sábado, 16 de noviembre de 2019

Quien pierde gana...

Una de las enseñanzas de Jesús más contracultural es la de perder para ganar. No estamos educados para perder pero tampoco sabemos muy bien qué hacer cuando ganamos o cómo vivir cuando alcanzamos nuestras metas o tenemos «éxito». Para muchas personas el «éxito» ha sido el comienzo de su ruina y, para otras, el «fracaso», fue el inicio de una vida nueva y plena.

La fecundidad de la vida no viene de «retener» sino de «entregar». Para que nuestra vida sea fecunda hay que estar dispuestos a perder, soltar o abandonar. La posesión expresa egoísmo mientras que soltar, entregar y darse, es la manifestación de un corazón que está libre para crecer. Hoy, la enseñanza de Jesús «el que pretenda guardar su vida la perderá; y el que la pierda la recobrará» sigue siendo un gran desafío. P. Javier Rojas, SJ @jrojassj

«La necesidad de Orar»


 A veces, la Oración no se siente como una necesidad.

 Tal vez hay días en los que uno no reza en absoluto, o reza de una manera tan formal, o tan por costumbre y hábito, que la oración no ha llegado a Dios ni tocado el Corazón.

 Lo que más frecuentemente atrae son las urgencias «buenas», los programas pastorales, las iniciativas de caridad, la atención a los demás.

 La Oración da el alma a todo esto.

 Siempre que se hace algo por los demás, sin Oración, se pierde la capacidad de mirar con Fe la realidad que nos rodea y las situaciones que vivimos.

 No basta con ser conscientes de las motivaciones evangélicas que subyacen en nuestras actividades: La Oración es necesaria para que estas motivaciones estén vivas en nosotros.

 Jesús pregunta si, a su regreso, encontrará Fe en la Tierra...

 Evidentemente, existe el riesgo siempre presente de hacer el bien, pero sin Fe.

 La Oración hace necesaria la Fe.

 ¡Atento! Si tu Fe es débil, ni siquiera sentirás que es necesario orar.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Gotitas de Sabiduría.






Una pregunta vital: ¿cuál es tu cesto?



Te contaba -creo, lo he contado a tantos…- que esta temporada estoy leyendo algunos libros sobre Francisco de Asís; un santo que, cuanto más lo conoces, más grande ves que es. Quiero hoy compartir contigo uno de los episodios de su vida que me impactó.
Lo narra Éloi Leclerc (bretón, como mi mujer) en una obra tan breve como -así me la definieron- deliciosa: Sabiduría de un pobre. Se refiere, lógicamente, al Hermano de Asís. Vamos con ella. Te pido que leas despacio, que saborees, que medites. Son tres minutos. Despacio…
Por el humo se sabe dónde está el fuego…
“Una delgada columna de humo azulado se elevaba al borde del bosque, no lejos de la ermita. … Parecía formar parte del paisaje y, sin embargo, intrigaba al hermano León.

Este humo era insólito. ¿A quién se le habría ocurrido encender un fuego tan de mañana? León quiso salir de dudas. 

Se adelantó, separó las ramas de los arbustos y vio, a un tiro de piedra, a Francisco mismo, de pie junto a un pobre fuego. ¿Qué diablos estaría quemando? Le vio que se agachaba, que recogía una piña y la echaba a las llamas.

León dudó un instante, después se arrimó despacito.

– ¿Qué estás quemando ahí, padre?
– Un cesto – respondió simplemente Francisco.
León miró de más cerca. Distinguió los restos de un cesto de mimbre que acababa de quemarse.

– ¿No será – dijo – el cesto que estabas haciendo estos días, verdad?
– Sí, el mismo – respondió Francisco.

– ¿Y por qué lo has quemado? ¿No te gustaba como había quedado? – preguntó León asombrado.
– Sí, quedaba muy bien, hasta casi demasiado bien – replicó Francisco.
– Pero, entonces, ¿por qué lo has quemado?


– Porque hace un momento, mientras rezábamos tercia, me distraía tanto que acaparaba toda mi atención. Era justo que en recompensa lo sacrificara al Señor – explicó Francisco.
León se quedó con la boca abierta. Por más que se empeñara en comprender a Francisco, sus reacciones le sorprendían siempre. Esta vez el gesto de Francisco le parecía de una severidad excesiva.

– Padre, no te comprendo. Si fuera preciso quemar todo lo que nos distrae en la oración no se terminaría nunca – murmuró León después de un momento de silencio.
Francisco no respondió nada.

– Sabías – añadió León – que el hermano Silvestre contaba con el cesto. Le hacía falta y lo estaba esperando con impaciencia.

– Sí, ya lo sé – respondió Francisco -. Le haré otro en seguida, pero era necesario quemar este, esto era más urgente.

El cesto había acabado de quemarse. Francisco apagó con una piedra lo que quedaba de fuego y, cogiendo a León por el brazo, le dijo:
– Ven, voy a decirte por qué he obrado así.

Le llevó un poco más allá, junto a un macizo de mimbres; cortó un número bastante grande de varillas flexibles, (y) después, sentándose en el mismo suelo, empezó otro cesto. León se había sentado a su lado, esperando las explicaciones del padre.

– …Nada más lamentable que una comunidad en donde no se trabaja -señaló Francisco-; pero el trabajo no es todo, hermano León, no lo resuelve todo, puede ser incluso un obstáculo temible a la verdadera libertad del hombre; es así cada vez que el hombre se deja acaparar de su obra hasta el punto de olvidarse de adorar al Dios viviente y verdadero; por eso nos es preciso velar celosamente para no dejar apagar en nosotros el espíritu de oración. Eso es más importante que todo.

– Lo comprendo, padre – dijo León -, pero no vamos a destruir nuestra obra cada vez que nos distraiga en la oración.

– Desde luego – dijo Francisco -. Lo importante es estar presto a hacer este sacrificio al Señor. Solo con esta condición el hombre conserva su alma disponible. En la antigua ley, los hombres sacrificaban al Señor las primicias de sus cosechas y de sus rebaños. 

No dudaban de deshacerse de lo más hermoso que tenían. Era un gesto de adoración, pero también de liberación. El hombre mantenía así su alma abierta. 

Lo que sacrificaba ensanchaba su horizonte hasta el infinito. En eso estaba el secreto de su libertad y de su grandeza.

– Sí, hermano León – dijo con mucha calma -, el hombre no es grande hasta que se eleva por encima de su obra para no ver más que a Dios. 

Solamente entonces alcanza toda su talla. Pero esto es difícil, muy difícil. Quemar un cesto de mimbre que ha hecho uno mismo no es nada, ya ves, aunque esté muy bien hecho; pero despegarse de la obra de toda una vida es algo muy distinto. Ese renunciamiento está por encima de las fuerzas humanas.

Para seguir un llamamiento de Dios el hombre se da a fondo a una obra. Lo hace apasionadamente y con entusiasmo. Eso es bueno y necesario. 

Sólo el entusiasmo es creador; pero crear algo es también marcarlo con su sello, hacerlo suyo inevitablemente. El servidor de Dios corre entonces su mayor peligro. 

Esta obra que ha hecho, en la medida en que él se apega, se hace para él el centro del mundo; le pone en un estado de indisponibilidad radical. 

Será preciso un romperse para arrancarle de ella. Gracias a Dios, este rompimiento puede producirse, pero los medios providenciales puestos entonces en marcha son temibles: son la incomprensión, la contradicción, el sufrimiento, el fracaso y, a veces, hasta el pecado mismo Dios lo permite. 

La vida de fe hace entonces su crisis más profunda, más decisiva también. Esta crisis inevitable se presenta más pronto o más tarde en todos los estados de vida. 

El hombre se ha consagrado a fondo a su obra y ha creído darle gloria a Dios por su generosidad, y he aquí que, de repente, Dios parece abandonarle a sí mismo, no interesarse por lo que hace. Aún más, Dios parece pedirle que renuncie a su hora, que abandone eso a lo que se ha entregado en cuerpo y alma durante tantos años con alegría y con trabajos.

“Coge a tu hijo, a tu único, al que tú amas, y vete al país de Moria y allí ofrécemelo en holocausto.” 

Esta palabra terrible dirigida por Dios a Abraham no hay verdadero servidor de Dios que no la oiga un día a su vez. 

Abraham había creído en la promesa que Dios le había hecho de darle una posteridad. Durante veinte años había esperado su realización. No había desesperado. Y cuando por fin había llegado el niño, sobre el que reposaba la promesa, entonces Dios exige a Abraham que lo sacrifique. Sin ninguna explicación. 


El golpe era rudo e incomprensible. Pues bien: eso mismo es lo que Dios nos pide a nosotros también un día u otro. Entre Dios y el hombre parece que no se habla el mismo lenguaje. Ha surgido una incomprensión. Dios había llamado y el hombre había respondido. Ahora el hombre llama, pero Dios se calla. 

Momento trágico en que la vida religiosa limita con la desesperación, en que el hombre lucha completamente solo en la noche con el inaprensible. Ha creído que le bastaría con hacer esto o aquello para ser agradable a Dios, pero es a él a quien se exige. 

El hombre no es salvado por sus obras, por muy buenas que sean. Es preciso que se haga él mismo obra de Dios. Debe hacerse más maleable y más humilde en las manos de su Creador que la arcilla en manos del alfarero. 

Más flexible y más paciente que el mimbre entre los dedos del que hace cestos. Más pobre y más abandonado que la madera muerta en el bosque en el corazón del invierno. Solamente a partir de este estado de abandono y en esta confesión de pobreza, el hombre puede abrir a Dios un crédito ilimitado, confiándole la iniciativa absoluta de su existencia y de su salvación. Y entra entonces en una santa obediencia. 

Se hace niño y juega el juego divino de la creación. Más allá del dolor y del gozo, llega al conocimiento de la alegría y del poder. Puede mirar con un corazón igual al sol y a la muerte. Con la misma gravedad y con la misma alegría.

León se callaba. … Francisco continuaba su trabajo, y su mano tejía el mimbre sin temblar, como jugando…”.
Todos tenemos nuestro cesto
Es ese en el que nos afanamos en un momento dado de la vida. Un cesto que puede ser bello, estar muy bien hecho…

Bien hecho está, por cierto, el libro de Éloi Leclerc. Te animo a comprarlo.
Permíteme una broma: afortunadamente, su autor no lo quemó. ¡Y mira que lleva fuego dentro!

Lo que nunca sabremos es si Leclerc quemó un borrador, un libro previo; pues no cabe duda de que interiorizó -y de qué manera- lo que expresaba su Hermano Francisco, el Pobre de Asís.

Te dejo pensar. Hasta que eches humo…
Yo, mientras, tengo que hacer (o deshacer) algunas cosas. Vuelvo echando chispas. Nos vemos pronto.


Si crees que puedes hacer bien, difunde, por favor. Muchas gracias.

https://dametresminutos.wordpress.com/2019/10/12/una-pregunta-vital-cual-es-tu-cesto/ 

miércoles, 13 de noviembre de 2019

LA COMUNIÓN BAJO DOS ESPECIES



Algunos protestantes y algunos ateos leen la biblia para tratar de encontrar versículos con los cuales contradecir o por lo menos hacer dudar a un cristiano católico de su fe. Así es como tocan el tema de la comunión, y nos dicen que en la biblia es claro que se debe comer el cuerpo de Cristo y también beber su sangre, pero que nosotros no lo hacemos en la celebración de la santa eucaristía, que solamente comemos el cuerpo pero que no bebemos la sangre de Cristo, con lo cual nos estamos condenando ya que Cristo dijo que hay que comer Su cuerpo y beber Su sangre para tener vida eterna, además de que estamos contradiciendo las escrituras.

Si leemos el evangelio, en San Lucas 22,19-20 encontraremos el momento en que Jesús instituye la santa eucaristía, mandándonos a repetir ese ritual en memoria Suya. Justamente este es el pasaje del cual se aferran quienes quieren desvirtuar la Santa Eucaristía que celebramos los cristianos católicos. Pero veamos lo que se lee en el evangelio según San Juan.

San Juan 6,54: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.»
San Juan 6,48-51: «Yo soy el pan de la vida. Nuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.»


San Juan 6,57-58: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron nuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.»

¿Acaso hemos encontrado una contradicción? Jesús dice por un lado que hay que comer y beber, pero en otro lado dice que basta con solamente comer. ¿Cómo es esto?

Esto es algo que quedó aclarado gracias a la interpretación de las escrituras por parte del Magisterio de la iglesia católica, en el concilio de Trento, en la XIII sesión. Acerca de la eucaristía, queda establecido que no es necesario comulgar bajo dos especies, es decir pan y vino, sino que basta solamente una de ellas para poder recibir el cuerpo de Cristo, ya que ambas especies son el cuerpo de Cristo, tanto el pan como el vino.


Es decir que con solamente consumir la hostia consagrada ya estamos recibiendo el cuerpo de Cristo por completo, no una parte ni solamente su carne sin su sangre. De igual forma, si solamente bebiéramos el vino consagrado del cáliz, no estaríamos bebiendo solamente su sangre, sino que estaríamos consumiendo toda su esencia, sería la presencia completa de Cristo transubstanciada en el vino.

Por eso es que Jesús nos dice que con comer ese pan, que es su carne, ya tendremos vida eterna. No hace falta que mencione su sangre porque tanto su carne como su sangre tienen ese lazo inseparable, que hacen que una especie y la otra sean la misma, con lo que consumir una es suficiente para estar en comunión con Jesús.

Cuando leemos en las noticias un titular que dice que hubo derramamiento de sangre, inmediatamente entendemos que hubo muertos. Ya sabemos que no significa que solo se derramó sangre como quien derrama el contenido de una botella de refresco. Se trata de que al derramar sangre, ocurre inevitablemente la muerte de alguien. 

Una cosa es la otra, no existe forma alguna de cortar ese irrompible lazo que une a ambas figuras. En San Mateo 26,27-28 Jesús habla del derramamiento de su preciosa sangre: «Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Beban de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados.»»


¿Y qué pasa con su cuerpo? ¿Será que sólo derramará su sangre pero no le va a pasar nada a su cuerpo? En ese pasaje, Jesús dice que derramará su sangre, es decir que morirá. Con solo su muerte, se convertirá en el cordero de Dios para lavar los pecados del mundo. Con solamente beber su sangre, estaríamos en comunión con Él. 

¿Y qué ocurrirá con su cuerpo? Igualmente será parte del sacrificio, por completo. Su carne será la carne del cordero pascual, que deberá ser consumida para poder estar en comunión con Él. Serán carne y sangre, ambas, juntas, una y la otra serán la misma cosa. Solo el cuerpo o solo la sangre, cualquiera de las dos especies, tiene la presencia entera, completa de Jesús.


Es por esto que los cristianos católicos no necesitamos comulgar bajo dos especies. Basta con solamente una de ellas, ya sea la hostia consagrada, o el vino consagrado, ambos transubstanciados para ser cuerpo y sangre de Cristo, ya sea juntos o por separado.

Quien come el cuerpo de Cristo, ya sea su carne transubstanciada en el pan, o bebe su sangre transubstanciada en el vino, tendrá vida eterna, y permanecerá en Cristo, y Cristo permanecerá en él. Solo hay que tener el cuidado de comer su Cuerpo o beber su Sangre de forma digna, es decir después de una buena confesión.

Gotitas de Sabiduría.





El cielo, el infierno, el purgatorio y la muerte. ¿Qué sucede al finalizar la vida? ( 3 )


¿Cuándo será el juicio final? ¿En qué consistirá?
 
La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). 

Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. 

Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna”. (Mt 25, 31. 32). 

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. 

Entonces Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. 

El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. 

Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10). Catecismo de la Iglesia católica, 1038-1041 

Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo... Porque El ya sabe que le amas..., y de qué pasta estás hecho. Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle! 
 
“Conozco a algunas y a algunos que no tienen fuerzas ni para pedir socorro”, me dices disgustado y apenado. —No pases de largo; tu voluntad de salvarte y de salvarles puede ser el punto de partida de su conversión. Además, si recapacitas, advertirás que también a ti te tendieron la mano. 

El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad. Camino, 708

Por salvar al hombre, Señor, mueres en la Cruz; y, sin embargo, por un solo pecado mortal, condenas al hombre a una eternidad infeliz de tormentos...: ¡cuánto te ofende el pecado, y cuánto lo debo odiar! 

6. Al final de los tiempos Dios ha prometido cielo nuevo y una tierra nueva ¿Qué debemos esperar?
 
La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 10). 

Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era “como el sacramento" (LG1). 

Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios. Ya no será herida por el pecado, las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica de Dios será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua. 

“Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. 

Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS 39). 

“No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. 

Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios” (GS 39). Catecismo de la Iglesia Católica, 1043-1049

Mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. 

 
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. 

No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones.

Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios.