Para empezar me calzo la mejor de mis sonrisas. Quizá no lo sepa usted pero el calentamiento, los estiramientos musculares, son fundamentales. Así que cierro los ojos y me recojo en silencio, la pequeña cruz de madera entre mis manos. Ahí está Jesús, esperándome como siempre. Le cuento mi nueva idea y mis propósitos para ese nuevo día. Él me sonríe divertido y me asegura que no se va a separar de mí, por si en algún momento desfallezco a lo largo de la carrera. Le digo que le adoro, le doy un buen abrazo (como Dios manda) y así comienzo el día.
Con mis buenos propósitos y mi sonrisa puesta, continúo con los estiramientos, saludo a toda la familia y especialmente a ese hijo con el que ayer me enfadé y perdí los nervios. Le rodeo con mis brazos y le digo que le quiero por encima de cualquier otra cosa. Me mira sorprendido pero él también me devuelve el abrazo. Bien. Esto ha empezado muy bien. Me despido de mi mujer con un beso apasionado (ella también me mira con cierto asombro), le deseo un feliz día y le digo que la amo y que está muy guapa (porque lo está). Y ahora, al mundo, a empezar de verdad la gimnasia.
En el portal me encuentro con esa vecina gruñona y antipática que nos hace la vida imposible, venga a exigir siempre. Por un instante, mi sonrisa se congela en el rostro, pero inmediatamente la despliego de nuevo y con toda la amabilidad de la que soy capaz, abro la puerta de la calle y le cedo el paso, deseándole muy buenos días. Ella no me responde y me lanza una mirada hosca, pero vuelvo a estirar el músculo del amor y paso por alto su actitud, sin darle importancia. (En mi fuero interno, le pido al Señor que la bendiga).
Y así, comienzo a correr suavemente. Sonrío aquí y allá, y ayudo a una joven madre agobiada, incapaz de meter el cochecito de su bebé en el coche. Me da las gracias sonriéndome, y esa sonrisa me la guardo en el bolsillo interior del corazón. Esto marcha. Me gusta esta gimnasia.
Cuando llego al trabajo, las cosas se complican. Confieso que la pereza me invade y que miro con horror la mesa de mi despacho, en su apática rutina. Mi instinto me pide a gritos que lo deje estar, que mañana será otro día, que todo puede esperar y que mejor me dedico a otros temas más placenteros, por ejemplo, a escribir. Pero no. Estoy en plena sesión de gimnasia, agarro el sinsabor y cerrando los ojos, le ofrezco al Señor mi trabajo bien hecho. Lo reconozco: me cuesta, y mucho, este ejercicio de “abdominales” laborales. Y sonrío. Y sé que el Señor también sonríe conmigo.
Ya cansado, vuelvo a casa. Mi mujer me ha pedido que compre el pan de manera que entro en la panadería y compro una barra. La dependienta, muy seria. Estará cansada, me digo, y le regalo una sonrisa, acompañada de unas palabras amables. Quizá me equivoque, pero creo que me ha medio sonreído. Y prosigo mi camino hasta casa. Tengo ganas de llegar, estoy cansado y qué mejor que el hogar para recuperar fuerzas.
Iluso de mí. En cuanto abro la puerta, oigo los gritos de mi hija, enzarzada en una discusión con su madre, las dos un poco fuera de sí. No es eso lo que yo necesitaba, y además, odio las discusiones, y aún más los gritos. Decido encerrarme en mi cuarto y aislarme todo lo que pueda del zafarrancho de combate. Pero (aquí otro estiramiento) decido volver sobre mis pasos, me acerco a ellas y les doy un par de besos. “LAS AMO”, les digo. Y las dos me miran extrañadas. El ambiente, definitivamente, se relaja. Doy gracias a Dios.
Por si alguien no lo sabe, tan importante es estirar bien los músculos antes como después del ejercicio. Así que ahora sí, después de la cena y de repasar la tarea con el pequeño, me retiro unos minutos, me sumerjo en el silencio con los ojos cerrados y ahí está Cristo de nuevo, recibiéndome con un gran abrazo. No sólo me sonríe, sino que se ríe cuando le cuento cómo ha transcurrido mi jornada. “Hoy, Guillermo, has sido un buen gimnasta”, me dice. “Pues mañana, Señor, volveré a intentarlo”. Y con otro abrazo me despido de Él y doy por concluido el día. ¡Bendita gimnasia de Amor!
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