabajar para sentirnos orgullosos de lo que
somos, para perfilar un retrato en el que se aprecie una persona íntegra.
Esto es, con defectos, virtudes, errores y aciertos. Eso nos permitirá
eliminar ese deseo de ocultarnos, de disimular o de permitirnos mostrar
solo las facetas que anticipamos que más le van a gustar a los demás. Podemos llegar a familiarizarnos con el ridículo.
Adoptando gestos o posturas absurdas frente al espejo o saliendo a la
calle sin arreglarnos demasiado. Poniéndonos algo original que llame la
atención o genere sorpresa. Si lo hacemos, nos daremos cuenta de que
seguiremos siendo los mismos e incluso estaremos en disposición de
acompañar las risas de aquellos a los que les causemos gracia. Lo más importante es que, cuando nos permitimos hacer el ridículo de
vez en cuando, sin que eso nos afecte, también descubrimos que así
podemos vivir más relajados y más felices. Nada alimenta tanto al sentimiento de plenitud como el ser espontáneos. Nada nos hace tan seguros como liberarnos de lo que anticipamos que pensaran los demás.
Las personas se pasan la mayor parte de su vida sintiéndose ofendidas por lo que alguien les hizo. La sorprendente revelación que te voy a hacer, va a cambiar tu vida… ¡Nadie te ha ofendido! Son tus expectativas de lo que esperabas de esas personas, las que te hieren…
Y las expectativas las creas tú con tus pensamientos. No son reales. Son imaginarias. Si tú esperabas que tus padres te dieran más amor y no te lo dieron, no tienes por qué sentirte ofendido. Son tus expectativas de lo que un padre ideal debió hacer contigo, las que fueron violadas. Tus ideas son las que te lastiman.
Si esperabas que tu pareja reaccionara de tal o cual forma y no lo hizo… Tu pareja no te ha hecho nada. Es la diferencia entre las atenciones que esperabas tuviera contigo y las que realmente tuvo, las que te hieren. Nuevamente, eso está en tu imaginación. ¿Enojado con Dios? Son tus creencias de lo que debería hacer Dios, las que te lastiman. Dios jamás ofende ni daña a nadie. Un hábito requiere de todas sus partes para funcionar. Si pierde una, el hábito se desarma.
El hábito de sentirte ofendido por lo que te hacen otros (en realidad nadie te hace nada) desaparecerá cuando conozcas mejor la fuente de las “ofensas”.
Cuando nacemos, somos auténticos Pero nuestra verdadera naturaleza, es suprimida y sustituida artificialmente por conceptos que nuestros padres, la sociedad y televisión nos enseñan. Y crean una novela falsa de cómo deberían ser las cosas en todos los aspectos de tu vida y de cómo deben actuar los demás.
Una de las mayores fuentes de ofensas es la de tratar de imponer el punto de vista de una persona a otra y guiar su vida. Cuando le dices lo que debe hacer y te dice “no”, creas resentimientos por partida doble.
Primero, te sientes ofendido porque no hizo lo que querías.
Segundo, la otra persona se ofende porque no la aceptaste como es. Y es un círculo vicioso. Todas las personas tienen el derecho divino de guiar su vida como les plazca. Aprenderán de sus errores por sí mismos. ¡Déjalos ser! nadie te pertenece.
Las personas son un río caudaloso. Cualquier intento de atraparlas te va a lastimar. Ámalas, disfrútalas y déjalas ir.
1.-Entiende que nadie te ha ofendido. Son tus ideas acerca de cómo deberían actuar las personas y Dios, las que te hieren. Estas ideas son producto de una máscara social, que has aprendido desde tu infancia de forma inconsciente. Reconoce que la mayoría de las personas NUNCA va a cuadrar con esas ideas que tienes. Porque ellos tienen las suyas.
2.-Deja a las personas Ser. Deja que guíen su vida como mejor les plazca. Es su responsabilidad. Dales consejos si te los piden, pero permite que tomen sus decisiones. Es su derecho divino por nacimiento: el libre albedrío y la libertad.
3.-Nadie te pertenece. Ni tus padres, ni amigos ni parejas. Todos formamos parte del engranaje de la naturaleza. Deja fluir las cosas sin resistirte a ellas. Vive y deja vivir.
4.-Deja de pensar demasiado. Ábrete a la posibilidad de nuevas experiencias. No utilices tu inventario. Abre los ojos y observa el fluir de la vida como es. Cuando limpias tu visión de lentes oscuros y te los quitas, el resultado es la limpieza de visión.
5.-La perfección no existe. Ni el padre, amigo, pareja perfectos. Es un concepto creado por la mente humana que a un nivel intelectual puedes comprender, pero en la realidad NO EXISTE. Porque es un concepto imaginario. Un bosque perfecto serían puros árboles, Sol, no bichos… ¿existe? No. Para un pez, el mar perfecto sería aquel donde no hay depredadores ¿existe? No. Solo a un nivel intelectual. En la realidad JAMÁS VA A EXISTIR.
Naturalmente, al pez solo le queda disfrutar de la realidad. Cualquier frustración de que el mar no es como quiere que sea no tiene sentido. Deja de resistirte a que las personas no son como quieres o no piensan como tú. Acepta a las personas como el pez acepta al mar y ámalas como son.
6.- Disfruta de la vida. La vida real es más hermosa y excitante que cualquier idea que tienes del mundo. Me complacerá decírtelo por experiencia.
7.- Imagina a esa persona que te ofendió en el pasado. Imagínate que ambos están cómodamente sentados. Dile por qué te ofendió. Escucha su explicación amorosa de por qué lo hizo. Y perdónala. Si un ser querido ya no está en este mundo, utiliza esta dinámica para decirle lo que quieres. Escucha su respuesta. Y dile adiós. Te dará una enorme paz.
8.- A la luz del corto período de vida que tenemos, solo tenemos tiempo para vivir, disfrutar y ser felices. Nuestra compañera la muerte en cualquier momento, de forma imprevista, nos puede tomar entre sus brazos. Es superfluo e inútil gastar el tiempo en pensar en las ofensas de otros. No puedes darte ese lujo.
9.- Es natural pasar por un periodo de duelo al perdonar, deja que tu herida sane. Descárgate (no confundir con desquitarse) con alguien para dejar fluir el dolor. Vuelve a leer este artículo las veces necesarias y deja que los conceptos empiecen a sembrar semillas de consciencia en tu interior. Aprende con honestidad los errores que cometiste, prométete que no lo volverás a hacer y regresa a vivir la vida...
Él quería que sus hijos aprendiesen a no juzgar de manera apresurada.
Por eso, a lo largo del año, mandó que cada uno de ellos viajase hasta una localidad
distante, donde había un peral plantado.
Después de que volviese el último hijo, el hombre los reunió y pidió a cada uno que
les describiera lo que habían visto.
El primero dijo que el árbol era feo y retorcido.
El segundo hijo manifestó su desacuerdo, indicando que el árbol tenía hojas verdes y
estaba cubierto de preciosas flores de aroma tan dulce que él se arriesgaría a decir que
eran las flores más graciosas que había visto.
El tercer hijo argumentó que estaban confundidos, ya que el árbol estaba repleto de
frutos dorados, bellos y sabrosos. El árbol estaba tan cargado de frutos que estaba
arqueado y lleno de vida.
El último hijo no estuvo de acuerdo con los demás, diciendo que el árbol no tenía
flores ni frutos, aunque sí hojas coloridas con los más bellos tonos de rojo y dorado.
El hombre explicó a sus hijos que todos estaban en lo cierto, pues cada uno había visto
el árbol en una estación diferente. Agregó que no se puede juzgar un árbol o a una
persona por sólo una estación.
La vida sólo puede ser cuantificado al final, cuando todas las estaciones se completen.
Quien desiste delante del invierno, pierde las delicias de las demás estaciones.