Lo que esta anécdota nos enseña es
que peor que el dolor mismo es el engaño de pensar que somos nosotros
los únicos que sufrimos, o los que más sufrimos
Cuentan los biógrafos de Buda
que en cierta ocasión una madre acudió a él llevando en sus brazos a un
niño muerto. Era viuda, y ese niño era su único hijo, que constituía
todo su amor y su atención. La mujer era ya mayor, de modo que nunca
podría tener otro hijo. Oyendo sus gritos, la gente pensaba que se había
vuelto loca por el dolor, y que por eso pedía lo imposible.
Pero en cambio Buda pensó que, si no
podía resucitar al niño, podía al menos mitigar el dolor de aquella
madre ayudándole a entender. Por eso le dijo que, para curar a su hijo,
necesitaba unas semillas de mostaza, pero unas semillas muy especiales,
unas semillas que se hubieran recogido en una casa en la que en los tres
últimos años no se hubiese pasado algún gran dolor o sufrido la muerte
de un familiar.
La mujer, al ver crecida así su
esperanza, corrió a la ciudad buscando de casa en casa esas milagrosas
semillas. Llamó a muchas puertas. Y en unas había muerto un padre o un
hermano; en otras alguien se había vuelto loco; en las de más allá había
un viejo paralítico o un muchacho enfermo. Llegó la noche y la pobre
mujer volvió con las manos vacías pero con paz en el corazón. Había
descubierto que el dolor era algo que compartía con todos los humanos.
No se trata de que, ante la desgracia,
recurramos al viejo dicho de "mal de muchos consuelo de tontos", sino de
aceptar con sencillez que el hombre, todo hombre, sea cual sea su
situación, está como atravesado por el dolor.
Se trata de comprender que se puede y se
debe ser feliz a pesar de esa presencia constante del dolor, pues es
imposible vivir sin él, pues es una herencia que hemos recibido todos
los hombres sin excepción.
Lo que esta anécdota nos enseña es que peor que el
dolor mismo es el engaño de pensar que somos nosotros
los únicos que sufrimos, o los que más sufrimos
Lo peor es que el dolor nos convierta en
personas egoístas, en personas que sólo tienen ojos para mirar hacia
los propios sufrimientos. Percibir con más hondura el dolor de los demás nos permite medir y situar mejor el nuestro.
No es fácil dar respuesta al misterio
del dolor. Es verdad que hay algunas explicaciones que nos hacen
vislumbrar su sentido, aunque siempre se nos antojan insuficientes ante
la tragedia del mal en el mundo, ante el sufrimiento de los inocentes o
el triunfo −al menos aparente− de quienes hacen el mal.
Es un tema de reflexión de suma
importancia, un enigma en el que a mi modo de ver sólo desde una
perspectiva cristiana se avanza realmente hacia la entraña del problema,
pero ha de ser ésta una reflexión que no nos distraiga de la batalla
diaria por percibir y enjugar el dolor de los demás, por disminuirlo,
por tratar de hacer de él algo que nos enseñe, que nos haga más fuertes,
que no nos destruya.
Me refiero a la batalla contra la
desesperanza, contra ese estado anímico que lacera el alma de tantas
personas que no encuentran sentido a lo que sucede en sus vidas, que les
hace arrastrar los pies del alma, caminar por la vida con el fatalismo
sobrecogedor con que un pez recorre los bordes de su pecera. El dolor
propio es quizá la mejor advertencia para reparar en el dolor de los
demás, manifestarles nuestro afecto y nuestra cercanía, y hacer así más
humano el mundo en que vivimos.
Alfonso Aguiló
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