Un rey poseía un diamante
muy valioso, uno de los más raros y perfectos del mundo. Un día el diamante cayó desde
una gran altura y la superficie se rayó en una de sus caras.
El rey llamó a los mejores joyeros y orfebres del continente, para que intentaran
corregir la imperfección. Sin embargo, todos coincidieron en que no podrían retirar el
arañazo sin cortar una buena parte de la superficie, reduciendo así el peso y el valor
del diamante.
Finalmente, apareció un orfebre, no tan famoso, que afirmó que podría reparar el
diamante sin problemas:
- Observé mucho al mayor orfebre de todos y, con él, aprendí mucho. Puedo garantizarle
que sabré reparar el diamante sin reducir su valor.
Su confianza era tanta
que, convencido, el rey entregó el diamante al hombre.
Después de algunos días, el orfebre volvió con el diamante y se lo mostró al Rey.
Éste quedó gratamente sorprendido al descubrir que el arañazo tan feo había
desaparecido y en su lugar, había sido tallada una bella rosa.
El
arañazo anterior se había vuelto el tallo de una bella flor!
El rey, entusiasmado, dijo al orfebre:
- ¡Qué bello trabajo, qué óptima idea! Dígame, ¿quién es ese gran orfebre que es su
maestro?
Y el orfebre respondió:
- Dios, el orfebre de la vida.
Moraleja:
Dios está siempre con nosotros, si se lo permitimos, transformando nuestros arañazos en
algo bello.
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